—le dije—, ¿los hombres adquieren unos una parte de esta virtud y otros otra? ¿O necesariamente el que adquiere una tiene que adquirirlas todas?
—De ninguna manera —me respondió—; porque ves todos los días gentes que son valientes e injustas, y otras que son justas sin ser sabias.
—¿Luego el valor y la sabiduría son partes de la virtud?
—Ciertamente —me dijo—, y la mayor de sus partes es la sabiduría.
—Y cada una de sus partes ¿es diferente de la otra?
—Sin dificultad.
—Y cada una ¿tiene sus propiedades, como en las partes del semblante? Por ejemplo, los ojos no son como los oídos, porque tienen propiedades diferentes, y así sucede con las demás, que son todas diferentes y no se parecen, ni por su forma, ni por sus cualidades; ¿sucede lo mismo con las partes de la virtud? ¿La una no se parece en manera alguna a la otra, y todas se diferencian absolutamente entre sí y por sus propiedades? Es evidente que ellas no se parecen, si sucede con ellas lo que con el ejemplo del que nos hemos servido.
—Sócrates, eso es muy cierto —me dijo.
—¿La virtud —le dije— no tiene ninguna otra parte que se parezca a la ciencia, ni a la justicia, ni al valor, ni a la templanza, ni a la santidad?
—No, sin duda.
—Veamos, pues, y examinemos a fondo tú y yo la naturaleza de cada una de sus partes. Comencemos por la justicia; ¿es alguna cosa real en sí o no es nada? Yo encuentro que es alguna cosa; ¿y tú?
—También yo encuentro eso.
—Si alguno se dirigiese a ti y a mí, y nos dijese: «Protágoras y Sócrates, explicadme, os lo suplico, qué es eso que llamáis justicia, es alguna cosa justa o injusta», yo le respondería sin dudar, que es alguna cosa justa: ¿no responderías tú como yo?
—Ciertamente.
—«¿La justicia consiste, según vosotros —nos diría— en ser justo?» Nosotros diríamos que sí; ¿no es verdad?
—Sin duda, Sócrates.
—Y si después nos preguntase: «¿no decís también que hay una santidad?», ¿nosotros le diríamos que la hay?
—Ciertamente.
—«¿Sostenéis que esta santidad es alguna cosa», continuaría él; y nosotros se lo concederíamos?; ¿no es así?
—Sin duda.
—«Consiste su naturaleza en ser santa o impía», seguiría diciendo. Confieso que al oír esta pregunta, yo montaría en cólera, y diría a ese hombre: hablad mejor, os lo suplico; ¿qué habría de santo en el mundo, si la santidad misma no fuese santa? ¿No responderías tú como yo?
—Sí, Sócrates.
—Si después, continuando este hombre, preguntándonos, nos dijese: «¿pero qué es lo que habéis dicho hace un momento?, ¿habré entendido mal? Me parece que dijisteis que las partes de la virtud eran todas diferentes, y que la una jamás era como la otra». Yo le respondería: tienes razón, eso se ha dicho; pero si piensas que soy yo el que lo ha dicho has entendido mal; porque es Protágoras el que ha sentado esa proposición; yo no he hecho más que interrogarle. Entonces no dejaría de dirigirse a ti: «Protágoras», diría, «¿convienes en que ninguna de las partes de la virtud es semejante a otra? ¿Es esta tu opinión?». ¿Qué responderías?
—Me sería forzoso confesarlo, Sócrates.
—Hecha esta confesión, qué le responderíamos, si continuase en sus preguntas, y nos dijese: «¿Según tú, por consiguiente, ni la santidad es una cosa justa, ni la justicia es una cosa santa, sino que la justicia es impía y la santidad es injusta?». ¿Qué le responderíamos, Protágoras? Te confieso, que por mi parte le respondería que tengo la justicia por santa y la santidad por justa; y si tú no me lo impidieras, aseguraría por ti, que estás persuadido de que la justicia es la misma cosa que la santidad o, por lo menos, una cosa muy aproximada, y que la santidad es la misma cosa que la justicia o muy próxima a la justicia. Mira ahora, si me impedirías responder esto por ti, o si convendrías en ello.
—Pero, Sócrates, me parece que no debemos conceder tan ligeramente que la justicia sea santa y que la santidad sea justa, porque hay alguna diferencia entre ellas. ¿Pero qué hace esto al caso? Si quieres, yo consiento en que la justicia sea santa y que la santidad sea justa.
—¿Cómo, si yo quiero? —le dije—; no es esto lo que se trata de refutar; eres tú, soy yo, es nuestro propio convencimiento, y por lo pronto es preciso quitar, a mi parecer, ese si yo quiero, para ilustrar la discusión.
—Sea así —me respondió—; admitamos que la justicia se parece en cierta manera a la santidad, porque una cosa siempre se parece a otra hasta cierto punto. Lo blanco se parece en algo a lo negro, lo duro a lo blando, y así en todas las cosas que parecen las más contrarias. Estas partes mismas, que hemos reconocido que tienen propiedades diferentes, y que la una no es como la otra; quiero decir, las partes del semblante, si te fijas bien en ello, hallarás, que aunque sea en poco se parecen, y que son en cierta manera la una como la otra; y en este concepto podrías probar muy bien, si quisieses, que todas las cosas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a cosas que no tienen entre sí más que una pequeña semejanza, lo mismo que llamar desemejantes las que se diferencia muy poco; porque una ligera semejanza no hace las cosas semejantes; ni una diferencia ligera, desemejantes.
Sorprendido de este discurso, le pregunté:
—¿Te parece que lo justo y lo santo, no tienen entre sí más que una ligera semejanza?
—Esta semejanza, Sócrates, no es tan ligera como te he dicho, pero tampoco es tan grande como tú piensas.
—Pues bien —le dije—, puesto que te veo de mal talante contra esta santidad y esta justicia, dejemos este punto y pasemos a otros. ¿Qué piensas tú de la insania? ¿No es una cosa enteramente contraria a la sabiduría?
—Así me parece.
—Cuando los hombres se conducen bien y útilmente, ¿no te parece que son más templados en su conducta, que cuando hacen lo contrario?
—Sin contradicción.
—¿Son templados por la templanza?
—No puede ser de otra manera.
—Y los que no se conducen bien, ¿obran locamente y no son en manera alguna templados en su conducta?
—Convengo en ello.
—¿Luego obrar locamente es lo opuesto a obrar con templanza?
—Convengo en ello.
—¿Lo que se hace locamente procede de la insania y lo que se hace con templanza procede de la templanza?
—Sí.
—¿Luego lo que nace de la fuerza es fuerte, y lo que nace de la debilidad es débil?
—Ciertamente.
—¿Es debido a la velocidad que una cosa sea ligera, y debido a la lentitud que sea pesada?
—Sin duda.
—¿Y todo lo que se hace de una misma manera se hace por un mismo principio, como lo que se hace de una manera contraria se hace por un principio contrario?
—Sin dificultad.
—Veamos, pues —le dije—: ¿hay alguna cosa que se llame bella?
—Sí.
—¿Este algo bello tiene otro contrario que lo feo?
—No.
—¿No hay algo que se llama lo bueno?
—Sí.
—¿Lo bueno tiene otro contrario que lo malo?
—No,