emergencia, de urgencias, de una situación de una conflictividad muy superior a la del primer gobierno democrático. El pedido de Alfonsín de entregar seis meses antes el poder, le dio un inmenso margen a Menem para presentarse como el hombre fuerte que conduciría un barco que se estaba hundiendo y a él mismo como al timonel que lo sacará a flote. La magnitud de la crisis le otorgó dos años durante los cuales ningún sector importante y organizado, por más capacidad de movilización que mostrara, estuvo en condiciones de condicionarlo ni debilitarlo. Menem tuvo –a diferencia del Gobierno de Cambiemos y del de Alberto Fernández en su comienzo– mayoría parlamentaria en ambas Cámaras constituida por su bloque propio, aliados y por el hecho de que la UCR aceptó votar todas las leyes importantes por dos años como parte de su rendición incondicional en la entrega anticipada del Gobierno.
Menem advirtió el costo que había pagado Alfonsín por intentar que la política fuera dique de contención a los intereses de las corporaciones y por tender por vías reformistas a ponerles freno a los que habían ganado posiciones dominantes durante la última dictadura. El mensaje inaugural de su Gobierno –habiendo ganado con un partido que históricamente se había enfrentado con los sectores de poder– iba a ser el inverso.
Menem, en su comienzo, decidió demostrar que ni sus patillas ni su poncho lo ataban a una propuesta confrontativa con quienes habían producido el final anticipado de Raúl Alfonsín mediante un nuevo tipo de golpe que se empezó a conceptualizar al calor de esa coyuntura como “golpe de mercado”. Los golpes de Estado tradicionales, en los cuales son las Fuerzas Armadas las que destituyen a un gobierno civil, irán dejando lugar a otras formas destituyentes que en la actualidad podemos ver con gran despliegue en el hemisferio. Estrategias destituyentes que incluyen corporaciones empresarias, medios de comunicación y también el poder judicial. A este conglomerado se suma un nivel alto de movilización destituyente en sectores medios y altos, que llamativamente tienen agendas comunes en todo el continente. Hemos visto en años recientes acciones destituyentes en este formato en Argentina, Brasil, Ecuador, Venezuela, Paraguay y Honduras.
La Argentina de 1989 fue, rudimentariamente, la primera experiencia de este nuevo tipo de golpe. Quizás el inicio en el continente de esta nueva forma de voltear gobiernos elegidos mediante el voto. Que se fueran “escupiendo sangre”, como dijo el gerente principal de una de las multinacionales más importantes en ese entonces en el país.1 El ahogo externo y el aumento descontrolado de precios, sumados a los saqueos a comercios motorizados por servicios de inteligencia, carapintadas y sectores del peronismo, mostraron en forma rudimentaria lo que hoy vemos en el continente con un nivel de articulación e internacionalización asombroso en sintonía con los intereses del Departamento de Estado estadounidense, ausente en el diseño del final abrupto de Alfonsín.
El comienzo de Menem estuvo marcado por una decisión de profunda intuición y pragmatismo. Alianza con el poder económico nacional e internacional, cambio profundo de la política exterior y alineamiento incondicional con los Estados Unidos, reformas estructurales rápidas y contundentes, solución definitiva del condicionamiento militar a los gobiernos civiles y, poco tiempo después, un desafío que vuelve a ser absolutamente actual: renegociación de la deuda, que en ese momento estaba en default desde 1988.
Los primeros movimientos fueron contundentes para determinar el rumbo. El nombramiento de un representante del grupo empresarial Bunge & Born –histórico enemigo del peronismo– en el Ministerio de Economía; el de Álvaro Alsogaray, ex candidato a presidente por el partido liberal conservador UCEDE, para negociar la deuda externa y el de su hija María Julia Alsogaray –que había obtenido en esa elección como candidata a senadora un 22% de los votos provenientes del más duro antiperonismo en la ciudad de Buenos Aires– como interventora de la primera empresa a ser privatizada: la telefónica estatal Entel. El 7 de octubre se dictó el primer indulto a procesados por crímenes de la dictadura militar, en el que se incluyó a carapintadas y montoneros e inclusive personas desaparecidas. Todo pedido de inconstitucionalidad del mismo moriría en la Corte Suprema, que había incorporado nuevos miembros y ya tenía lo que se llamó periodísticamente “mayoría automática”, expresión que quedará incorporada como un sello de la época. Una mayoría que encargó de que no prosperara ninguna de las denuncias que desde los primeros meses tuvo el nuevo Gobierno. Junto a la ingeniería sobre la Corte Suprema hubo otro armado, que sigue vigente al día de hoy que fue uno de los ejes del discurso de inicio del actual presidente: el diseño de casi toda la justicia federal (jueces y fiscales) para garantizar la impunidad absoluta para negociados y medidas que se llevaran puesta la ley y la constitución.
