Plato

Obras Completas de Platón


Скачать книгу

      Después de estar allí un poco de tiempo y de ver lo que pasaba nos dirigimos a Protágoras. Cerca ya de él, le dije:

      —Protágoras, Hipócrates y yo venimos aquí para verte.

      —¿Queréis hablarme en particular o delante de toda esta gente?

      —Cuando te haya dicho el objeto de nuestra venida —le dije—, tú mismo verás lo que más conviene.

      —¿Y qué es lo que os trae? —nos dijo.

      —Hipócrates, que aquí ves —le respondí—, es hijo de Apolodoro, una de las más grandes y ricas casas de Atenas, y es de tan buen natural que ningún hombre de su edad le iguala; quiere distinguirse en su patria, y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene necesidad de tus lecciones. Ahora ya puedes decir si quieres que conversemos en particular o delante de todo el mundo.

      —Está muy bien, Sócrates, que tomes esta precaución para conmigo; porque tratándose de un extranjero que va a las ciudades más populosas, y persuade a los jóvenes de más mérito a que abandonen a sus conciudadanos, parientes y demás jóvenes o ancianos, y que solo se liguen a él para hacerse más hábiles con su trato, son pocas cuantas precauciones se tomen, porque es un oficio muy delicado, muy expuesto a los tiros de la envidia, y que ocasiona muchos odios y muchas asechanzas. En mi opinión, sostengo que el arte de los sofistas es muy antiguo, pero los que la han profesado en los primeros tiempos, por ocultar lo que tiene de sospechoso, trataron de encubrirla, unos, con el velo de la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides; otros, bajo el velo de las purificaciones y profecías, como Orfeo y Museo; aquéllos la han disfrazado bajo las apariencias de la gimnasia, como Iccos de Tarento, y como hoy día hace uno de los más grandes sofistas que han existido, quiero decir, Heródico de Selibria (Selymbria)[7] en Tracia y originario de Megara; y éstos la han ocultado bajo el pretexto de la música, como vuestro Agatocles, gran sofista como pocos, Pitóclides de Ceos y otros muchos.

      »Todos éstos, como os digo, para ponerse a cubierto de la envidia, han buscado pretextos para salir de apuros en caso necesario, y en este punto yo de ninguna manera soy de su dictamen, persuadido de que no han conseguido lo que querían, porque es imposible ocultarse por mucho tiempo a los ojos de las principales autoridades de las ciudades, que al fin siempre descubren estas urdimbres imaginadas por ellos y de que el pueblo no se apercibe por lo ordinario, porque se conforma siempre con el parecer de sus superiores, y se arregla a él en cuanto dicen. ¿Y puede haber cosa más ridícula, que verse uno sorprendido cuando quiere ocultarse? Lo que esto produce es atraer mayor número de enemigos y hacerse más sospechoso, llegando hasta el punto de tenérsele por un bellaco. En cuanto a mí, tomo un camino opuesto; hago francamente profesión de enseñar a los hombres, y me declaro sofista. El mejor de todos los disimulos es, a mi parecer, no valerse de ninguno; quiero más presentarme, que ser descubierto. Con esta franqueza no dejo de tomar todas las demás precauciones necesarias, en términos que, gracias a dios, ningún mal me ha resultado por blasonar de sofista, a pesar de los muchos años que ejerzo esta profesión, porque por mi edad podría ser el padre de todos los que aquí estáis. Por lo tanto, nada puede serme más agradable, si lo queréis, que hablaros en presencia de todos los que están en esta casa.

      Desde luego conocí su intención, y vi que lo que buscaba era hacerse valer para con Pródico e Hipias, y envanecerse de que nosotros nos dirigiéramos a él, como ansiosos de su sabiduría. Para halagar su orgullo, le dije:

      —¿No sería bueno llamar a Pródico e Hipias, para que nos oyeran?

      —Ciertamente —dijo Protágoras.

      Y Calias nos dijo:

      —¿Queréis que preparemos asientos para que habléis sentados?

      Esto nos pareció muy bien pensado, y al mismo tiempo, con la impaciencia de oír hablar hombres tan hábiles, nos dedicamos todos a llevar sillas cerca de Hipias, donde ya había bancos. Apenas se llenó este requisito, cuando Calias y Alcibíades estaban de vuelta, trayendo consigo a Pródico, a quien habían obligado a levantar, y a los que con él estaban. Sentados todos, Protágoras, dirigiéndome la palabra, me dijo:

      —Sócrates, puedes decirme ahora delante de toda esta amable sociedad, lo que ya habías comenzado a decirme por este joven.

