he visto un gran número de estos maestros de esgrima en lances dados, y sé lo que valen. Es fácil formar juicio al ver que la fatalidad ha querido, como si fuera con intención, que ninguno de tales maestros haya adquirido ni la más pequeña reputación en la guerra. En todas las demás artes siempre hay algunos, entre los que las profesan, que sobresalen y adquieren nombradía; pero a los tales maestros les persigue cierta fatalidad. Porque este mismo Estesilao que se está dando en espectáculo a toda esta gente, como acabamos de ver, y que ha hablado tan en grande de sí mismo, lo he visto en cierta ocasión dar un espectáculo de otro género, bien a pesar suyo. Hallándose en una nave que atacó a otra de carga enemiga, este Estesilao combatía con una pica armada de una dalla, arma tan ridícula como lo era él mismo entre los combatientes. Las proezas que hizo no merecen referirse; pero el resultado que tuvo esta estrategia guerrera de poner una dalla o guadaña al remate de una pica, merece especial mención. Como nuestro hombre se batía con semejante arma, sucedió desgraciadamente que se enredó en el aparejo del buque enemigo, en términos que, por más esfuerzos que hacía para desenredarla, no podía. Mientras los dos buques estuvieron al abordaje, el uno junto al otro, no se desprendió él del cabo de su arma; pero cuando el buque enemigo comenzó a alejarse y veía que le arrastraba, dejó deslizar poco a poco su pica entre sus manos, hasta que solo la sostenía por el último remate. La actitud ridícula en que aparecía era objeto de chacota y burla de parte de los enemigos, hasta que habiéndole arrojado una piedra que cayó a sus pies, tuvo que abandonar su arma querida; y los hombres de nuestro buque no pudieron contener sus risotadas al ver la guadaña armada pendiente del aparejo del buque enemigo. Puede muy bien suceder que la esgrima sea, como dice Nicias, una ciencia muy útil, pero yo os digo lo que he visto; de suerte, que, como dije al principio, si es una ciencia, es de bien poca utilidad, y si no lo es y se nos engaña dándole este bello nombre, tampoco merece que nos detengamos en ella. Si son los cobardes los que se dedican a la esgrima, se hacen más insolentes y su cobardía se pone más en evidencia; y si son los valientes, todo el mundo tiene puestos en ellos los ojos; y si llegan a incurrir en la menor falta, sufren mil burlas y mil calumnias; porque esta profesión no es indiferente; expone furiosamente a la envidia, y si un hombre que se aplica a ella no se distingue grandemente por su valor, cae en el ridículo, sin poder evitarlo. He aquí lo que me parece, Lisímaco, la inclinación a este ejercicio. Pero ahora, como dije al principio, es preciso no dejar marchar a Sócrates, sin que a su vez nos dé su dictamen.
LISÍMACO. —Te lo suplico, Sócrates, porque tenemos necesidad de un juez que termine esta diferencia. Si Nicias y Laques hubieran sido del mismo dictamen, hubiéramos podido ahorrarte este trabajo; pero ya ves que disienten enteramente. Es necesario oír tu dictamen y ver a cuál de los dos prestas tu aprobación.
SÓCRATES. —Cómo, Lisímaco, ¿sigues el dictamen del mayor número?
LISÍMACO. —¿Qué cosa mejor puede hacerse?
SÓCRATES: —¿Y tú también, Melesías? Qué, tratándose de la elección de los ejercicios que habrá de aprender tu hijo, ¿te atendrás más bien al dictamen del mayor número que al de un hombre solo, que haya sido bien educado y que haya tenido excelentes maestros?
MELESÍAS: —Por lo que hace a mí, Sócrates, me atendré a este último.
SÓCRATES: —¿Te atendrás más bien a su opinión que a la de nosotros cuatro?
MELESÍAS: —Quizá.
SÓCRATES: —Porque yo creo que, para juzgar bien, es preciso juzgar por la ciencia y no por el número.
MELESÍAS: —Sin contradicción.
SÓCRATES: —Por consiguiente, la primera cosa que es preciso examinar es si alguno de nosotros es persona entendida en la materia sobre que se va a deliberar o si no lo es. Si hay uno que lo sea, es preciso acudir a él y dejar los demás; si no lo hay es preciso buscarlo en otra parte; porque Melesías y tú, Lisímaco, ¿imagináis que se trata aquí de un negocio de poca trascendencia? No hay que engañarse; se trata de un bien, que es el más grande de todos los bienes; se trata de la educación de los hijos, de que depende la felicidad de las familias; porque, según que los hijos son viciosos o virtuosos, la casas caen o se levantan.
