Arthur Conan Doyle

Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes


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a cloroformo, y veo en uno de los costados de su sombrero de copa un bulto saliente que me indica dónde ha escondido su estetoscopio, tendría yo que ser muy torpe para no dictaminar que se trata de un miembro en activo de la profesión médica.

      No pude menos de reírme de la facilidad con que explicaba el proceso de sus deducciones, y le dije: -Siempre que le oigo aportar sus razones, me parece todo tan ridículamente sencillo que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad, aunque, en cada uno de los casos, me quedo desconcertado hasta que me explica todo el proceso que ha seguido. Y, sin embargo, creo que tengo tan buenos ojos como usted.

      -Así es, en efecto-me contestó, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón. Usted ve, pero no se fija. Es una distinción clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia los escalones para subir desde el vestíbulo a este cuarto.

      -Muchas veces.

      -¿Como cuántas?

      -Centenares de veces.

      -Dígame entonces cuántos escalones hay.

      -¿Cuántos? Pues no lo sé.

      -¡Lo que yo le decía! Usted ha visto, pero no se ha fijado. Ahí es donde yo hago hincapié. Pues bien: yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y, al mismo tiempo, me he fijado. A propósito, ya que le interesan a usted estos pequeños problemas, y puesto que ha llevado su bondad hasta hacer la crónica de uno o dos de mis insignificantes experimentos, quizá sienta interés por éste.

      Me tiró desde donde él estaba una hoja de un papel de cartas grueso y de color de rosa, que había estado hasta ese momento encima de la mesa. Y añadió: -Me llegó por el último correo. Léala en voz alta.

      Era una carta sin fecha, sin firma y sin dirección. Decía: Esta noche, a las ocho menos cuarto, irá a visitar a usted un caballero que desea consultarle sobre un asunto del más alto interés. Los recientes servicios que ha prestado usted a una de las casas reinantes de Europa han demostrado que es usted la persona a la que se pueden confiar asuntos cuya importancia no es posible exagerar. En esta referencia sobre usted coinciden las distintas fuentes en que nos hemos informado. Esté usted en sus habitaciones a la hora que se le indica, y no tome a mal que el visitante se presente enmascarado.

      -Este si que es un caso misterioso-comenté yo-. ¿Qué cree usted que hay detrás de esto?

      -No poseo todavía datos. Constituye un craso error el teorizar sin poseer datos. Uno empieza de manera insensible a retorcer los hechos para acomodarlos a sus hipótesis, en vez de acomodar las hipótesis a los hechos. Pero, circunscribiéndonos a la carta misma, ¿qué saca usted de ella?

      Yo examiné con gran cuidado la escritura y el papel.

      -Puede presumirse que la persona que ha escrito esto ocupa una posición desahogada -hice notar, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero. Es un papel que no se compra a menos de media corona el paquete. Su cuerpo y su rigidez son característicos.

      -Ha dicho usted la palabra exacta: característicos -comentó Holmes-. Ese papel no es en modo alguno inglés. Póngalo al trasluz.

      Así lo hice, y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúscula seguida de una t minúscula, entrelazadas en la fibra misma del papel.

      -¿Qué saca usted de eso?-preguntó Holmes.

      -Debe de ser el nombre del fabricante, o mejor dicho, su monograma.

      -De ninguna manera. La G mayúscula con t minúscula equivale a Gesellschaft, que en alemán quiere decir Compañía. Es una abreviatura como nuestra Cía. La P es, desde luego, Papier. Veamos las letras Eg. Echemos un vistazo a nuestro Diccionario Geográfico.

      Bajó de uno de los estantes un pesado volumen pardo, y continuó: -Eglow, Eglonitz… Aquí lo tenemos, Egria. Es una región de Bohemia en la que se habla alemán, no lejos de Carlsbad. Es notable por haber sido el escenario de la muerte de Vallenstein y por sus muchas fábricas de cristal y de papel. -Ajajá, amigo mío, ¿qué saca usted de este dato?

      Le centelleaban los ojos, y envió hacía el techo una gran nube triunfal del llamo azul de su cigarrillo.

