causa de nuestros temores reside muy posiblemente en este exceso de precaución. Pero... ¿Importa realmente de dónde provienen nuestras dudas? Creo que no. No me corresponde analizar los porqués de las zonas conflictivas de la mente. A menudo, resulta imposible calcular cuáles son las verdaderas causas de las pautas negativas y, aunque las sepamos, el hecho de conocerlas no las cambia necesariamente. Creo que, si algo le preocupa, usted debe partir simplemente del punto en que está y hacer lo necesario para cambiarlo.
Usted sabe que no le gusta que la falta de confianza en sí mismo le impida conseguir lo que quiere de la vida. El saberlo crea un ángulo de enfoque muy nítido, como visto con láser, de lo que quiere ver cambiado. Usted no tiene necesidad de dispersar su energía preguntándose los porqués. Tanto da. Lo que importa, es que comience ahora a desarrollar su fe en sí mismo hasta llegar a un punto en que pueda decir:
Suceda lo que suceda, en cualquier situación,
¡Puedo afrontarlo!
Me parece oír por ahí a algunos escépticos diciendo: «Oh, vamos... ¿Cómo se puede afrontar una parálisis, la muerte de un hijo o un cáncer?». Comprendo su escepticismo. Recuerdo que, en otros tiempos, yo misma fui una escéptica. Me bastaba con leer y hojear el libro. Con darme a mí misma una oportunidad favorable usando las herramientas proporcionadas por ese libro. Al hacerlo, uno se acerca cada vez más a un nivel tan alto de fe en sí mismo que terminará por comprender que puede afrontar cualquier cosa que se le interponga en el camino. No olvide jamás estas tres palabritas... quizá las tres palabras más importantes que oiga jamás:
¡Yo puedo afrontarlo!
2. ¿No puede usted enfrentarse a ello?
Janet espera que su miedo se disipe. Proyectaba siempre volver a la universidad cuando sus hijos asistieran a la escuela, pero ahora advierte que han transcurrido cuatro años desde que el menor empezó la primaria. Desde entonces han surgido nuevas excusas: «Quiero estar aquí cuando los niños vuelven de la escuela». «En realidad, no necesitamos ese dinero.» «Mi marido se sentiría abandonado.»
Aunque es cierto que habría que elaborar determinada logística, ése no es el motivo de su vacilación; en realidad, su marido está dispuesto a ayudarla de todas las formas posibles. Le preocupa la inquietud de su esposa y la alienta a menudo a que realice el sueño de toda su vida de ser diseñadora de modas.
Cada vez que Janet piensa en telefonear a la universidad local para concertar una entrevista, algo la detiene. «Cuando no esté tan asustada, llamaré.» «Cuando me sienta algo mejor, telefonearé.» Lo más probable es que tenga que esperar mucho tiempo.
El problema reside en que su mente está muy confusa. La lógica que usa automáticamente la programa para el fracaso. Nunca quebrará la barrera del miedo hasta que tenga conciencia de su defectuoso razonamiento: simplemente, no «ve» lo que es evidente para los demás.
Eso tampoco me sucedió a mí hasta que me vi forzada a ello. Antes de mi divorcio, parecía más bien una niña; dejaba que mi marido asumiera todos los aspectos prácticos de mi vida. Después de mi divorcio, no tuve otra alternativa que hacer las cosas por mi cuenta. Pequeñeces tales como reparar yo misma la aspiradora me causaban una enorme satisfacción. La primera noche que invité gente a cenar a casa fue algo así como un salto monumental. El día que compré billetes para mi primer viaje sin un hombre fue una ocasión memorable.
Cuando empecé a hacer cosas por mi cuenta, empecé también a saborear la delicia que implicaba una naciente confianza en mí misma. Aquello no era del todo cómodo... en realidad, muchas de esas cosas eran muy incómodas. Me sentí como se siente un niño cuando empieza a caminar y se cae a menudo. Pero, con cada paso, me sentía un poco más segura de mi capacidad de controlar mi vida.
