se hace imposible, se desvanece y se anonada él mismo. En efecto, si el placer solo existe para nosotros con la conciencia de que lo tenemos, y si la idea de un placer, que experimentamos sin saberlo, equivale a la negación del placer mismo, evidentemente con el sentimiento de este se mezcla siempre un elemento de otra naturaleza, cuya exclusión lleva consigo la del placer mismo. Por lo tanto, el placer no se basta, y la vida que puede proporcionar no es apetecible, y si se quiere, ni aun posible, y así no constituye el soberano bien.
Otro tanto debe decirse de la sabiduría. Porque reducida solo a los bienes de la inteligencia y de la ciencia, por extensa que se la suponga, ningún hombre se consideraría dichoso sin placeres y sin dolores de clase alguna. La vida sabia, como la de placer, no se basta, y por consiguiente, tampoco constituye la felicidad.
Solo falta que la vida dichosa resulte de una mezcla de la sabiduría y del placer; pero ¿cuál de los dos será el elemento preponderante, y cuál debe mirarse, no como el bien mismo, sino como causa del bien? Filebo sostiene naturalmente la superioridad del placer; Sócrates está por la sabiduría, y no duda en afirmar que si el primer rango es debido necesariamente a un principio desconocido, que hace dichosa la vida mezclada de los dos elementos en cuestión, da el segundo rango, por corresponderle de derecho, a la inteligencia, porque tiene más afinidad que el placer con este principio de bien, y se ofrece a suministrar la prueba de esta proposición, que sienta en primer término.
La cuestión de preeminencia entre la inteligencia y el placer aparece aquí resuelta con razones metafísicas. Sócrates, volviendo a ideas que no había hecho más que indicar en el principio del Filebo, abraza, en cierta manera, de una mirada todos los seres del universo, y los divide en dos grandes grupos; comprendiendo en el primero los que participan del infinito, que es preciso entender aquí en el sentido de indeterminado, siendo de este número lo más y lo menos, lo fuerte y lo suave; en una palabra, todo lo que se resiste a una determinación precisa, y en el segundo, los seres finitos, es decir, determinados de una manera cualquiera, como lo igual y la igualdad, lo doble, etcétera. Después de estos dos primeros órdenes de existencia se concibe un tercero, en el que lo indeterminado y lo determinado se combinan, estableciéndose un acuerdo entre lo finito y lo infinito, para producir seres mixtos, tales como la naturaleza sensible nos los presenta. Pero hay un principio de estas tres especies de seres; un principio distinto de las tres, como una causa es distinta de su efecto. Esta causa productora constituye evidentemente una cuarta especie, que completa la clasificación de todos los seres y de todas las maneras de ser posibles. Si ahora examinamos en qué clase es preciso colocar la vida mezclada de placer y de sabiduría, aceptada ya por una y otra parte como única capaz de constituir la felicidad, es claro que pertenece a esta manera de ser mixta, en la que lo finito y lo infinito se mezclan, porque es propio de la sabiduría y del placer ser a la vez infinitos e indeterminados, por su naturaleza, y finitos y determinados en la vida real. Y así esta existencia se coloca con razón en el tercer rango.
¿Pero a qué orden corresponde el placer, y a cuál la inteligencia, tomados cada uno en sí mismo? Éste es el secreto de la preeminencia del uno o del otro, según que por su naturaleza se aproximan o se alejan del primer rango de los seres, del Bien. Admitamos que el placer sea de la especie del infinito, que corresponde al segundo rango en el orden de las existencias; resta saber, si la sabiduría le es superior o no. Es claro, que si por su esencia está más próxima a la causa productora de toda existencia, necesariamente tiene la mayor parte en la mezcla del placer y de la sabiduría, que forma la vida dichosa, y que es más causa de la felicidad que el placer, siendo casi el placer mismo. Ésta es efectivamente la conclusión a la que llega Sócrates. No concibe un principio de las cosas desprovisto de sabiduría, de inteligencia y de razón; afirma, por el contrario, que este principio es a sus ojos una inteligencia suprema, una sabiduría absoluta, y la prueba la encuentra en el aspecto del universo. Lo compara al hombre, que es un compuesto de agua, de aire, de tierra y de fuego, estos cuatro elementos primordiales de los antiguos, unidos a un alma, fuerza vital y conservadora a la vez, que procede de la causa primera y creadora, y cree firmemente que el universo, que es también un cuerpo compuesto de los mismos elementos, pero más complicado aún y más admirable que el cuerpo humano, no puede menos de tener un alma que lo anime y que lo gobierne. Esta alma, que bajo tantos aspectos merece los nombres de sabiduría y de inteligencia, es de igual género que la misma causa primera. He aquí por lo tanto la sabiduría identificada con la causa primera, y colocada de hecho por encima del placer. Por lo tanto, en su mezcla con el placer, es la sabiduría verdaderamente el elemento predominante, es decir, el elemento determinante de la felicidad.
