Plato

Obras Completas de Platón


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      TEETETO. —Son diferentes en efecto.

      SÓCRATES. —¿Y son distintos en proporción a que son diferentes?

      TEETETO. —Necesariamente.

      SÓCRATES. —¿No dirás lo mismo de Sócrates dormido o en cualquiera otro de los estados que hemos recorrido?

      TEETETO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —¿No es cierto que cada una de las causas, que son activas por su naturaleza, cuando tropiece con Sócrates sano, obrará sobre él como sobre un hombre distinto que Sócrates enfermo, y recíprocamente cuando tropiece con Sócrates enfermo?

      TEETETO. —¿Por qué no?

      SÓCRATES. —En uno y en otro caso, la causa activa producirá distintos efectos que yo, que soy pasivo respecto de ella.

      TEETETO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Cuando estando sano bebo vino, ¿no me parece agradable y dulce?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —Porque, según los principios que quedan sentados, la causa activa y la pasiva han producido la dulzura y la sensación; una y otra han estado en movimiento a un mismo tiempo; la sensación, dirigiéndose hacia la causa pasiva ha hecho que la lengua sintiera, y la dulzura, por el contrario, dirigiéndose hacia el vino, ha hecho que el vino fuese y pareciese dulce a la lengua ya preparada.

      TEETETO. —Es, en efecto, en lo que hemos convenido antes.

      SÓCRATES. —Pero cuando el vino obra sobre Sócrates enfermo, ¿no es cierto, por lo pronto, que realmente no obra sobre el mismo hombre, puesto que me encuentra en un estado diferente?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —Sócrates en este estado y el vino, que bebe, producirán distintos efectos; respecto de la lengua, una sensación de amargura; y respecto del vino, una amargura que afecta al vino; de manera que no será amargura, sino amargo, y yo no seré sensación, sino un hombre que siente.

      TEETETO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Nunca llegaré a ser distinto, mientras me vea afectado de esta manera, porque una sensación diferente supone que el sujeto no es ya el mismo, y hace al que la experimenta diferente y distinto de lo que él era. Tampoco es de temer que lo que me afecta, afectando también a otro sujeto, produzca un mismo efecto, puesto que, produciendo otro efecto por su unión con otro sujeto, se hará distinto.

      TEETETO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Por lo tanto, yo no llegaré a ser lo que soy a causa de mí mismo, ni tampoco la causa en razón de sí misma.

      TEETETO. —No, sin duda.

      SÓCRATES. —¿No es indispensable que, cuando yo siento, sea en razón de alguna cosa, puesto que es imposible que se experimente una sensación sin causa? Y en igual forma, lo que se hace dulce, amargo, o recibe cualquier otra cualidad semejante, ¿no es indispensable que se haga tal con relación a alguno, puesto que no es menos imposible que lo que se hace dulce no sea tal para nadie?

      TEETETO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Resulta, pues, que, a mi parecer, el sujeto que siente y el objeto sentido, ya se los suponga en estado de existencia o en vía de generación, tienen una existencia o una generación relativas, puesto que es una necesidad que su manera de ser sea una relación, pero una relación que no es de ellos a otra cosa, ni de cada uno de ellos a sí mismo. Resulta, por consiguiente, que tiene que ser una relación recíproca, de uno respecto del otro; de manera que, ya se diga de una cosa que existe o ya que deviene, es preciso decir que siempre es a causa de alguna cosa, o de alguna cosa, o hacia alguna cosa; y no se debe decir, ni consentir que se diga, que existe o se hace cosa alguna en sí y por sí. Esto es lo que resulta de la opinión que hemos expuesto.

      TEETETO. —Nada más verdadero, Sócrates.

      SÓCRATES. —Por consiguiente, lo que obra sobre mí es relativo a mí y no a otro; yo lo siento y otro no lo siente.

      TEETETO. —Sin dificultad.

      SÓCRATES. —Mi sensación, por lo tanto, es verdadera con relación a mí, porque afecta siempre a mi manera de ser, y según Protágoras a mí me toca juzgar de la existencia de lo que me afecta y de la no existencia de lo que no me afecta.

      TEETETO. —Así parece.

      SÓCRATES. —Puesto que no me engaño, ni me extravío, en el juicio que formo sobre lo que existe o deviene ¿cómo puedo verme privado de la ciencia de los objetos, cuya sensación experimento?

      TEETETO. —Eso no es posible.

      SÓCRATES. —Así pues, tú has definido bien la ciencia, diciendo que no es más que la sensación; y ya se sostenga con Homero, Heráclito y los demás, que piensan como ellos, que todo está en movimiento y flujo continuo; o ya con el muy sabio Protágoras, que el hombre es la medida de todas las cosas; o ya con Teeteto, que, siendo esto así, la sensación es la ciencia; todas estas opiniones significan lo mismo.

      Y bien, Teeteto ¿diremos que, hasta cierto punto, es este el hijo recién nacido, que, gracias a mis cuidados, acabas de dar a luz? ¿Qué piensas de esto?

      TEETETO. —Es preciso reconocerlo, Sócrates.

      SÓCRATES. —Cualquiera que sea este fruto, buen trabajo nos ha costado el darlo a luz. Pero después del parto es preciso hacer ahora en torno suyo la ceremonia de la anfidromía,[6] procurando asegurarnos, si merece que se le críe o si no es más que una producción quimérica. ¿O bien crees que a todo trance es preciso criar a tu hijo y no exponerlo? ¿Sufrirás con paciencia que se le examine, y no montarás en cólera si se te arranca, como lo haría una primeriza si le quitaran su primer hijo?

      TEODORO. —Teeteto lo sufrirá con gusto; no es un hombre tan descontentadizo. Pero, en nombre de los dioses, dinos si esta opinión es falsa.

      SÓCRATES. —Es preciso que tengas gusto en la conversación, Teodoro, y que seas muy bueno, para imaginarte que yo soy como un costal lleno de discursos, y que me es fácil sacar uno, para probarte que esta opinión no es verdadera. No reflexionas que ningún discurso sale de mí sino de aquel con quien yo converso, y que sé muy poco, quiero decir, que solo sé recibir y comprender tal cual lo que otro más hábil dice. Esto es lo que voy a intentar frente a frente de Protágoras, sin decir nada que sea mío.

      TEETETO. —Tienes razón, Sócrates; hazlo así.

      SÓCRATES. —¿Sabes, Teodoro, lo que me sorprende en tu amigo Protágoras?

      TEODORO. —¿Qué?

      SÓCRATES. —Estoy muy satisfecho de todo lo que ha dicho en otra parte, para probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece. Pero me sorprende, que al principio de su Verdad[7] no haya dicho que el cerdo, el cinocéfalo u otro animal más ridículo aún, capaz de sensación, son la medida de todas las cosas. Ésta hubiera sido una introducción magnífica y de hecho ofensiva a nuestra especie, con la que él nos hubiera hecho conocer que mientras nosotros le admiramos como un dios por su sabiduría, no supera en inteligencia, no digo a otro hombre, sino ni a una rana girina.[8] Pero ¿qué digo, Teodoro? Si las opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o la falsedad de una opinión; si, por el contrario, como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él y si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para enseñar a los demás y para poner sus lecciones a tan alto precio? Y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seríamos unos necios, puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría? ¿Será quizá que Protágoras