Plato

Obras Completas de Platón


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de cada una; a Calíope, que es la de mayor edad, y a Urania, la de menor, dan a conocer a los que dedicados a la filosofía cultivan las artes que les están consagradas. Estas dos musas, que presiden a los movimientos de los cuerpos celestes y a los discursos de los dioses y de los hombres, son aquellas cuyos cantos son melodiosos. He aquí materia para hablar y no dormir en esta hora del día.

      FEDRO. —Pues bien, hablemos.

      SÓCRATES. —Nos propusimos antes examinar lo que constituye un buen o mal discurso, escrito o improvisado. Comencemos este examen, si gustas.

      FEDRO. —Muy bien.

      SÓCRATES. —¿No es necesario para hablar bien conocer la verdad sobre aquello de que se intenta tratar?

      FEDRO. —He oído decir con este motivo, mi querido Sócrates, que el que ha de ser orador no necesita saber lo que es verdaderamente justo, sino lo que parece tal a la multitud encargada de decidir; ni tampoco lo que es verdaderamente bueno y bello, sino lo que tiene las apariencias de la bondad y de la belleza. Porque es la verosimilitud, no la verdad, la que produce la convicción.

      SÓCRATES. —No hay que desechar las palabras de los sabios,[18] mi querido Fedro, pero también es preciso examinar lo que ellas significan. Y lo que acabas de decir debe llamar toda nuestra atención.

      FEDRO. —Tienes razón.

      SÓCRATES. —Procedamos de esta manera.

      FEDRO. —Veamos.

      SÓCRATES. —Si yo te aconsejase que compraras un caballo para servirte de él en los combates, y ni tú ni yo hubiéramos visto caballos, pero supiese yo, que Fedro llama caballo al que mejor oído tiene entre los animales domésticos…

      FEDRO. —Quieres reírte, Sócrates.

      SÓCRATES. —Aguarda. La cosa sería mucho más ridícula, si, queriendo persuadirte seriamente, compusiese un discurso, en el que hiciese el elogio del asno, dándole el nombre de caballo, y si dijese que es un animal muy útil para la casa y para el ejército, que puede cualquiera defenderse montado en él, y que es muy cómodo para la conducción de efectos y bagajes.

      FEDRO. —Sí, eso sería el colmo del ridículo.

      SÓCRATES. —Pero ¿no vale más ser ridículo, pero inofensivo, que peligroso y dañino?

      FEDRO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Cuando un orador, ignorando la naturaleza del bien y del mal, encuentra a sus conciudadanos en la misma ignorancia, y les persuade, no a tomar por caballo la sombra de un asno,[19] sino el mal por el bien; cuando, apoyado en el conocimiento que tiene de las preocupaciones de la multitud, la arrastra por malas sendas, ¿qué frutos podrá recoger la retórica de lo que haya sembrado?

      FEDRO. —Frutos bien malos.

      SÓCRATES. —Pero quizá, mi querido amigo, hemos tratado el arte oratorio con poco respeto, y quizá nos podría responder que de nada sirven todos nuestros razonamientos, que él no fuerza a nadie a aprender a hablar, sin conocer la naturaleza de la verdad, pero que si se le da crédito, es conveniente conocerla antes de recibir sus lecciones, si bien no duda en proclamar muy alto que, sin sus lecciones de bien hablar, de nada sirve el conocimiento de la verdad para persuadir.

      FEDRO. —Y ¿no tendría razón para hablar así?

      SÓCRATES. —Yo convendría en ello si las voces que se levantan por todas partes, confesasen que la retórica es un arte. Pero se me figura oír a algunos que protestan en contra y que afirman que no es un arte, sino un pasatiempo y una rutina frívola. «No hay, dice un laconio,[20] verdadero arte de la palabra, fuera de la posesión de la verdad, ni lo habrá jamás».

      FEDRO. —También yo oigo esos rumores, mi querido Sócrates. Haz comparecer estos adversarios de la retórica, y veamos lo que dicen.

