una tradición de los antiguos, que conocían la verdad. Si nosotros pudiésemos descubrirla por nosotros mismos, ¿nos inquietaríamos aún de que los hombres hayan pensado antes que nosotros?
FEDRO. —¡Donosa cuestión! Refiéreme, pues, esa antigua tradición.
SÓCRATES. —Me contaron que cerca de Náucratis,[35] en Egipto, hubo un dios, uno de los más antiguos del país, el mismo a que está consagrado el pájaro que los egipcios llaman Ibis. Este dios se llamaba Tot.[36] Se dice que inventó los números, el cálculo, la geometría, la astronomía, así como los juegos del ajedrez y de los dados, y, en fin, la escritura.
El rey Thamos reinaba entonces en todo aquel país, y habitaba la gran ciudad del alto Egipto, que los griegos llaman Tebas egipcia, y que está bajo la protección del dios que ellos llaman Ammón. Tot se presentó al rey y le manifestó las artes que había inventado, y le dijo lo conveniente que era extenderlas entre los egipcios. El rey le preguntó de qué utilidad sería cada una de ellas, y Tot le fue explicando en detalle los usos de cada una; y según que las explicaciones le parecían más o menos satisfactorias, Thamos aprobaba o desaprobaba. Se dice que el rey alegó al inventor, en cada uno de los inventos, muchas razones en pro y en contra, que sería largo enumerar. Cuando llegaron a la escritura:
«¡Oh rey!, le dijo Tot, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener.[37] —Ingenioso Tot, respondió el rey, el genio que inventa las artes no está en el caso que la sabiduría, que aprecia las ventajas y las desventajas que deben resultar de su aplicación. Padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias; y das a tus discípulos la sombra de la ciencia y no la ciencia misma. Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros, se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes, en su mayor parte, y falsos sabios insoportables en el comercio de la vida».
FEDRO. —Mi querido Sócrates, tienes especial gracia para pronunciar discursos egipcios, y lo mismo los harías de todos los países del universo, si quisieras.
SÓCRATES. —Amigo mío, los sacerdotes del santuario de Zeus en Dodona decían que los primeros oráculos salieron de una encina. Los hombres de otro tiempo, que no tenían la sabiduría de los modernos, en su sencillez consentían escuchar a una encina o a una piedra,[38] con tal de que la piedra o la encina dijesen verdad. Pero tú necesitas saber el nombre y el país del que habla, y no te basta examinar si lo que dice es verdadero o falso.
FEDRO. —Tienes razón en reprenderme, y creo que es preciso juzgar la escritura como el tebano.
SÓCRATES. —El que piensa trasmitir un arte, consignándolo en un libro, y el que cree a su vez tomarlo de este, como si estos caracteres pudiesen darle alguna instrucción clara y sólida, me parece un gran necio; y ciertamente ignora el oráculo de Ammón, si piensa que un escrito pueda ser más que un medio de despertar reminiscencias en aquel que conoce ya el objeto de que en él se trata.
FEDRO. —Lo que acabas de decir es muy exacto.
SÓCRATES. —Éste es, mi querido Fedro, el inconveniente así de la escritura como de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero interrogadlas, y veréis que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos creéis que piensan; pero pedidles alguna explicación sobre el objeto que contienen y os responden siempre la misma cosa. Lo que una vez está escrito rueda de mano en mano, pasando de los que entienden la materia a aquellos para quienes no ha sido escrita la obra, y sin saber, por consiguiente, ni con quién debe hablar, ni con quién debe callarse. Si un escrito se ve insultado o despreciado injustamente, tiene siempre necesidad del socorro de su padre; porque por sí mismo es incapaz de rechazar los ataques y de defenderse.
FEDRO. —Tienes también razón.
SÓCRATES. —Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana legítima de esta elocuencia bastarda; veamos cómo nace y cómo es mejor y más poderosa que la otra.
FEDRO. —¿Qué discurso es y cuál es su origen?
SÓCRATES. —El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia, es el que puede defenderse por sí mismo, el que sabe hablar y callar a tiempo.
FEDRO. —Hablas del discurso vivo y animado, que reside en el alma del que está en posesión de la ciencia, y al lado del cual el discurso escrito no es más que un vano simulacro.
SÓCRATES. —Eso mismo es. Dime: un jardinero inteligente que tuviese semillas que estimara en mucho y que quisiese ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en estío en los jardines de Adonis,[39] para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días?, o más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, seguiría indudablemente las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas.
FEDRO. —Ciertamente, mi querido Sócrates, él se ocuparía de las unas seriamente, y respecto a las otras lo miraría como un recreo.
SÓCRATES. —Y el que posee la ciencia de lo justo, de lo bello y de lo bueno, ¿tendrá, según nuestros principios, menos sabiduría que el jardinero en el empleo de sus semillas?
FEDRO. —Yo no lo creo.
SÓCRATES. —Después de depositarlas en agua negra, no irá a sembrarlas con el auxilio de una pluma y con palabras incapaces de defenderse a sí mismas e incapaces de enseñar suficientemente la verdad.
FEDRO. —No es probable.
SÓCRATES. —No, ciertamente; pero si alguna vez escribe, sembrará sus conocimientos en los jardines de la escritura para divertirse; y formando un tesoro de recuerdos para sí mismo, llegado que sea a la edad en que se resienta la memoria, y lo mismo para todos los demás que lleguen a la vejez, se regocijará viendo crecer estas tiernas plantas; y mientras los demás hombres se entregarán a otras diversiones, pasando su vida en orgías y placeres semejantes, él recreará la suya con la ocupación de que acabo de hablar.
FEDRO. —Es en efecto, Sócrates, un honroso entretenimiento, si se le compara con esos vergonzosos placeres, el ocuparse de discursos y alegorías[40] sobre la justicia y demás cosas de que tú has hablado.
SÓCRATES. —Sí, mi querido Fedro. Pero es aún más noble ocuparse seriamente, auxiliado por la dialéctica y tropezando con un alma bien preparada, en sembrar y plantar con la ciencia discursos capaces de defenderse por sí mismos y defender al que los ha sembrado, y que, en vez de ser estériles, germinarán y producirán en otros corazones otros discursos que, inmortalizando la semilla de la ciencia, darán a todos los que la posean la mayor de las felicidades de la tierra.
FEDRO. —Sí, esa ocupación es de más mérito.
SÓCRATES. —Ahora que ya estamos conformes en los principios, podemos resolver la cuestión.
FEDRO. —¿Cuál?
SÓCRATES. —Aquella, cuyo examen nos ha conducido al punto que ocupamos, a saber: si los discursos de Lisias merecían nuestra censura, y cuáles son en general los discursos hechos con arte o sin arte. Me parece que hemos explicado suficientemente cuándo se siguen las reglas del arte, y cuándo de ellas se separan.
FEDRO.