Guillermo Levy

La caída


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las 100 000 personas: entre tres y cuatro veces menos que la que había logrado juntar antes de la elección con la esperanza de la remontada que le permitiese llegar al ballotage. La Plaza del millón del 19 de octubre de 2019, que no tuvo un millón, pero sí algo menos de 400 000 personas. La derrota, en general, no moviliza. El caso de Cristina y la Plaza del 9 de diciembre sería la excepción a la regla. Hubo derrota, pero ya había épica de retorno. En esa noche de retirada y de épica, nació el canto “vamos a volver”.

      Nunca más a los sótanos de la democracia.

      Alberto Fernández produjo uno de los discursos de asunción más importantes de nuestra historia reciente. Cargado de referencias a la historia, recuperó la ideología sin ocultarla ni disfrazarla de lugares comunes. En muchos de los puntos que tocó, anunció líneas de acción. Lo contrario al discurso de asunción de Macri, cuatro años atrás, cargado solo de frases y enunciados generales, con referencias negativas al gobierno anterior.

      Alberto Fernández combinó en su discurso lo que logró en su perfil: moderación y firmeza combinadas, toda una novedad en la política argentina. La moderación en Argentina siempre quedó en el baúl de la debilidad y la resignación. Pareciera que Alberto Fernández irrumpió en otra lógica. Un político tradicional que se dejó asesorar, que produjo una campaña efectiva, pero que abandonó a la intemperie toda la batería que parecía haberse instalado en la Argentina para siempre con Cambiemos: la política solo como marketing. Los discursos, caras, gestos, gritos y silencios perfectamente producidos y guionados por profesionales del marketing político y dictados por el uso del big data, que incorpora todas las innovaciones tecnológicas de las redes sociales y los datos que producen para practicar de manera sofisticada un nuevo tipo de guerra psicológica que es sin duda hija de la guerra psicológica aplicada durante la Guerra Fría.

      Alberto Fernández se presenta como un hombre común y dentro de su marketing de alguien sencillo y confiable presenta su relación con Dylan, el perro de la familia. A diferencia de la tradición cultural argentina del “hombre común” –más limitado que sencillo, de humor chabacano y machista y valores siempre reaccionarios–, Alberto no se vuelve un costumbrista conservador. Es un hombre común que se presenta en la radicalidad del progresismo, implementando desde el día uno el protocolo para el aborto no punible, derogando medidas emblemáticas del Ministerio de Seguridad de Patricia Bullrich y mostrándose de la mano de su hijo drag queen al que no solo no esconde, sino que muestra y reivindica. Estanislao, su hijo, ya antes de asumir Alberto Fernández, se había constituido en una autopista de amor y adhesión hacia el presidente de muchísimas y muchísimos que no llegan a la política por las vías tradicionales. También su hijo aparece en una línea de confrontación con el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, cuyo hijo, que es diputado, se muestra en las redes fotografiándose con un conjunto de armas, expresando claramente en una imagen una grieta que es mucho más verdadera en cuanto a la mirada sobre la vida que representan y quieren representar uno y otro. Antagonismo que pasa de lo simbólico a las políticas concretas cuando, frente a la crisis desatada por la pandemia del coronavirus, Bolsonaro, imitando a Donald Trump, privilegia mantener la maquinaria económica por sobre la protección de vida en forma exactamente inversa que el Gobierno argentino.

      Alberto no es un líder carismático, como fueron Alfonsín, Menem, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, pero reúne en su perfil la sensatez y la sencillez, que no impiden fuertes convicciones, una combinación muy original en la política argentina. Es un hombre que se muestra moderado y de diálogo, pero que visitó a Lula en la cárcel cuando acababa de ser electo el presidente que lo hizo encarcelar. Alberto se enfrentó a Bolsonaro, presidente del principal socio comercial del país, se permitió criticar a Piñera, el presidente de Chile, por las consecuencias de las políticas neoliberales y por la represión a los jóvenes que la enfrentan, y denunció como golpe el desplazamiento de Evo Morales y lo invitó a residir en la Argentina. Es un moderado y dialoguista que se anima a denunciar la prisión de arbitraria de funcionarios kirchneristas –más allá de la discusión sobre la pertinencia de la calificación de presos políticos–, durante la jura de sus ministros hizo una reivindicación pública de Carlos Zannini, ex funcionario de Cristina Fernández, preso varios meses durante el Gobierno de Cambiemos por el acuerdo con Irán de 2013. Si bien no reivindica a ningún acusado por hechos de corrupción, denuncia fuertemente la práctica punitiva e inconstitucional del abuso de las prisiones preventivas durante el Gobierno de Macri. En su discurso inicial ese fue justamente unos de los ejes que presentó como una batalla a dar durante su presidencia.

