teatro, como las actrices Claudia Pérez (que junto a su compañía Chilean Business hizo varias adaptaciones de sus crónicas) y Luz Croxatto. Además de su hermano Jorge y su sobrina Daniela, quien administra buena parte de su legado. No faltaron sus amigos cercanos: el cantante Jaime Lepé, el director de arte José Miguel Manríquez, el escritor Juan Pablo Sutherland, la actriz Liliana García, la escritora Gilda Luongo, el librero, editor y poeta Sergio Parra, y Óscar Contardo, autor del mejor perfil que se ha escrito sobre Lemebel.
Acorde a la estética barroca que Lemebel imprimía a sus escritos y presentaciones, su despedida fue un carnaval con tambores, bailes, pancartas, show musicales, discursos y performances. “El templo se convirtió en plaza pública. El aroma de la marihuana se mezcló con las flores rojas y el incienso budista con las fotos de la mariquita linda llevada por una anciana popular, por un trabajador o una loca vieja devota de Fray Andresito”, escribió Juan Pablo Sutherland una semana después.
Adiós Mariquita Linda se titula uno de los libros de Lemebel. Y el rótulo fue replicado en varias pancartas que despedían al cronista. La banda sonora era otra. “¡Compañero Pedro Lemebel. Presente!”: repetía la muchedumbre, acompañada por abundantes banderas impresas con la hoz y el martillo. El color rojo, el mismo de los zapatos que el cronista se llevó a la tumba, dominaba la escena. Estaba la diputada Karol Cariola y una serie de dirigentes, militantes y adherentes del Partido Comunista. Lemebel fue despedido como si fuera un emblema de esa colectividad, en circunstancias de que jamás militó en el partido.
Fotografía cortesía de Leonora Calderón.
El trofeo disputado
La organización del funeral estuvo a cargo de Constanza Farías, quien lo asistió durante toda su enfermedad y se hizo cargo de la producción de sus últimas presentaciones públicas. Técnica en sonido, conoció a Lemebel en radio Tierra, cuando realizaba su programa de crónicas musicalizadas, “Cancionero”, que se emitió entre 1994 y 2002. Volvieron a encontrarse hacia el 2010 y ella se convirtió en la encargada de amplificar la voz del escritor que, tras la extirpación de sus cuerdas vocales por el cáncer, era una “hilacha de ultratumba”, como él decía. Ella fue, además, quien lo convenció de dejar el copete y adoptar una dieta vegana –“que no es la del lagarto”, decía él–, régimen que Lemebel practicó disciplinadamente en sus últimos años.
“Tratamos de hacer un funeral lo más atípico posible”, cuenta la sonidista. Constanza Farías puso toda la música que a él le gustaba, la que usaba en sus presentaciones, la que escuchaba en su casa. Como a las 11 de la noche llegaron las travestis a la iglesia y vaciaron una botella de pisco en el cajón, mientras sonaba Chavela Vargas. “Hasta pitos se fumaron en la iglesia, fue rarísimo. Es que los frailes esos eran muy simpáticos”, dice Constanza. El padre Claudio Pumarino confiesa que cuando le pidieron hacer ahí la ceremonia lo dudó, previendo la fauna revoltosa que invadiría la iglesia. “No fue fácil tomar la decisión, sabiendo a lo que nos exponíamos. Pero fue una experiencia muy bonita para nosotros, abrimos un espacio que comúnmente no se abre. Se dio una realidad afectiva, celebrativa, a pesar de las copas de vino, de un pito más o un pito menos, hubo un ambiente de mucho respeto hacia el espacio. La iglesia es madre y una mamá quiere a sus hijos tal cual son”.
Como venía sucediendo desde comienzos del 2000, al momento de morir el cronista estaba en mitad del fuego cruzado entre sus más antiguos afectos (que le reclamaban fidelidad y consecuencia con su marginalidad) y los nuevos compromisos que había ido adquiriendo al convertirse en una figura cultural reconocida. Así es que las diferencias respecto del lugar del velatorio siguieron con nuevos motivos. La ministra de Cultura estaba también tironeada. Era una autoridad en ese momento, pero a la vez formaba parte de su círculo de mujeres aguerridas, que fueron querencias entrañables de Lemebel. “Yo no tengo amigos, tengo amores”, decía él en su presentación de Twitter (Lemebel era hiperactivo en las redes). Y nunca se le conoció una pareja estable. Su intimidad sexual, fortuita, callejera y con clara preferencia por jóvenes heterosexuales, era un asunto bastante privado, aunque siempre lo ficcionó en sus escritos.
