Guillermo Levy

La caída


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como ministro de Economía, en abril de 1991. Convertibilidad con un alto valor simbólico. No era un plan económico más, aspiraba –y en parte lo lograría– a ser el final de una era y el comienzo de otra, que duraría nada menos que diez años.

      A los dos años, en las elecciones de 1991, el Gobierno había avanzado a una velocidad crucero que nadie había previsto y, con una audacia indiscutible, había arriado las banderas históricas del peronismo y soportado muchas movilizaciones en contra: tanto de sectores del movimiento obrero, en ese momento conducidos por Saúl Ubaldini, como de la izquierda y los organismos de derechos humanos que llegaron a juntar 200 000 personas en contra del primer indulto en octubre de 1989. Nada de esto hizo mella en el Gobierno que no modificó ninguna medida. El periodista Bernardo Neustadt, un verdadero intelectual orgánico de las ideas neoliberales que había cumplido un rol importantísimo en la pedagogía neoliberal sobre las clases medias y sectores populares desde años atrás, organizó una movilización, la única de ese tiempo, en apoyo al presidente que se había animado a hacer las transformaciones que en muchos casos ni la dictadura se había atrevido. “La Plaza del Sí”, el 6 de abril de 1990, contó con la adhesión de, entre muchos otros, el empresario Mauricio Macri, y congregó a 80 000 personas, muy por debajo del número reunido por algunas movilizaciones en contra que tuvo Menem en los primeros dos años. Aun así, ese diferencial en la calle no se plasmaría en las urnas en las elecciones de medio término.

      Las elecciones legislativas transcurrieron entre agosto y diciembre de 1991, con el proceso de privatizaciones avanzado, con el frente militar solucionado, con una nueva moneda “igual” al dólar, con la reducción drástica de la inflación, con la vuelta de capitales vinculados al proceso de privatización y el rebote en todos los indicadores económicos después del pozo de 1989, cuando el salario real y la pobreza habían superado por mucho las peores marcas de la última dictadura militar.

      Comparando los primeros dos años de Cambiemos con los del menemismo vemos que en las primeras elecciones legislativas ambos sacaron el 41% de los votos. En el caso de Cambiemos perdió un 20% de los votos obtenidos en el ballotage, pero quedó muy arriba del 34% obtenido en la primera vuelta de 2015. En cambio, el PJ menemista pasó de un 49% a un 41%. Había retenido el 83% de los votos de 1989, que, para una elección legislativa donde el voto se diversifica más que en las presidenciales y en el marco de la acusación de haber traicionado el legado del peronismo aliándose con sus enemigos históricos, representó sin dudas un triunfo contundente. Sin embargo, esta simetría en los números expresa solo eso. Los procesos en el subsuelo de la economía y la política fueron bien diferentes.

      El rumbo drástico elegido por Carlos Menem estaba, a diferencia de Mauricio Macri, en sintonía con las profundas transformaciones operadas en el mundo: entre 1989 y 1991 cayó el Muro de Berlín, se disgregó la Unión Soviética y se proclamó el liberalismo económico y la democracia parlamentaria como receta única en un mundo ya definitivamente globalizado. El Consenso de Washington, en 1989, señaló diez ejes de una agenda económico-política para todos los países subdesarrollados: marcaba una agenda de privatizaciones, reducción del gasto público, reforma impositiva, liberalización de la inversión, de los mercados de capitales, de la tasa de interés y el fin de las regulaciones estatales como los puntos más importantes.

      Menem en este sentido logró articular la crisis del país con las corrientes intelectuales y políticas que estaban por consolidar su hegemonía en el mundo capitalista en el fin de la Guerra Fría. Para hacer crecer la fuerza de esta agenda para la Argentina, se apoyó, no solo en la elite económica y financiera, sino en buena parte de la dirigencia política: desde la creciente Unión de Centro Democrático hasta sectores del radicalismo y también del peronismo que fueron confluyendo en la idea de una salida neoliberal para la Argentina.

      Honorable Asamblea: para este presidente lo importante no es el aplauso que naturalmente se recibe en el momento de llegar y asumir sino el que pueda recibir en el momento de dejar la función y entregar el mando a otro presidente elegido por el pueblo. Esa será la medida para saber si he cumplido con mi deber frente a mis compatriotas.