MELESÍAS: —Dices verdad.
SÓCRATES: —No es poca toda prudencia en este negocio.
MELESÍAS: —Ciertamente.
SÓCRATES: —¿Cómo haremos, pues, si queremos examinar cuál de nosotros cuatro es el más hábil en esta clase de ejercicios? ¿No acudiremos desde luego a aquel que los haya aprendido mejor, que más se haya ejercitado y que haya tenido los mejores maestros?
MELESÍAS: —Así me lo parece.
SÓCRATES: —Antes de esto, ¿no trataremos de conocer la cosa misma que estos maestros le hayan enseñado?
MELESÍAS: —¿Qué es lo que dices?
SÓCRATES: —Me explicaré mejor. Me parece que al principio no nos pusimos de acuerdo sobre la cosa que había de ser materia de deliberación, a fin de saber quién de nosotros es el más hábil y ha sido formado por los mejores maestros.
NICIAS: —Qué, Sócrates; ¿no deliberamos sobre la esgrima para saber si es preciso o no es preciso hacerla aprender a nuestros hijos?
SÓCRATES: —No digo que no, Nicias, pero cuando un hombre se pregunta si es preciso aplicar o no aplicar un remedio a los ojos, ¿crees tú que su deliberación debe de recaer más sobre el remedio que sobre los ojos?
NICIAS: —Sobre los ojos.
SÓCRATES: —cuando un hombre delibera si pondrá o no un bocado a su caballo, ¿no se fijará más bien en el caballo que en el bocado?
NICIAS: —Sin duda.
SÓCRATES: —En una palabra, siempre que se delibera sobre una cosa con relación a otra, la deliberación recae sobre esta otra cosa, a la que se hace referencia, y no sobre la primera.
NICIAS. —Necesariamente.
SÓCRATES. —Es preciso por lo tanto examinar bien, si el que nos aconseja es hábil en la cosa sobre la que recae nuestra consulta.
NICIAS. —Eso es cierto.
SÓCRATES. —Ahora deliberamos sobre lo que es preciso que aprendan estos jóvenes, y la cuestión recae por consiguiente sobre su alma misma.
NICIAS. —Así es.
SÓCRATES. —Por lo tanto, se trata de saber si entre nosotros hay alguno que sea hábil y experimentado para dar cultura a un alma, y que haya tenido excelentes maestros.
LAQUES: —¿Cómo, Sócrates?, ¿no has visto nunca personas, que, sin ningún maestro, se han hecho más hábiles en ciertas artes, que otros con muchos maestros?
SÓCRATES. —Sí, Laques, he conocido algunos, y todos éstos podían decirte que son muy hábiles; pero tú no los creerás jamás mientras no hagan antes, no digo una, sino muchas obras bien hechas y bien trabajadas.
NICIAS. —Tienes razón, Sócrates.
SÓCRATES. —Puesto que Lisímaco y Melesías nos han llamado para que les diéramos consejos sobre la educación de sus hijos, por el ansia de hacerlos virtuosos, nosotros, Nicias y Laques, estamos obligados, si creemos haber adquirido sobre esta materia la capacidad necesaria, a darles el nombre de los maestros que hemos tenido, probar que eran hombres de bien, y que, después de haber formado muchos buenos discípulos, nos han hecho virtuosos también a nosotros; y si alguno entre nosotros pretende no haber tenido maestro, que nos muestre sus obras y nos haga ver entre los atenienses o los extranjeros, entre los hombres libres o los esclavos, las personas que con sus preceptos se han hecho mejores según el voto de todo el mundo. Si no podemos nombrar nuestros maestros, ni hacer ver nuestras obras, es preciso remitir nuestros amigos en busca de consejo a otra parte, y no exponernos, corrompiendo a sus hijos, a las justas quejas que podrían dirigirnos hombres que nos aman. Por lo que a mí toca, Lisímaco y Melesías, soy el primero en confesar que jamás he tenido maestro en este arte, aunque con pasión le he amado desde mi juventud;