Plato

Obras Completas de Platón


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es una insigne extravagancia querer examinar y refutar mutuamente nuestras ideas y opiniones, mientras que todas ellas son verdaderas para cada uno, si la verdad es como la define Protágoras? Salvo que nos haya comunicado por diversión los oráculos de su santo libro.

      TEODORO. —Sócrates, Protágoras es mi amigo; tú mismo acabas de decirlo; y no puedo consentir que se le refute con mis propias opiniones, ni defender su sistema frente a frente de ti contra mi pensamiento. Continúa, pues, la discusión con Teeteto, con tanto más motivo cuanto que me ha parecido que te está escuchando con una atención sostenida.

      SÓCRATES. —Sin embargo, si tú te encontrases en Lacedemonia en el circo de los ejercicios, Teodoro, después de haber visto a los otros desnudos y algunos de ellos bastante mal formados, ¿te creerías dispensado de despojarte de tu traje, y mostrarte a ellos a tu vez?

      TEODORO. —¿Por qué no, si querían permitírmelo y rendirse a mis razones, como ahora espero persuadiros a que me permitáis ser simple espectador, y no verme arrastrado por fuerza a la arena en este momento, en que tengo mis miembros entumecidos, para luchar con un adversario más joven y más suelto?

      SÓCRATES. —Si eso quieres, Teodoro, no me importa, como se dice vulgarmente. Volvamos al sagaz Teeteto. Dime, Teeteto, con motivo de este sistema, ¿no estás sorprendido, como yo, al verte de repente igual en sabiduría a cualquiera, sea hombre o sea dios? ¿O crees tú que la medida de Protágoras no es la misma para los dioses que para los hombres?

      TEETETO. —No ciertamente; yo no lo pienso así, y para responder a tu pregunta me encuentro como sorprendido. Cuando examinábamos la manera que ellos tienen de probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece, creía yo que era una cosa innegable, mas ahora he pasado de repente a un juicio contrario.

      SÓCRATES. —Tú eres joven, querido mío, y por esta razón escuchas los discursos con avidez y te rindes a la verdad. Pero he aquí lo que nos opondrá Protágoras o alguno de sus partidarios:

      «Generosos jóvenes y ancianos, vosotros discurrís sentados en vuestros asientos y ponéis a los dioses de vuestra parte, mientras que yo, hablando y escribiendo sobre este punto, dejo a un lado si ellos existen o no existen. Vuestras objeciones son por su naturaleza favorablemente acogidas por la multitud, como cuando decís que sería extraño que el hombre no tuviese ninguna ventaja en razón de sabiduría sobre el animal más estúpido; pero no me opondréis demostración ni prueba concluyente, ni emplearéis contra mí más que argumentos de probabilidad. Sin embargo, si Teodoro o cualquier geómetra argumentasen de esta manera en geometría, nadie se dignaría escucharle. Examinad, pues, Teodoro y tú, si en materias de tanta importancia podréis adoptar opiniones que solo descansan en verosimilitudes y probabilidades».

      TEETETO. —Seríamos en tal caso, tú, Sócrates, y yo, muy injustos.

      SÓCRATES. —¿Luego es preciso, según lo que Teodoro y tú manifestáis, que sigamos otro rumbo?

      TEETETO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Veamos de qué manera os voy a hacer ver si la ciencia y la sensación son una misma cosa o dos cosas diferentes; es a lo que tiende en definitiva toda esta discusión y en este concepto hemos promovido todas estas cuestiones espinosas. ¿No es verdad?

      TEETETO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Admitiremos, que al mismo tiempo que experimentamos la sensación de un objeto por la vista o por el oído, adquirimos igualmente la ciencia? Por ejemplo: antes de haber aprendido la lengua de los bárbaros, ¿diremos que cuando ellos hablan, nosotros no los entendemos, o que los entendemos y comprendemos lo que dicen? En igual forma, si no sabiendo leer, echamos una mirada sobre las letras, ¿aseguraremos que no las vemos o que las vemos y que tenemos conocimiento de ellas?

