Catalina Mena

Pedro Lemebel


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más bien defendía la libertad de tener deseos contradictorios y cambiar de opinión. Le fascinaban los símbolos, las virgencitas, la hoz y el martillo, también las plumas, y jugaba con los fetiches manteniendo siempre la sospecha ante cualquier discurso con pretensiones de verdad.

      Pocos días antes de morir, Lemebel comentó: “¿Tú sabes que yo tomo ayahuasca? Yo le digo la ‘náusea celestial’. Es fuerte la cosa. Siempre que he tomado es sagrado. Hay algo en esa planta, un dios líquido, que te lo tomas y te brota de los poros”.

      Población callampa, toma de fundo San Miguel, 1968. Fotografía cortesía de Colección Museo Histórico Nacional.

      Callampas y guarisapos

      “Y si uno cuenta que vio la primera luz del mundo en el Zanjón de la Aguada, ¿a quién le interesa? ¿A quién le importa? Menos a los que confunden ese nombre con el de una novela costumbrista. Ni a los que no saben, ni sabrán nunca, qué fue ese piojal de la pobreza chilena. (…) Una ribera de ciénaga donde a fines de los años 40 se fueron instalando unas tablas, unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en cualquier parte, como si fueran hongos que por milagro brotan después de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria”, escribe Pedro Lemebel en su libro Zanjón de la Aguada, publicado en 2003. Allí despliega relatos de su infancia, abriendo un juego biográfico ornamentado por la ficción. Sean o no ciertas, sus anécdotas retratan el escenario y las vicisitudes que marcaron su niñez en los años 50 de un Chile pobre. Hay una mezcla de ternura infantil, humor y crudeza en su tono, como en la crónica “Mi primer embarazo tubario”, en la que narra que, siendo una guagua que gateaba curiosa por la intemperie, un día se acercó para tomar del agua sucia del zanjón y se agarró una violenta infección estomacal. Su madre, tras esperar varias horas para que los atendieran en el policlínico, le dio a tomar un purgante que le entregó la doctora y, ante la sorpresa de todos (incluida la de él mismo, según ficciona), la guagua expulsó en la bacinica una especie de guarisapo que, por varios días, había pataleado en su panza.

      Cuando el libro se lanzó, Lemebel ya había publicado volúmenes de crónicas como La esquina es mi corazón (1995), Loco afán (1996) y De perlas y cicatrices (1998), y a algunos críticos les pareció que se estaba repitiendo con sus temas. Pero el barro, la mugre y la consabida pobreza eran contrastadas con potencia en este libro con la imagen redentora y muy cinematográfica de mujeres que cuelgan pañales y sábanas al sol, esforzadamente lavados a mano y blanqueados con cloro, como banderas de resistencia contra la miseria.

      Las mujeres eran importantes. Y es que Lemebel en realidad era el apellido de su madre, costurera; el de su padre era Mardones. El cronista explicó a fines de los 80 el sentido de esta alternancia: “Fue un gesto de alianza con lo femenino, inscribir el apellido materno, reconocer a mi madre huacha desde la ilegalidad homosexual y travesti”, dijo.

      Del Zanjón de la Aguada, hasta donde la familia fue a parar tras ser desalojada de algún conventillo céntrico (según relata también en esta crónica), los Mardones ­Lemebel se fueron a vivir a un bloc de viviendas sociales en Departamental, comuna de San Miguel, ya a mediados de los 60. La población se llamaba Obreros Molineros y Panificadores. Pedro estudió en un liceo industrial donde se enseñaba forja de metal y mueblería y después egresó como profesor de Artes Plásticas de la Universidad de Chile. Fue el primero de su familia en estudiar en la universidad y el segundo de su población. Aunque luego renegaría del sistema del arte, así como de cualquier otro sistema, sacó el título, lo que demuestra que la contienda entre querer y no querer pertenecer a la institución fue un rasgo que marcó desde el comienzo su historia. Y al final siempre le dio la pasada al placer, porque Lemebel nunca dejó de expresarse. Le gustaba mucho dibujar y también escribía desde que tenía 20 años.

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