tú, mi querido Cármides, yo sufro al pensar que con tu figura y con un alma muy sabia no tengas nada que esperar de la sabiduría, ni puedas sacar de ella ninguna utilidad en el curso de la vida, aun poseyéndola. Pero sobre todo, siento haber recogido las palabras mágicas del tracio y haber aprendido con tanto afán una cosa que ningún valor tiene. Pero no, no puedo creer que sea así, y es más justo pensar que yo no sé buscar la verdad. La sabiduría es sin duda un gran bien; y si tú la posees, eres un mortal dichoso. Pero examina atentamente si la posees en efecto y si no tienes necesidad de palabras mágicas; porque si la posees verdaderamente, entonces sigue mi consejo, y no veas en mí más que un visionario incapaz de indagar ni encontrar nada por el razonamiento, y tú tente por tanto más dichoso cuánto más sabio seas.
CÁRMIDES. —¡Por Zeus!, Sócrates, no sé si poseo o no poseo la sabiduría; ni cómo puedo saberlo, cuando tú mismo no puedes determinar su naturaleza, por lo menos según tu confesión; si bien en este punto no te creo, y antes bien pienso que tengo gran necesidad de tus palabras mágicas; y quiero someterme a su virtud sin interrupción hasta que me digas que es bastante.
CRITIAS. —Perfectamente. La mayor prueba que puedes darme de tu sabiduría, mi querido Cármides, es entregarte a los encantos de Sócrates y no alejarte de él ni un solo instante.
CÁRMIDES. —Me uniré a él, y seguiré sus pasos; porque me haría culpable si en este punto no te obedeciese, a ti que eres mi tutor, y si no hiciese lo que mandas.
CRITIAS. —Sí, yo, yo te lo mando.
CÁRMIDES. —Lo haré, y desde hoy quiero comenzar.
SÓCRATES. —¡Ah!, ¿qué es lo que los dos tramáis?
CRITIAS. —Nada, sino que nos tienes a tus órdenes.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿empleáis la fuerza sin dejarme la libertad de escoger?
CÁRMIDES. —Sí, la fuerza; es preciso hacerlo así, puesto que él lo manda. Mira ahora lo que te toca a ti hacer.
SÓCRATES. —¿Qué quieres que vea? Cuando has resuelto hacer una cosa y recurres a la violencia, ¿qué hombre puede resistirlo?
CÁRMIDES. —Entonces no te resistas.
SÓCRATES. —Concedido.
Argumento del Laques[1] por Patricio de Azcárate
El verdadero objeto del Laques no es el valor, sino, con ocasión del valor, la educación de los hijos, es decir, la ciencia de los estudios y de los ejercicios que más pueden convenirles. Melesías y Lisímaco, dos ancianos, cuyos hijos han llegado ya a la adolescencia, acompañados de Nicias y de Laques que intervienen a propósito en la discusión, acometen, todos juntos, a Sócrates, para pedirle consejo sobre los mejores medios de desarrollar las facultades físicas y morales de sus hijos. Sócrates les obliga a convenir en que el beneficio de la educación consiste en que se arraigue en el alma de los jóvenes la idea de la virtud; mas para que así suceda, es preciso poseerla, o por lo menos conocerla, como quedó ya demostrado en el Primer Alcibíades. Por lo pronto ya se nota la mucha dificultad que presenta una buena educación. La verdadera cuestión que debe resolverse, si este punto se ha de tratar a fondo, no puede menos de ser la siguiente: ¿Qué es la virtud? Pero como este objeto es tan vasto, Sócrates, en vez de examinar lo que es la virtud en general, limita la cuestión a indagar si se conoce bien alguna de sus partes, el valor, por ejemplo.
Laques da el primero una definición: el valor consiste en mantenerse firme y no huir delante del enemigo. Pero el hombre valiente puede ceder por táctica delante del enemigo, y esto en realidad es también una especie de valor. ¿Y no tiene necesidad el hombre de mostrarse valiente en la enfermedad, en la pobreza, en la buena o mala fortuna y en la lucha con sus pasiones? Esta definición, que presenta el general de ejército, es rechazada por Sócrates, por exclusiva y por falsa.
Laques propone en seguida otra: el valor es la constancia. Pero Sócrates le prueba que la constancia sola, desprovista de prudencia y de razón, no merece el nombre de valor, y resulta ser una definición demasiado general y por consiguiente falsa.
