Guillermo Levy

La caída


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la expresión del radicalismo que abrazó la Revolución Libertadora en 1955 y sostuvo la proscripción del peronismo durante dieciocho años. Alfonsín intentaría presentarse como el líder de un tercer movimiento histórico, un movimiento que sumara a la democratización que había realizado el primer radicalismo de Yrigoyen, la justicia social del peronismo. También, la honestidad en la gestión de Arturo Illia. Este radicalismo alfonsinista abjuraba del gorilismo en la medida que sentía que el peronismo había sido definitivamente derrotado y, en esa instancia, valoraba su aporte histórico en términos de justicia social.

      Si bien, años después, los equipos de campaña del macrismo han sido reconocidos por su creatividad y profesionalismo para construir relatos efectivos electoralmente, logrando formatear el sentido común de buena parte de la población acerca del pasado kirchnerista y del presente durante el Gobierno de Cambiemos, fue el equipo de publicitario de Alfonsín el primero en sistematizar un relato exitosísimo acerca del entonces pasado reciente y de la tarea a emprender. El peronismo derrotado, la CGT, los militares, la Iglesia y, en menor medida, los empresarios serían los que intentarían condicionar y hacer fracasar el proyecto de construir una democracia de ciudadanos libres sin condicionamientos corporativos. El núcleo duro de Cambiemos tres décadas después, quitaría de la ecuación de “saboteadores de la democracia” a los militares, a la Iglesia y a los empresarios y agregará al conjunto conformado por el peronismo y la CGT, a los organismos de derechos humanos.

      Una buena parte de la sociedad civil radicada en nuestras clases medias no sentiría ninguna responsabilidad sobre el pasado inmediato y podría asumir el papel de protagonista de un cambio democrático novedoso en la Argentina: una democracia liberal, de ciudadanos libres, preocupados por la república, pero también por la desigualdad social, que estarían convencidos de una superioridad moral frente a militares y frente al peronismo ya vencido y puesto en vereda. Más adelante trabajaremos sobre parte de esa ciudadanía progresista que se constituyó al calor de la transición democrática. Una ciudadanía que se sintió identificada con el “Nunca más”, tan popularizado desde 1984, y que volvió a tomar centralidad en el discurso político de asunción de Alberto Fernández. Este primer “Nunca más” era una marca de no retorno a los golpes de Estado, pero también a los cambios revolucionarios. “Nunca más” excesos de ningún tipo. La democracia, sería pincelada por el alfonsinismo como un lugar de individuos respetuosos de las opiniones de los otros donde lo único vedado era la violencia para resolver disputas.

      En su discurso de asunción del 10 de diciembre de 1983, frente a la Asamblea Legislativa, Alfonsín esbozó las líneas de un claro programa reformista y progresista. No solo anunció la recuperación de las libertades, sino también denunció la concentración del poder económico y la enorme deuda externa. Su discurso, duro con respecto a la deuda, no se tradujo luego en ningún cuestionamiento ni investigación acerca de su legitimidad, solo hubo un intento de negociar en conjunto con otros países de la región, iniciativa que fracasó rápidamente dejando a la Argentina en una posición de mucha debilidad.

      Propuso en ese discurso, usando el bagaje de la teoría política, un compromiso republicano de toda la sociedad al estilo del contrato social de Rousseau, con el que volvería a insistir Alberto Fernández 36 años después, en donde predominara una ética republicana, un cuidado de la democracia y un rechazo a la corrupción. Anunció la plena vigencia de los derechos humanos, categoría que se incorporaría al lenguaje político de todos los gobiernos post transición, derogó la Ley de Autoamnistía promulgada por la última junta militar en septiembre de 1983 y anunció, sin precisiones, que se juzgarían tanto los crímenes de la dictadura como a los cometidos por los responsables del “terrorismo subversivo”.

