como a un espectáculo, constituyen un conjunto de detalles característicos, que descubren el pensamiento íntimo de Platón en esta composición a la vez divertida y severa, irónica y profunda; deleitar e ilustrar todo a la vez, poniendo en acción, por medio de la crítica, las costumbres y el espíritu de los sofistas. Éste es uno de esos cuadros, aunque más en grande, que Sócrates acostumbraba a presentar en sus polémicas diarias a vista del público, para llevar a cabo su reforma, y en las que empleaba con arte la ironía y el buen sentido para desacreditar a la escuela sofística, entregando al ridículo y, por último, condenando al silencio a sus más famosos jefes.
Era preciso dar representación a estas escenas de comedia, en las que Protágoras desempeña el papel de corifeo de los sofistas, mientras que Sócrates se complace en tomar, tan pronto el papel de un farsante burlón, tan pronto el de un espectador descontento y despiadado, y de aquí el objeto de la discusión producido naturalmente por la situación del joven hijo de Apolodoro. Hipócrates solicitó, en efecto, de Sócrates que le proporcionara un maestro capaz de enseñar lo que debe saber un joven de su edad. ¿Qué otra cosa puede ser sino la virtud?, ¿la virtud puede ser enseñada?; he aquí la cuestión. Protágoras sostiene la afirmativa, y Sócrates la tesis contraria; y este debate contradictorio forma el curso de este diálogo, que algunas líneas bastarán para resumir.
Protágoras, para darse importancia a los ojos de Sócrates y de la gente que le rodea, se alaba de enseñar el arte de gobernar los negocios privados y públicos, es decir, la política. Sócrates se sorprende de que la política pueda enseñarse, por la sencilla razón de que los negocios públicos son, entre todos, los únicos sobre los que los ciudadanos de todas las condiciones y de todas las profesiones son admitidos diariamente a dar su dictamen, y esto sin haber recibido jamás ninguna enseñanza. También lo extrañó por esta otra razón, y es que los más grandes políticos, Pericles, por ejemplo, jamás han podido trasmitir a sus hijos su propia habilidad.
Poco impresionado con estos dos argumentos, el sofista propone con confianza dar, ya con el auxilio de una fábula, ya valiéndose del razonamiento, la prueba incontestable de que la política puede enseñarse. Refiere entonces la vieja leyenda de los dioses, encargando a Epimeteo y a su hermano Prometeo dar facultades diversas a todos los seres del universo, la imprevisión de Epimeteo, el mañoso robo de Prometeo en las fraguas de Hefesto, en fin, la intervención suprema de Zeus, dando liberalmente a cada uno de los mortales una parte de los bienes que aún no se habían repartido, la justicia y el pudor. Gracias a estas dos virtudes, que están en el fondo mismo de la política, nada más natural, ni más necesario, que el que todos los ciudadanos sepan deliberar sobre las cosas públicas. Esta ciencia es un don de los dioses. Y así es que no hay un hombre sobre la tierra que imagine otro hombre, es decir, un ser en todo semejante a él, privado de la idea de la justicia. He aquí cómo queda desvanecida la primera duda de Sócrates.
Protágoras rebate de la misma manera la segunda objeción de Sócrates. ¿Cómo puede sostenerse que la justicia no puede enseñarse, cuando es constante que los hombres injustos son todos los días y por todas partes reprimidos y castigados? Si la privación de la idea de justicia fuese un defecto de la naturaleza, sería una locura imponer castigos a los que la naturaleza hubiere privado de ella. ¿Se castiga a los enfermizos y contrahechos? No, porque no está en su mano remediarlo. Pero se castiga a los malos, porque está en su mano hacerse justos. Los hombres piensan, por lo tanto, que se puede aprender la justicia. Y así todos los ciudadanos, tanto por sí mismos, como por medio de los maestros, se esfuerzan, interesándose en los negocios públicos, en inspirar a sus hijos la idea de la justicia. Y si los hijos de los hombres virtuosos raras veces heredan la virtud de sus padres, la razón de esto es muy sencilla; es porque los hombres no reciben todos disposiciones igualmente felices, y la adquisición de la más elevada virtud reclama un natural mejor y mayores esfuerzos que lo que requiere la práctica de una virtud común.