Nicias a su vez define el valor: la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no lo son. Pero los médicos que saben lo que es y lo que no es de temer, los labradores que saben lo mismo con relación a la agricultura, no por esto son hombres valientes. Aun cuando admitamos que lo sean, los adivinos que prevén todo lo que es o no es de temer en la vida, deberían ser los hombres más valientes del mundo; conclusión evidentemente inadmisible. Pero no es esto solo; si el valor es verdaderamente una ciencia, precisamente constituye un conocimiento universal de todo lo que es de temer y de esperar, es decir, de todos los bienes y de todos los males. Es así que esta ciencia aplicándose por su naturaleza a lo pasado, a lo presente y al porvenir, no es nada menos que el conocimiento absoluto del bien y del mal; luego el hombre que poseyese tal ciencia, no solo conocería una parte de la virtud, el valor, sino también todas las demás, la sabiduría, la piedad, la justicia, y se pondría fuera de la condición humana, al abrigo de toda falta, y sería un ser perfecto y no el hombre valiente. De aquí se sigue, que el valor no ha sido aún definido, puesto que todas las definiciones propuestas están, por exceso o por defecto, en desacuerdo con la idea misma de valor.
La última conclusión que debe sacarse de lo que queda dicho es que es difícil conocer la virtud, puesto que no es fácil formar idea de una de sus partes. La dificultad y la grandeza de la ciencia son las dos grandes verdades que la enseñanza socrática no se cansa de establecer.
Laques o del valor
LISÍMACO (Hijo de Arístides el Justo) — MELESÍAS (Padre de Tucídides) — ARÍSTIDES (Hijo de Lisímaco) — TUCÍDIDES (Hijo de Melesías) — NICIAS (General de los atenienses) — LAQUES (General de los atenienses) — SÓCRATES
LISÍMACO. —Hola, Nicias y Laques, ¿habéis visto a ese hombre armado, que acaba de trabajar en la esgrima? Cuando Melesías y yo os suplicamos que vinieseis a ver este espectáculo, no os dijimos las razones que nos movían para ello; pero os las vamos a decir ahora, en la persuasión de que podemos hablaros con toda confianza. La mayor parte de las gentes se mofan de esta clase de ejercicios, y cuando se les pide consejo, lejos de manifestar su pensamiento, solo tratan de adivinar el gusto de los que les consultan, y hablan siempre contra su propia opinión. Respecto a vosotros, sabemos que a una extrema sinceridad unís una capacidad muy grande, y por lo mismo esperamos que diréis ingenuamente lo que pensáis sobre lo que tenemos que comunicaros. He aquí a lo que viene a parar todo este preámbulo. Cada uno de nosotros tiene un hijo; helos aquí presentes: éste, hijo de Melesías, lleva el nombre de su abuelo, y se llama Tucídides; aquél, que es el mío, tiene el nombre de mi padre y se llama Arístides como él. Hemos resuelto procurar su mejor educación, y no hacer lo que acostumbran los más de los padres, que desde que sus hijos entran en adolescencia los dejan vivir a su libertad y capricho. Nuestra intención es vigilarlos con el mayor esmero, sin perderlos de vista; y como vosotros tenéis también hijos, hemos creído que, cual ninguno, habréis pensado en los medios de hacerlos muy virtuosos; y si esta idea no os ha ocupado seriamente, por ser vuestros hijos demasiado tiernos, hemos creído que llevaréis muy a bien este recuerdo sobre un negocio que no debe aplazarse, y que conviene que deliberemos aquí, todos juntos, sobre la educación que debemos darles.
Aunque este discurso os parezca largo, es preciso, si os place, Nicias y Laques, que tengáis la bondad de oírme sobre este punto. Sabéis que Melesías y yo no tenemos más que una mesa y que estos hijos comen con nosotros; nada os queremos ocultar, y como os dije al principio, os hablaremos con entera confianza. Tanto éste, como yo, conversamos con nuestros hijos, refiriéndoles las muchas proezas que nuestros padres hicieron, tanto en paz como en guerra, mientras estuvieron a la cabeza de los atenienses y de sus aliados; pero desgraciadamente nada semejante podemos decir de nosotros mismos, así es que nos sonrojamos en su presencia, y no tenemos más remedio que echar la