      SÓCRATES. —Venid, apreciables jóvenes, cerca de mi querido Fedro, padre de los demás jóvenes que se os parecen; venid a persuadirle de que, sin conocer a fondo la filosofía, nunca será capaz de hablar bien sobre ningún objeto. Que Fedro os responda.

      FEDRO. —Interrogad.

      SÓCRATES. —En general, la retórica ¿no es el arte de conducir las almas por la palabra, no solo en los tribunales y en otras asambleas públicas, sino también en las reuniones particulares, ya se trate de asuntos ligeros, ya de grandes intereses? ¿No es esto lo que se dice?

      FEDRO. —No, ¡por Zeus!, no es precisamente eso; el arte de hablar y de escribir sirve, sobre todo, en las defensas del foro, y también en las arengas políticas. Pero no he oído que se extienda a más.

      SÓCRATES. —Tú no conoces más que los tratados de retórica de Néstor y de Odiseo, que compusieron en momentos de ocio durante el sitio de Ilión. ¿Nunca has oído hablar de la retórica de Palamedes?

      FEDRO. —No, ¡por Zeus!, ni tampoco las retóricas de Néstor y Odiseo, a menos que tu Néstor sea Gorgias, y tu Odiseo Trasímaco o Teodoro.

      SÓCRATES. —Quizá, pero dejémoslos. Dime, en los tribunales, ¿qué hacen los adversarios? ¿No sostienen el pro y el contra? ¿Qué dices a esto?

      FEDRO. —Nada más cierto.

      SÓCRATES. —¿Pelean y abogan por lo justo y lo injusto?

      FEDRO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Por consiguiente, el que sabe hacer esto con arte hará parecer la misma cosa y a las mismas personas justa o injusta, según él quiera.

      FEDRO. —¿Y qué?

      SÓCRATES. —Y cuando hable al pueblo, sus conciudadanos juzgarán las mismas cosas ventajosas o funestas a gusto de su elocuencia.

      FEDRO. —Sí.

      SÓCRATES. —¿No sabemos que el Palamedes de Elea[21] hablaba con tanto arte que presentaba a sus oyentes las mismas cosas semejantes y desemejantes, simples y múltiples, en reposo y en movimiento?

      FEDRO. —Ya lo sé.

      SÓCRATES. —El arte de sostener las proposiciones contradictorias no es solo del dominio de los tribunales y de las asambleas populares, sino que, al parecer, si hay un arte que tiene por objeto el perfeccionamiento de la palabra, abraza toda clase de discursos, y hace capaz al hombre para confundir siempre todo lo que puede ser confundido, y de distinguir todo lo que el adversario intenta confundir y oscurecer.

      FEDRO. —¿Cómo lo entiendes tú?

      SÓCRATES. —Creo que la cuestión se ilustrará si tú sigues este razonamiento. ¿Se producirá más fácilmente esta ilusión en las cosas muy diferentes o en las que se diferencian muy poco?

      FEDRO. —En estas últimas, evidentemente.

      SÓCRATES. —Si mudas de lugar y quieres hacerlo sin que se aperciban de ello, ¿deberás desviarte poco a poco o alejarte a paso largo?

      FEDRO. —La respuesta no es dudosa.

      SÓCRATES. —El que se propone engañar a los demás, sin tenerse él mismo por engañado, ¿será capaz de reconocer exactamente las semejanzas y diferencias de las cosas?

      FEDRO. —Es de toda necesidad que las reconozca.

      SÓCRATES. —¿Pero es posible, cuando se ignora la verdadera naturaleza de cada cosa, reconocer lo que en las otras cosas se parece poco o mucho a aquella que se ignora?

      FEDRO. —Eso es imposible.

      SÓCRATES. —¿No es evidente que toda opinión falsa procede solo de ciertas semejanzas que existen entre los objetos?

      FEDRO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Y que no se puede poseer el arte de hacer