Guillermo Levy

La caída


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de lesa humanidad y genocidio mediante la reimplantación del 2x1 y que culminó con una movilización de cientos de miles de personas en el centro de la ciudad de Buenos Aires el 10 de mayo de 2017; y una reforma jubilatoria que a todas luces era un brutal ajuste a los ingresos de jubilados, pensionados y beneficiarios de asignaciones universales.

      Entre la improvisación, la crisis internacional cuyas características se volvieron cada vez más perjudiciales para la economía argentina y las inversiones que nunca llegaron en el volumen anunciado, al macrismo se le hizo muy visible a comienzos de 2018 uno de los grandes problemas estructurales argentinos: la restricción externa, es decir, la falta de divisas, como el gran cuello de botella del desarrollo en la Argentina del que tanto se ha escrito y analizado, pero esta vez con un aspecto distinto a considerar. Esa restricción inscripta en la lógica de un capitalismo que se venía reconfigurando desde la crisis de 2008 se ha complejizado con la guerra comercial entre los Estados Unidos y China y con la relocalización del mundo industrial en China y del financiero en Occidente.

      El macrismo banalizó los efectos de esta restricción y la pesada rutina económica de altas tasas de inflación. Desconoció el peso de ambas cuestiones en la historia argentina, o por lo menos creyó que solo con un cambio de gestualidades, sumado a que Macri era un presidente que venía de la cúpula empresaria local, se abriría el flujo de divisas y bajarían las expectativas inflacionarias. Cambiemos creyó que la fuga de capitales y la dificultad para atraer inversiones eran fruto del carácter “populista” del Gobierno anterior, de la desconfianza, y no un problema estructural de la economía y de la cultura económica de Argentina.

      Cambiemos le retiró peso dramático –e historicidad, como a los billetes– a ambas cuestiones al suponer que la inflación era algo fácil de solucionar y que era un fenómeno que se explicaba solo por la impericia técnica o política de un gobierno. Si bien pudo lograr un descenso en los niveles de crecimiento inflacionario durante 2017 llegando al 24,7%, y también el descenso de los niveles de pobreza en relación a los que dejó el kirchnerismo en 2016 (datos eficientemente utilizados para construir el relato del comienzo del fin de la crisis, que sin duda contribuyó a cimentar el triunfo electoral de octubre de 2017), a principios de 2018 la inflación retomó su aceleración superando a la de 2016.

      En 2019, llegó al 53,8%, constituyéndose en la marca inflacionaria más alta desde el inicio de la convertibilidad en 1991. Para las elecciones de octubre de 2019 se había usado casi todo el crédito del FMI para evitar la disparada del dólar. Sin embargo, este subió más del 50% en los diez primeros meses del año, lo que obligó al Gobierno a usar una de las herramientas más denostadas de los últimos años del kirchnerismo: límites a la compra de divisas. Debilidad, falta de resultados, falta de rumbo y empeoramiento de la situación general desde la derrota del Gobierno en las elecciones primarias de agosto de 2019 dejaron la posibilidad de revertir el resultado en octubre en el plano de los milagros. Aun así, el objetivo más realista, aunque lejano, de acceder a un ballotage, no estuvo tan lejos a partir de la enorme remontada lograda por Juntos por el Cambio en los dos meses que pasaron entre elección primaria y elección general.

      El macrismo empezó a sufrir severamente por el fracaso de su apuesta económica. El levantamiento en los primeros días de Gobierno del llamado periodísticamente “cepo”, es decir, la restricción a la compra de moneda extranjera, solo facilitó la fuga de capitales. Este hecho terminó de forma rápida con el análisis de que la fuga era producto de la inseguridad que les generaban a los tenedores de divisas los llamados gobiernos populistas.

      La posibilidad de comprar dólares no desalentó su compra. La posibilidad de acceder a la moneda extranjera de manera fácil y plena no tranquilizó a los “ansiosos”. Todo lo contrario. La dinámica de la compra y fuga de dólares fue uno de los factores más erosivos de un gobierno que, en nombre de la libertad de circulación y de obtención de moneda extranjera sin ningún límite –hasta una leve modificación en sus últimos meses–, dinamitaba las bases propias de su sustentación política. La fuga de capitales en los cuatro años de Gobierno de Cambiemos fue gigantesca y se mantuvo casi con precisión milimétrica la estrecha relación deuda/fuga que ya se había mostrado en todos los gobiernos que aumentaron drásticamente el endeudamiento.