      TEETETO. —Diremos, Sócrates, que sabemos lo que vemos, es decir, en cuanto a las letras, que vemos y conocemos su figura y su color; en cuanto a los sonidos, que entendemos y conocemos lo que tienen de agudo o de grave; pero que no tenemos por la vista ni por el oído ninguna sensación ni conocimiento de lo que los gramáticos y los intérpretes enseñan en la escritura.

      SÓCRATES. —Muy bien, mi querido Teeteto; no quiero disputar sobre tu respuesta, para que, así te encuentres más firme. Pero fija tu atención en una nueva dificultad que se presenta en primer término, y mira cómo la rebatiremos.

      TEETETO. —¿Cuál es?

      SÓCRATES. —La siguiente. Si se nos preguntase: ¿es posible que lo que una vez se ha sabido, cuyo recuerdo se conserva, no se sepa en el acto mismo de acordarse de ello? Me parece que me valgo de un gran rodeo para preguntarte, si, cuando se acuerda uno de lo que ha aprendido, en el mismo acto no lo sabe.

      TEETETO. —¿Cómo no lo ha de saber, Sócrates? Sería una cosa prodigiosa que no lo supiera.

      SÓCRATES. —¿No sabré yo mismo lo que digo? Examínalo bien. ¿No convienes en que ver es sentir, y que la visión es una sensación?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —El que ha visto una cosa, ¿no adquirió desde aquel momento la ciencia de lo que vio, según el sistema del que estamos hablando?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —Entonces, ¿no admites lo que se llama memoria?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —La memoria, ¿tiene un objeto o no lo tiene?

      TEETETO. —Lo tiene sin duda.

      SÓCRATES. —Ciertamente son su objeto las cosas que han sido aprendidas o sentidas.

      TEETETO. —Las mismas.

      SÓCRATES. —Más aún; ¿no se acuerda uno algunas veces de lo que ha visto?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y sucede lo mismo después de haber cerrado los ojos? ¿O bien se olvida la cosa desde el momento en que se cierran?

      TEETETO. —Sería un absurdo decir eso, Sócrates.

      SÓCRATES. —Sin embargo, es preciso decirlo, si queremos salvar el sistema en cuestión; de otro modo desaparece.

      TEETETO. —Efectivamente, ya entreveo eso, pero no lo concibo con claridad. Explícamelo.

      SÓCRATES. —De la manera siguiente. El que ve, decimos, tiene la ciencia de lo que ve, porque hemos convenido en que la visión, la sensación y la ciencia son una misma cosa.

      TEETETO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Pero el que ve y ha adquirido la ciencia de lo que él veía, si cierra los ojos, se acuerda de la cosa y no la ve. ¿No es así?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —Decir que no ve, equivale a decir que no sabe, porque ver es lo mismo que saber.

      TEETETO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —De aquí resulta, por consiguiente, que lo que se ha sabido ya no se sabe en el acto mismo de acordarse de ello, en razón de que no se ve; lo cual hemos calificado de prodigio, si llegara a verificarse.

      TEETETO. —Nada más cierto.

      SÓCRATES. —Resulta, por consiguiente, que el sistema, que confunde la ciencia y la sensación, conduce a una cosa imposible.

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —Así es preciso decir que la una no es la otra.

      TEETETO. —Lo pienso así.

      SÓCRATES. —He aquí cómo nos vemos reducidos, a mi parecer, a dar una nueva definición de la ciencia. Sin embargo, Teeteto, ¿qué deberemos hacer?

      TEETETO. —¿Sobre qué?

      SÓCRATES. —Me parece que, semejantes a un gallo sin coraje, nos retiramos del combate y cantamos antes de haber conseguido la victoria.

      TEETETO. —¿Cómo?

      SÓCRATES.