      —Protágoras —le dije—, no haré otro exordio que el que ya hice antes. Hipócrates, a quien ves aquí, arde en deseo de gozar de tu trato, y querría saber las ventajas que se promete; he aquí todo lo que teníamos que decirte.

      Entonces Protágoras, volviéndose hacia Hipócrates:

      —Mi querido joven —le dijo— las ventajas que sacarás de tus relaciones conmigo serán que desde el primer día te sentirás más hábil por la tarde que lo que estabas por la mañana, al día siguiente lo mismo, y todos los días advertirás visiblemente que vas en continuo progreso.

      —Pero, Protágoras —le dije—; nada de sorprendente tiene lo que dices y antes bien es muy natural, porque tú mismo, por avanzado que estés en años y por hábil que seas, si alguno te enseñase lo que no sabes, precisamente te habías de hacer más sabio que lo que eres. ¡Ah!, no es esto lo que exigimos. Supongamos que Hipócrates de repente muda de proyecto, y que entra en deseo de adherirse a ese pintor joven que acaba de llegar a la ciudad, a Zeuxipo de Heraclea; que se dirige a él, como al presente se dirige a ti, y que este pintor le hace la misma promesa que tú le haces: que cada día se hará más hábil y hará nuevos progresos. Si Hipócrates le pregunta, en qué hará tan grandes progresos, ¿no es claro que Zeuxipo le responderá que los hará en la pintura? Que le entre en el magín ligarse en la misma forma a Ortágoras el Tebano, y que, después de haber oído de su boca las mismas promesas que tú le has hecho, le hiciese la misma pregunta, esto es en qué se hará cada día más hábil, ¿no es claro que Ortágoras le respondería que en el arte de tocar la flauta? Siendo esto así, te suplico, Protágoras, que nos respondas con la misma precisión. Nos dices que si Hipócrates intima contigo, desde el primer día se hará más hábil, al día siguiente más aún, al otro día alcanzará nuevos progresos, y así por todos los días de su vida; pero explícanos en qué.

      —Sócrates —dijo entonces Protágoras—, he aquí una cuestión bien sentada, y me gusta responder a los que las presentan de esta especie. Te digo que Hipócrates no tiene que temer conmigo lo que le sucedería con cualquier otro de los sofistas, porque todos los demás causan un notable perjuicio a los jóvenes en cuanto a que les obligan, contra su voluntad, a aprender artes que no les interesan y que de ninguna manera querían aprender, como la aritmética, la astronomía, la geometría, la música, (y diciendo esto miraba a Hipias) en vez de lo cual, conmigo, este joven no aprenderá jamás otra ciencia que la que desea al dirigirse a mí, y esta ciencia no es otra que la prudencia o el tino que hace que uno gobierne bien su casa, y que en las cosas tocantes a la república nos hace muy capaces de decir y hacer todo lo que le es más ventajoso.

      —Mira —le dije—, si he cogido bien tu pensamiento; me parece que quieres hablar de la política, y que te supones capaz para hacer de los hombres buenos ciudadanos.

      —Precisamente —dijo él—, es eso lo que forma mi orgullo.

      —En verdad, Protágoras —le dije—, vaya una ciencia maravillosa, si es cierto que la posees, y no tengo dificultad en decirte libremente en esta materia lo que pienso. Hasta ahora había creído que era esta una cosa que no podía ser enseñada, pero puesto que dices que tú la enseñas, ¿qué remedio me queda sino creerte? Sin embargo, es justo te diga las razones que tengo para creer que no puede ser enseñada, y que no depende de los hombres comunicar esta ciencia a los demás. Estoy persuadido, como lo están todos los griegos, de que los atenienses son muy sabios. Veo en todas nuestras asambleas, que cuando la ciudad tiene precisión de construir un edificio, se llama a los arquitectos para que den su dictamen; que cuando se quieren construir naves, se hacen venir los carpinteros que trabajan en los arsenales; y que lo mismo sucede con todas las demás cosas que por su naturaleza pueden ser enseñadas y aprendidas; y si alguno que no es profesor se mete a dar consejos, por bueno, por rico, por noble que