Después de esta argumentación, tan fuerte y tan elevada, en favor de la sabiduría, Sócrates, recurriendo a nuevos argumentos, propone estudiar en su lugar, en su origen, en sus caracteres y sus diferencias, la sabiduría y el placer; comenzando por este, sin olvidar el dolor, que está estrechamente unido a aquel.
He aquí los resultados de este estudio minucioso y delicado, modelo admirable de análisis psicológico, y que es quizá la parte más interesante del Filebo.
Las afecciones del placer y del dolor pertenecen a una naturaleza finita, dotada de un cuerpo y un alma, a un compuesto de elementos diversos, que aspiran a mantenerse en equilibrio y en una proporción perpetuamente movible y variable, cuyo restablecimiento produce el placer con el orden, y cuya dislocación produce el desorden con el dolor; afecciones que solo convienen al animal y al hombre, y de ninguna manera a la naturaleza divina, simple e infinita en sí, incapaz igualmente de gozar y de sufrir. Platón relega también al dominio de la fábula la vieja historia de los dioses, y hace concebir, acerca de la persona divina, una idea, que oscurecía aún el antropomorfismo, que en todos tiempos la ha falseado.
Ciertas afecciones solo tocan al cuerpo, pero el alma tiene también sus dolores y sus placeres, que le son comunes con el cuerpo, gracias a la memoria que guarda, por decirlo así, el recuerdo de todas nuestras modificaciones sensibles, ya de una manera espontánea, pero vaga e incompleta, ya por una reflexión voluntaria, debida clara y completamente al esfuerzo de la reminiscencia. Esta especie de memoria es aquella de la que nace el deseo que se encuentra también unido a la inteligencia.
La verdad y la falsedad son condiciones del placer y del dolor, lo mismo que de nuestras opiniones, tan pronto conformes con su objeto como disconformes; es un placer falso la alegría por un suceso irrealizable; es un dolor falso el temor de una desgracia imaginaria. El placer y el dolor verdaderos tienen siempre un objeto real.
El alma no está necesariamente en un estado continuo de placer o de pena, opinión que concuerda con la precedente: que ciertas afecciones solo interesan al cuerpo. En efecto, si el alma no tiene conciencia de todos los fenómenos de la sensibilidad, pueden concebirse momentos en que no tenga placer, ni pena.
Platón en este pasaje alude a la opinión, bien conocida en su tiempo en Grecia, de Antístenes y de sus secuaces sobre el placer y el dolor. Era esta la escuela de los cínicos, quienes, por horror al placer y a sus consecuencias, negaban que existiese un placer en sí mismo; y rehusándole todo carácter positivo y real, lo definían como la ausencia del dolor. Según ellos no hay placer verdadero. Alejándose de la escuela cínica, Platón toma de ella argumentos contra los sensualistas exagerados, y entre otros el siguiente: «Los placeres mayores y más vivos no son los mejores; primero, porque no se obtienen sino al precio de los deseos más violentos y de las necesidades más exigentes, es decir, al precio de los dolores inevitables; y segundo, porque no pertenecen a la vida del sabio, quien sostiene la prudente máxima: nada en demasía; sino que siguen al estragado, que se entrega al placer sin prudencia y sin freno». Otro argumento de la misma escuela: «Gran número de placeres y de dolores, tanto del cuerpo como del alma, propenden a una mezcla íntima de dolor y de placer, de tal modo confundidos, que es imposible excluir el uno sin el otro, por más que sea justo decir que tan pronto es el dolor el que predomina como es el placer».
Pero la existencia de estos placeres mezclados, no prueba nada contra la realidad de otros sin mezcla, aquellos que Platón llama placeres verdaderos. Éstos no tienen por objeto el espectáculo móvil y variable de las figuras, de los colores, de los sonidos, de las apariencias de todas clases, que nos ofrece el mundo sensible.
Filebo