      De la Rúa asumió con el 48% de los votos, diez puntos más que el ex vicepresidente del primer período de Menem y en ese entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde. El discurso frente a la Asamblea Legislativa del 10 de diciembre de 1999 de Fernando de la Rúa fue un discurso cuya centralidad estuvo en la impugnación de la corrupción vinculada a la década menemista. La pobreza, que había bajado sustancialmente en la comparativa de 1989 y los primeros años del menemismo, volvía a trepar al 26,5% pero, la gran novedad estaba en la desocupación, que nunca había llegado a dos dígitos, ni durante la dictadura militar, ni en el medio de la hiperinflación de 1989, cuando estaba en el 6%. En 1995, Menem ganó la reelección con la tasa de desempleo más alta de la historia argentina: 17,5%, sin contar todas las formas de empleo precario (subempleo o sobreempleo) que se acrecentaron durante la década de los noventa. En 1999 la desocupación había bajado del pico de 1995, pero estaba en el 13%.

      De la Rúa, en un discurso encorsetado en el formato y el diagnóstico neoliberal, atribuía la pobreza y el desempleo al problema de moralidad que representaba la corrupción y, por otro lado, al déficit fiscal. El cerco que se autoimponía la Alianza implicaría lo que ya se veía claramente en el discurso. No se tocaría la convertibilidad, no se tocaría el modelo de acumulación, no se cuestionaría el endeudamiento externo que crecía a paso continuo y firme desde 1993 por la imposibilidad de sostener la convertibilidad con recursos propios, siendo entonces la única salida el ajuste y la supuesta restauración moral. El latiguillo, que años después seguirá vigente, era que la plata faltaba en las escuelas y los hospitales porque se iba en corrupción.

      No había emociones ni pasiones en De la Rúa. Austeridad económica y de ideas en todos los niveles. No había grandes metas, ni grandes frases, ni un programa claro de gobierno. La época era la del neoliberalismo como cultura hegemónica, que ordenaba la economía con la reducción del Estado, el endeudamiento y el ajuste, y ordenaba la cultura con la despolitización de la sociedad y con la nueva fuerza creciente desde finales de los noventa: “la antipolítica”, que derivaría en la explosión de 2001 con la consigna “que se vayan todos”, que en los gritos de la calles expresaba un ánimo que como mucho le asignaba algún lugar para la política, ninguno para la dirigencia política. La corta etapa que se iniciaba sería la época del fin del consenso mayoritario a la Argentina configurada por el neoliberalismo.

      En la Alianza no había propuesta de reformas estructurales que se salieran de las que emanaban del Consenso de Washington y las exigencias del FMI: reforma laboral, principalmente, y la profundización de algunos procesos de privatización como el de YPF. El Gobierno de la Alianza vendería la acción de oro que había sobrevivido a la privatización del Gobierno de Carlos Menem. Los condicionantes, en 1983, eran un desafío para demostrar que la política podía ponerles límites a los poderes corporativos y dirigir un proceso de desarrollo e inclusión social. El incendio de 1989 devino en audacia política para transformar 180 grados el legado simbólico del peronismo y encajar drástica y rápidamente a la Argentina en la ola neoliberal post Guerra Fría. Los condicionantes de 1999, sobre todo la dependencia total al surtidor de dólares del FMI, hicieron que la política –en manos de la Alianza– se redujera solo a las abstracciones de moral en la gestión pública y de políticas sociales, no económicas, para paliar la pobreza. Pese a este programa tan precario que se presentaba como progresista, no hubo ni fin de la corrupción ni una eficiente política social.

      La Argentina tenía un déficit externo creciente, un dólar barato que destruía cualquier perspectiva productiva y fomentaba las ganancias en dólares de las empresas privatizadas y de los especuladores financieros. Una pobreza e indigencia en niveles históricos altísimos y una desocupación que, si bien no alcanzaba el pico de 1995, era apenas un poco más baja. Frente a ese panorama y al fuertísimo desprestigio de la política –que era parte de la hegemonía cultural del neoliberalismo, pero también consecuencia de la experiencia de diez años del Gobierno de Menem marcados por la impunidad y la corrupción–, el Gobierno de la Alianza nació débil, atado