      -El papel ha sido fabricado en Bohemia -le dije.

      -Exactamente. Y la persona que escribió la carta es alemana, como puede deducirse de la manera de redactar una de sus sentencias. Ni un francés ni un ruso le habrían dado ese giro. Los alemanes tratan con muy poca consideración a sus verbos. Sólo nos queda, pues, por averiguar qué quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y que prefiere usar una máscara a mostrar su cara. Pero, si no me equivoco, aquí está él para aclarar nuestras dudas.

      Mientras Sherlock Holmes hablaba, se oyó estrépito de cascos de caballos y el rechinar de unas ruedas rozando el bordillo de la acera, todo ello seguido de un fuerte campanillazo en la puerta de calle. Holmes dejó escapar un silbido y dijo: -De dos caballos, a juzgar por el ruido.

      Luego prosiguió, mirando por la ventana:

      -Sí, un lindo coche brougham, tirado por una yunta preciosa. Ciento cincuenta guineas valdrá cada animal. Watson, en este caso hay dinero o, por lo menos, aunque no hubiera otra cosa.

      -Holmes, estoy pensando que lo mejor será que me retire.

      -De ninguna manera, doctor. Permanezca donde está. Yo estoy perdido sin mi Boswell . Esto promete ser interesante. Sería una lástima que usted se lo perdiese.

      -Pero quizá su cliente…

      -No se preocupe de él. Quizá yo necesite la ayuda de usted y él también. Aquí llega. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos su mayor atención.

      Unos pasos, lentos y fuertes, que se habían oído en las escaleras y en el pasillo se detuvieron junto a la puerta, del lado exterior. Y de pronto resonaron unos golpes secos.

      -¡Adelante! -dijo Holmes. Entró un hombre que no bajaría de los seis pies y seis pulgadas de estatura, con el pecho y los miembros de un Hércules. Sus ropas eran de una riqueza que en Inglaterra se habría considerado como lindando con el mal gusto. Le acuchillaban las mangas y los delanteros de su chaqueta cruzada unas posadas franjas de astracán, y su capa azul oscura, que tenía echada hacia atrás sobre los hombros, estaba forrada de seda color llama, y sujeta al cuello con un broche consistente en un berilo resplandeciente. Unas botas que le llegaban hasta la media pierna, y que estaban festoneadas en los bordes superiores con rica piel parda, completaban la impresión de bárbara opulencia que producía el conjunto de su aspecto externo. Traía en la mano un sombrero de anchas alas y, en la parte superior del rostro, tapándole hasta más abajo de los pómulos, ostentaba un antifaz negro que, por lo visto, se había colocado en ese mismo instante, porque aún tenía la mano puesta en él cuando hizo su entrada. A juzgar por las facciones de la parte inferior de la cara, se trataba de un hombre de carácter voluntarioso, de labio inferior grueso y caído, y barbilla prolongada y recta, que sugería una firmeza llevada hasta la obstinación.

      -¿Recibió usted mi carta? -preguntó con voz profunda y ronca, de fuerte acento alemán-. Le anunciaba mi visita.

      Nos miraba tan pronto al uno como al otro, dudando a cuál de los dos tenía que dirigirse.

      -Tome usted asiento por favor -le dijo Sherlock Holmes-. Este señor es mi amigo y colega, el doctor Watson, que a veces lleva su amabilidad hasta ayudarme en los casos que se me presentan ¿A quién tengo el honor de hablar?

      -Puede hacerlo como si yo fuese el conde von Kramm, aristócrata bohemio. Doy por supuesto este caballero amigo suyo es hombre de honor discreto al que yo puedo confiar un asunto de la mayor importancia. De no ser así, preferiría muchísimo tratar con usted solo.

      Me levanté para retirarme, pero Holmes me agarró de la muñeca y me empujó, obligándome a sentarme.

      -O a los dos, o a ninguno -dijo-. Puede usted hablar delante de este caballero todo cuanto quiera decirme a mí.

      El conde encogió sus anchos hombros, y dijo:

      -Siendo así,