      Alberto es el hombre que le va a dar un cierre a la reivindicación inorgánica que hizo el último kirchnerismo de la figura de Raúl Alfonsín. Alberto empezó y terminó su discurso –en general no se han nombrado otros presidentes en los discursos iniciales– reivindicando a Alfonsín. Reivindicó su agenda reformista para retomarla y propuso ser evaluado en esa perspectiva inicial de 1983 cuando termine su mandato, que será a los cuarenta años de recuperada la democracia. Empezó con Alfonsín y terminó su discurso con una de sus frases célebres como cierre de un programa de gobierno que quedó trunco en la primera gestión de esta etapa democrática. Alberto repitió, cambiando el orden original, pero sin dudas de la fuente citada: “Con la democracia se come, se cura y se educa”.

      Los dos grandes logros de los 36 años de democracia que él reivindicó en su discurso inicial remiten en gran medida al primer Gobierno: la conquista de la democracia, los derechos humanos y la integración regional con el impulso que le dio Alfonsín al Mercosur. Los hitos por los que quiere ser recordado son hijos de estas tres conquistas, siempre inconclusas: la erradicación del hambre, el fin de la grieta –con la construcción publicitaria de la frase del Gobierno de unidad de los argentinos y mostrarse junto con Larreta de un lado y Kicillof en el otro en el medio de la crisis desatada por la pandemia, muestra también un intento por mostrarse como el dirigente que superará rivalidades e intentará modificar las reglas de convivencia democrática–, y, por último, una agenda estratégica para el desarrollo, que no ha habido en estos casi cuarenta años y que claramente estará vinculada, de concretarse, a la profundización de la integración regional. El ahondamiento de la crisis a comienzos de 2020 puso las prioridades económicas bastante más abajo de lo pensando en diciembre de 2019 y el cortoplacismo volverá a acechar seguramente sobre las agendas más estratégicas siempre pospuestas.

      El discurso de inicio puso también centralidad en la cuestión de la deuda, que se vio en las prioridades del primer paquete de medidas y en la primera ley votada por el Congreso bajo este Gobierno: Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva. Nombró a Martín Guzmán como ministro de Economía, formado en la universidad pública argentina, pero doctorado en Columbia, especializado en renegociación de deudas soberanas e hijo pródigo de Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía y detractor del sistema financiero internacional. En esta elección claramente puso como prioridad de la primera etapa del Gobierno la renegociación con el FMI y los acreedores privados. Este Gobierno arrancó con una convicción que comparte toda la dirigencia política: la Argentina de ninguna manera puede pagar en cuatro años 150 000 millones de dólares y unos 50 000 millones en pesos, que es lo que tendría que pagar sin reestructuración alguna. Todas las medidas que podrían implicar reformas estructurales se patean para después de los acuerdos (tanto con los bonistas privados como el FMI), intentando mostrar independencia política.

      La emergencia de la pandemia del coronavirus y los planteos del FMI acerca de lo insostenible de la deuda argentina cambian todos los planes y ponen la posibilidad de un default total o parcial de la deuda en situación de menor dramatismo que la que hubiera sobrevenido de no haber existido esta crisis mundial.

      Hay, sin embargo, gestos y medidas de una ingeniería que se construye no sobre la abundancia sino sobre la escasez: la promesa de no emisión para pagar deuda en pesos en un gesto de racionalidad y de cuidado de la variable inflación, aunque sí aceptar una fuerte emisión para evitar un desbarranco económico y social producto de la cuarentena decretada a partir del 20 de marzo de 2020. Subas de impuestos a los sectores de mayor rentabilidad y una batería de medidas que impactan positivamente en los dos deciles más sumergidos en