      Surgió la teoría de los dos demonios, como un límite y equilibrio entre la denuncia a la dictadura y el intento de igualar los crímenes cometidos por el “terrorismo subversivo”, término que usó Alfonsín en su discurso inicial sembrando el camino a la construcción de una conciencia ciudadana que no quería más violencia ni excesos de ningún tipo. La ciudadanía, al demonizar e igualar a los dos extremos de la violencia, no tuvo nada que preguntarse sobre su papel en el país que habitaba cuando desaparecían miles de personas. La teoría de los dos demonios se constituyó en la gran amnistía de nuestra democracia. No amnistió a militares o guerrilleros, amnistió al conjunto de la sociedad civil, ya que esa teoría sirvió para obturar cualquier pregunta sobre silencios y complicidades. En eso radicó fundamentalmente, su popularidad.

      La democracia nació entonces, con una utopía de extirpación de la violencia y de los excesos. La utopía de la democracia naciente era la de ciudadanos libres, respetuosos de las opiniones de otros y donde el conflicto político quedaba anulado. Solo el enfrentamiento electoral podía usarse para dirimir la lucha política. Otras luchas, movilizaciones, reclamos, reivindicaciones y pedidos, para ser legítimos, debían presentarse por fuera de cualquier intencionalidad política. La lucha por la recuperación de los derechos humanos fue aceptada masivamente solo en tanto y en cuanto no implicara la reivindicación de la lucha política de las víctimas de la dictadura, solo en tanto y en cuanto las víctimas fueran solo eso: víctimas. En esa operación ideológica exitosa, en el marco de los enormes condicionamientos estructurales y bajo la vigilancia y control de militares y empresarios, nació el primer gobierno de la etapa democrática.

      El legado que estamos recibiendo es el de

      una brasa ardiendo entre las manos.

      El comienzo de la segunda etapa post 1983, arrancó en el mes de mayor inflación de la historia argentina. El mes de julio de 1989 tuvo un 196% de inflación mensual. Menem asumió el 8 de julio.

      A la sorpresa del triunfo de Alfonsín en 1983 le siguió otra: Carlos Menem, gobernador de La Rioja, ex preso político de la dictadura, le ganó la interna por la candidatura presidencial del peronismo a Antonio Cafiero, gobernador de la provincia de Buenos Aires, histórico líder del peronismo, joven ministro de Perón entre 1952 y 1955 y fundador de la renovación peronista en los ochenta –junto a Carlos Grosso y también Carlos Menem–, que fue el movimiento que desbancó del partido a los ortodoxos más vinculados al Gobierno de Isabel Perón y a la complicidad con la dictadura para construir un justicialismo más moderno y comprometido con esta nueva etapa democrática. Antonio Cafiero será, además, el abuelo de Santiago Cafiero, el que resultará al asumir Alberto Fernández, su jefe de gabinete.

      El peronismo se aprestaba a volver. Menem, en la lucha interna, había logrado identificar a Antonio Cafiero con la “socialdemocracia” que representaba Alfonsín. Así como Ítalo Luder representaba en parte la continuidad de la etapa de muerte y oscuridad para la campaña de Alfonsín, Cafiero era la continuidad de Alfonsín para la campaña de Menem. Así logró desbancar de la candidatura presidencial al que todas las encuestas daban no solo como candidato ganador de la interna justicialista, sino como próximo presidente.

      En la elección del 14 de mayo de 1989, el candidato a presidente de la UCR, el poco carismático gobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz, logró sacar algo más del 37% de los votos. Un porcentaje muy impactante dadas las condiciones en las que llegó el radicalismo a la elección. Este número es muy significativo a la hora de buscar señales y explicaciones –siempre múltiples– del más del 40% obtenido por Cambiemos frente al peronismo unido en las elecciones generales del 27 de octubre de 2019, treinta años después y en el medio de un fracaso económico estrepitoso, aunque en el marco de una transición ordenada y muy lejana de las escenas apocalípticas que se vivieron en esos intensos meses de 1989.

      El miedo al retorno del peronismo y, sobre todo, la desconfianza que generaba la figura de Carlos Menem –no solo en las filas del antiperonismo– contribuyeron mucho para que, en las peores condiciones posibles para una elección presidencial, el candidato del Gobierno que no podía controlar la hiperinflación ni tenía respuesta alguna a la crisis generalizada obtuviese cerca del 40% de los votos.

      Este segundo comienzo vino parido por el fracaso de una apuesta reformista desbarrancada desde la segunda mitad de 1988. Sin duda, Carlos Menem supo sacar provecho de esa crisis inédita. El