Con Barattini se conocieron también en radio Tierra, que pertenecía a La Morada, agrupación de mujeres de la cual fue directora. Muchos años después, le daría su decidido apoyo durante el difícil primer año de gestión ministerial, tras el cual dejó el cargo. De hecho, fue él quien la acompañó como pareja a la ceremonia de nombramiento, por consejo de su equipo asesor, que le recomendó ir con un artista. Así es que como ya era amiga, llamó a Lemebel, quien aceptó de inmediato. “Me dijo: ‘¿Cómo quieres que vaya vestida? ¿Voy de reina?’. ‘No pos’, le contesté. ‘Si aquí la reina soy yo’. Lo pasé a buscar y estaba vestido entero de amarillo, con zapatillas. Llegamos juntos y nadie comentó nada”, cuenta.
Pero no era su amistad lo que la ministra quería hacer valer el día del funeral, sino la importancia del personaje para Chile: “No tenía ninguna duda de que Pedro debía ser despedido con los máximos honores de Estado”, afirma. Por supuesto, Barattini preparó el discurso que pronunciaría en la despedida. Pero ese mismo día, desde el círculo más estrecho de Lemebel, le informaron que no habría discursos oficiales. “O sea, la ministra de Cultura del país no podía hablar porque se lo impedía la patota de amigos. Insólito”, recuerda ella. Dice que la “patota” era muy fuerte y que se produjo una tensión enorme. Finalmente, el grupo se juntó y decidieron que, en consideración a su amistad con Pedro (aunque no tan “amiga” como ellos) iban a hacer una excepción, pero que no podía hablar como ministra sino que a título personal. Y el acuerdo era que cada uno leería una frase de un texto del autor. “Así que yo tenía que pasar adelante, entre una cola de gente, y leer la frase cuando me tocara el turno”, indica Barattini.
Imposible obedecer a las instrucciones en medio del bullicio pasional que reinaba. Así es que decidió leer de todas formas lo que tenía preparado. En eso estaba cuando la sobrina de Lemebel la interrumpió. “Se acercó y delante de todos me dijo: ‘Ministra, esto es una falta de respeto’. Algunos me pifiaban y otros aplaudían para que siguiera hablando. Fue un caos”, relata.
Lo cierto es que distintos personajes que rodearon a Lemebel se disputaron y se siguen disputando derechos sentimentales sobre su figura: incluso se pelearon por quién llevaba el cajón.
El enfrentamiento funerario de sus amigos, nada de discreto, apenas se coló en la prensa de los días posteriores, deslumbrada con el carácter carnavalesco y multitudinario de la despedida. Tampoco los medios hablaron de los momentos de solemnidad, que fueron igualmente álgidos. Como cuando un violinista interpretó la melodía de la Internacional (himno del Partido Comunista) y, especialmente, cuando el templo se inundó con los ecos de un canto de sanación daimista, ejecutado por Jaime Lepé, una de las amistades más largas que tuvo el cronista. Lo conoció en 1972, cuando era un adolescente. El primer encuentro sucedió en la plazoleta que estaba detrás del edificio de la UNCTAD, actual GAM, donde carreteaba la juventud liberada de la Unidad Popular. “Todo lo que pasaba en Chile pasaba en esa plaza. Un día llegó Pedro con una amiga, y yo andaba con una gata siamesa. Entonces Pedro llega y dice: ‘Este sale a maraquiar con el gato’. Esa fue su presentación. Me quedé para adentro. No lo conocía y me llamó la atención su visualidad, sus cejas depiladas, muy finas, se veía rarísimo. Yo solo se las había visto a Marlene Dietrich”, señala Lepé.
Hace muchos años que Jaime Lepé pertenece al culto del Santo Daime, una corriente brasilera que junta elementos de la religiosidad cristiana con otras vertientes vernáculas y que utiliza el ayahuasca en sus rituales de percepción de la divinidad. Entre sus heterodoxas búsquedas, Lemebel también se interesó en esta práctica. “A Pedro le interesaba todo, pero no comulgaba con nada. Podía practicar distintas cosas, combinar múltiples influencias. En el último tiempo tuvo mucho miedo y quiso aferrarse a cualquier cosa que pudiera darle una esperanza de revertir la enfermedad”, dice Lepé.
Este gusto por el sincretismo estaba representado en un altar que tenía en su casa, con toda suerte de imágenes religiosas. “Por fetichismo nomás, a lo mejor por decoración”, decía riéndose. Y aunque le interesaba la experiencia mística,