Este comienzo intenso de transformaciones radicales, nunca suficientemente estudiadas, implicó un giro de 180 grados de la política exterior; Argentina pasó de ser uno de los países del mundo que menos votaba junto a Estados Unidos en la Asamblea General de la ONU, a convertirse en pocos meses en el que más lo hacía. En esos turbulentos casi dos años de transformaciones permanentes hasta la sanción de la Ley de Convertibilidad, Argentina se retiró del Movimiento de Países No Alineados en el que estaba desde su fundación. En 1990, Argentina rompió una larga tradición no belicista y mandó tropas para acompañar la primera Guerra del Golfo contra el Irak de Saddam Hussein y desarmó –por presión directa de los Estados Unidos– el proyecto industrial militar más importante que tenía el país: la construcción del Misil Cóndor II. La relación entre el cierre de este proyecto y el cambio abrupto de la política exterior será, para algunos investigadores, una de las pistas más firmes a la hora de entender motivos y autores de los dos atentados que sufrió Argentina bajo el Gobierno de Menem: en 1992 la Embajada de Israel y en 1994 la voladura de la AMIA.
Como sobreactuación de este travestismo ideológico también visitó en su casa al almirante Rojas –símbolo de la llamada Revolución Libertadora, golpe de Estado que derrocó al presidente Perón en 1955– restringió el derecho de huelga mediante el decreto 448 un 17 de octubre y, a fines de 1990, indultó a los condenados por el Juicio a las Juntas un 28 de diciembre. El día de los inocentes.
Durante este segundo comienzo fue cuando maduraron las articulaciones entre servicios de inteligencia, ya dedicados a los negocios y las operaciones políticas, jueces, fiscales y periodistas, que tanto degradaría nuestra vida democrática y las disputas políticas, y cuyo final fue anunciado como un objetivo de primera línea del Gobierno de Alberto Fernández. “Cirugía mayor sin anestesia”, anunció Menem en su discurso inaugural, y eso fue lo que le granjeó popularidad. Treinta años después, lo contrario. En el comienzo de Cambiemos en 2015, la estrategia de mantener o incrementar apoyo fue anunciada con una imagen opuesta: “gradualismo” en vez de “shock”.
Antes de las elecciones legislativas de 1991, el Gobierno había hecho un giro inmenso y contundente al neoliberalismo que le costó apenas la pérdida de un puñado de diputados. Había privatizado la empresa estatal de teléfono, la aerolínea de bandera y los ferrocarriles argentinos, emblema de las nacionalizaciones del primer peronismo. Por otro lado, había decretado dos indultos, liberando, en el segundo de ellos, a los condenados por el histórico Juicio a las Juntas, y terminando con toda forma de juzgamiento y condena por los crímenes de la última dictadura. Había sorteado con éxito y muertos militares un nuevo alzamiento carapintada –lo que no pudo hacer Alfonsín– y disciplinado a las Fuerzas Armadas al poder democrático. Modificó la Corte Suprema y modeló una justicia federal en su mayoría adicta. Había transformado la política exterior, no solo dando vuelta la de Alfonsín, sino, sobre todo, rompiendo las tradiciones de política exterior dominantes en casi todo el siglo xx en nuestro país, convirtiendo a la Argentina en un aliado incondicional de los Estados Unidos. Política expresada en forma perturbadora por el canciller Guido Di Tella al exaltar las “relaciones carnales” que tenía nuestro país con los Estados Unidos. El comienzo de Menem en política exterior y el de Macri en 2015 estuvieron cortados por la misma interpretación de las elites vernáculas acerca del vínculo de nuestro país en el mundo: “Romper el aislamiento” que Argentina cultivaba desde el primer peronismo.
A toda esta batería de hechos consumados sin demasiados impedimentos, hay que agregarle un golpe a cientos de miles de ahorristas en diciembre de 1989: el Plan Bonex. Precursor del corralito de 2001, aunque con varias diferencias, se inmovilizaron compulsivamente todos los plazos fijos y se entregaron a los ahorristas bonos