      Así, el macrismo construyó en gran medida su propio derrumbe y derrota, y a medida que el descalabro social se fue potenciando, un peronismo que se había mantenido con cierta prudencia (y apoyo en algunas de sus leyes) comenzó a pensar en la posibilidad de congregarse. Las dos “Alemanias” peronistas se reunificaron en contra de un neoliberalismo que atentaba contra una dimensión común e identitaria del mismo: el mercado interno y todas las articulaciones históricas y sociales que provoca y recrea.

      A principios de 2018, el Gobierno, que hacía pocos meses festejaba el comienzo del despegue, se mostró en terapia intensiva y puso repentinamente su última carta sobre la mesa para no entrar en una crisis externa como las de finales de la dictadura militar, el último período del Gobierno de Alfonsín o la de 2001 y verse obligado al default.

      El Gobierno volvió a aceptar los consejos y recomendaciones del FMI. Si bien la reforma previsional de 2017 estaba en el marco de las recomendaciones del organismo internacional, ya la principal usina de ideas del PRO –como la Fundación Pensar– desde 2012 proponía estos cambios que implicaban ajuste del gasto y reducción del valor real de jubilaciones y pensiones.

      A pocos meses de que el FMI aclarara que la Argentina no pedía auxilio económico, terminó solicitándolo en 2018. Esto le provocó un costo político significativo. Primero, porque quedó al descubierto la debilidad macroeconómica; y segundo, la improvisación y vacilaciones del oficialismo se volvieron visibles para propios y extraños. Esto, sin duda, le trajo aparejado como mínimo la “retirada” de muchos de sus votantes y el repliegue del Gobierno en su núcleo duro.

      El llamado a un sacrificio social en pos de un futuro demasiado incierto volvía más patente un presente que mostraba las enormes fragilidades estructurales del país que el macrismo no había hecho más que aumentar.

      La idea de fracaso se instaló durante 2018. El macrismo había creado su propia crisis, tanto en el país como en el entramado de las adhesiones y al interior de su propia coalición política y económica. El argumento de la “pesada herencia”, que se presentó para señalar y legitimar el “sinceramiento” de las variables económicas, como así también combatir el “bienestar ficticio” producido por el Gobierno anterior, fue aceptado por cerca de la mitad de la población, según varias encuestas de opinión pública de mediados de 2017. Este argumento fue perdiendo peso explicativo en 2018. Estaba claro que la argumentación presidencial no interpelaba a un conjunto de ciudadanos y ciudadanas que lo habían apoyado en las elecciones de 2015 y 2017. El quiebre de la escucha y de la adhesión empezó a marcar un lugar de no retorno. A partir de 2018 ni el miedo bolivariano a convertirnos en otra Venezuela, ni el sueño irreal de consumo fueron horizontes poderosos para mantener todo el apoyo de 2017 en el redil oficialista.

      La “burbuja de bienestar” como clave interpretativa de la acción de los gobiernos peronistas se sostenía en la idea de gasto público desmesurado y subsidios escandalosos. Esa clave duró poco. En la medida en que Cambiemos no logró mostrar un solo indicador de crecimiento, aumento del consumo o del empleo, descenso sostenido de la inflación ni reducción de la pobreza, dicha explicación perdió fuerza y consenso. El macrismo se quedó con ese 30% que habita los universos del antiperonismo y el universo de la derecha ideológica. Fue perdiendo su capacidad de construir una posición hegemónica. Solo ese espacio se mantuvo fiel. Este espacio electoral, que recién en 2015 había logrado constituirse en una opción de mayorías electorales, implicó un piso significativo para toda opción que planteara un ajuste de cuentas con el peronismo. Cambiemos también fue la “defensa” de una posición política importante en la historia argentina y dotó de vitalidad a la misma, lo que se pudo observar en las manifestaciones públicas que lo apoyaron luego de las elecciones primarias y sobre todo en la enorme movilización en la avenida 9 de Julio una semana antes de la derrota electoral en las elecciones primarias del 27 de octubre.

      Existe un inicio del caos: año 2017. Y se extiende como una mancha hasta las elecciones presidenciales de 2019. Las políticas económicas, la desilusión