Cuando creció mi confianza en mí misma, esperé que el miedo desapareciera. Pero, cada vez que me arriesgaba a aventurarme en un territorio nuevo, me sentía asustada e insegura de mí misma. «Bueno –me dije–. Simplemente quédate donde estás. Seguramente el miedo desaparecerá.» ¡Pero no desapareció! Un día se encendió una luz en mi cerebro cuando descubrí de pronto la «verdad» siguiente:
Verdad 1
El miedo nunca desaparecerá mientras yo siga creciendo
Mientras yo siguiera internándome en el mundo, poniendo en tensión mis facultades, corriendo nuevos riesgos al realizar mis sueños, experimentaría miedo. ¡Qué revelación! Como Janet, como tantas lectoras de este libro, yo había crecido esperando que el miedo desapareciera antes de correr ningún riesgo. «Cuando yo no sienta ningún miedo... ¡entonces!» Durante la mayor parte de mi vida, yo había jugado al «entonces/cuando». Y ese juego nunca dio resultado.
Tampoco en este punto es probable que usted salte de alegría. Sé que esta revelación no es precisamente la que usted querría oír. Si sus reacciones son similares alas de mis alumnos, confiaba seguramente en que mis palabras de sabiduría disiparían milagrosamente sus temores. Lamento decir que esto no funciona así. Pero, antes de sentirse decepcionado, considere un alivio el hecho de que no haga falta trabajar tanto para liberarse del miedo. ¡No desaparecerá! No se preocupe. Cuando usted fortalezca su confianza en sí mismo con los ejercicios aquí sugeridos, su relación con el miedo se modificará de forma espectacular.
Poco después de haber descubierto la primera verdad, hice otro importante descubrimiento que contribuyó muchísimo a mi crecimiento.
Verdad 2
La única manera de liberarse del miedo a hacer algo es hacerlo
Esto parece contradecir a la primera verdad, pero no es así. El miedo a situaciones especiales desapareció cuando las afronté finalmente. El «hacerlo» viene antes de que desaparezca el miedo.
Puedo ilustrar esto narrando mi primera experiencia, cuando estudiaba para mi doctorado. Mi edad no era mucho mayor que la de mis actuales alumnos y enseñaba una asignatura en la que mi experiencia era dudosa: la psicología del envejecimiento. Esperé el primer período lectivo con un temor enorme. Durante los tres días anteriores a la clase, mi estómago parecía estar sobre una montaña rusa. Me había preparado durante ocho horas para una sola hora de clase. Tenía escrito a mano suficiente material para once disertaciones. Nada de esto disipaba mi miedo. Cuando llegó finalmente el primer día de clase, tuve una sensación tan horrible como si me mandaran a la guillotina. Cuando me encontré ante mis alumnos, sentí que mi corazón martilleaba y me temblaban las rodillas. No sé cómo, conseguí pasar ese período de clases... esperando intranquila que llegase el segundo y la semana siguiente.
A Dios gracias, las cosas marcharon mejor la vez siguiente. (De lo contrario, yo habría abandonado la enseñanza para siempre.) Empecé a familiarizarme con los rostros del aula y relacioné algunos de los nombres con los rostros. La tercera clase fue mejor que la segunda, ya entonces empecé a relajarme y a entrar en la corriente de los alumnos. En nuestra sexta sesión yo esperaba con impaciencia el momento de enfrentarme con mi curso. La interacción con mis alumnos era estimulante y excitante. Un día, cuando me acercaba al aula antes tan temida, me di cuenta de que ya no tenía miedo. Mi miedo se había convertido en una grata expectativa.
Tuve que impartir muchas clases distintas antes de sentirme cómoda al entrar a mi curso sin voluminosas notas. Pero llegó un día en que sólo disponía de un esbozo de una página de lo que me proponía abarcar en ese período. Comprendí hasta dónde había llegado. Sentí el miedo... y lo hice a pesar de todo. La consecuencia es que me libré del miedo a enseñar. Pero cuando llevé mi enseñanza al sector de la TV, volví a sentir miedo, hasta que mi «hágalo de todos modos» fue lo bastante habitual para eliminar mi temor a aparecer en televisión. Así fueron las cosas.
Además, otro aspecto del juego «entonces/cuando» que yo acostumbraba jugar tenía que ver con la autoestima. «Cuando me sienta mejor conmigo misma, lo haré.» Ésta es otra perogrullada. Yo pensaba sin cesar que, si podía mejorar de alguna forma la imagen de mí misma, el miedo desaparecería y podría empezar a realizar cosas. Pero no sabía con exactitud cómo mejorar mi imagen de mí misma. Quizá fuera sólo un problema de experiencia, de aprendizaje