La discusión hasta ahora aparece muy superficial, porque no sale del dominio de los hechos y de los accidentes, sin remontar a un principio. Sócrates, cambiando de táctica, emprende el tratar la cuestión a fondo. Partiendo del principio evidente de que para saber si la virtud puede ser enseñada, es necesario saber en qué consiste, pregunta a Protágoras si la virtud a sus ojos es una en su esencia o compuesta de partes independientes las unas de las otras, como la justicia, la templanza, el valor. El sofista se esfuerza en sostener la última opinión, hasta que Sócrates lo obliga insensiblemente, por una cadena indisoluble de concesiones, a contradecirse a sí mismo, y, en fin, a convenir, a pesar suyo, en que la virtud es una por naturaleza. Sostener que se compone de partes absolutamente distintas, es confesar, por lo pronto, que cada una de estas partes nada tiene en sí de la esencia de la otra, de suerte que la justicia excluiría al valor, y la santidad a la justicia. De aquí esta consecuencia absurda: que la justicia no puede ser valiente, ni la santidad justa. En segundo lugar, si las partes de la virtud se oponen las unas a las otras, una misma cosa podría tener muchas contrarias, lo que implica contradicción. No, la virtud es una en su esencia, una en su esfuerzo, y todas estas partes, que se separan indebidamente, no son otra cosa que modos diversos de la virtud; diversos, pero no exclusivos, contenidos y unidos en su esencia misma, como las consecuencias lo están en su principio. Diferentes en apariencia y solamente de nombre, estas virtudes en el fondo se llaman la una a la otra, se encadenan, se asocian, y no forman más que un todo. He aquí cómo Sócrates, bajo la idea de virtud, abrazando todas las virtudes particulares, establece un principio, que los estoicos, después de él, falsearon exagerándolo. Considerada de esta manera, la virtud no entra en el alma, como lo pretende Protágoras, por una enseñanza progresiva y diversa que poco a poco la penetre por el precepto y por el ejemplo, para que nazca en ella, primero la justicia y después el valor. La virtud con sus dones diversos nace de la inspiración de una naturaleza honesta, que por su propio esfuerzo abraza a la vez la esencia y todos los modos, debido al sentimiento innato del bien, que la precede y que la crea. Esta ciencia verdaderamente anterior y superior a la virtud, ninguno puede enseñarla, porque cada uno debe sacarla de sí mismo; nace con nosotros.
Esta argumentación que parece no tener réplica, no convenció, sin embargo, al sofista, que quiso sostenerse haciendo esta última objeción: que el valor es necesariamente una virtud distinta de todas las demás, puesto que es dado al más injusto y al más depravado de los hombres mostrar valor. Sócrates, valiéndose de razones que reproducen en el fondo ciertos pasajes del Laques, responde, que el valor, desprovisto de prudencia o más bien de ciencia, no es el verdadero valor. El fondo del verdadero valor es la ciencia de las cosas que son de temer y de las que no lo son. De aquí se sigue, puesto que todas las virtudes forman una sola, que Sócrates parece contradecirse, convirtiendo la ciencia en condición de la virtud. Si es una ciencia, se la puede enseñar, lo cual es una contradicción patente con la conclusión que precede.
Sea que Sócrates no haya tenido por objeto, al fin del debate, más que probar a Protágoras que sabe mejor que un sofista defender y probar el pro y el contra, o sea que se propusiera dejar sin resolución la cuestión principal, es decir, si la virtud puede o no puede ser enseñada, Sócrates rompe la conversación, dirigiendo al sofista este último epigrama: quizá venga un día en que llegue a saber que Protágoras es el más sabio de los hombres.
Protágoras, o los sofistas
AMIGO DE SÓCRATES — SÓCRATES — HIPÓCRATES — PROTÁGORAS — ALCIBÍADES — CRITIAS — PRÓDICO — HIPIAS
EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde vienes, Sócrates? ¿Pero para qué es preguntarlo? Vienes de la caza ordinaria a la que te arrastra el hermoso Alcibíades. Te confieso que el otro día me complacía en mirarle, porque me parecía que, a pesar de ser un hombre ya formado, es muy hermoso; porque, acá entre nosotros, puede decirse que no está en su primera juventud, y la barba hace sombrear ya su semblante.
SÓCRATES. —¿Qué tiene que ver eso? ¿Crees que Homero haya cometido un error en haber dicho que la edad de un joven que comienza a tener barba es la más agradable?[1] Ésta es precisamente la edad de Alcibíades.
EL AMIGO DE SÓCRATES. —Acabo de dejarle. ¿Cómo estás tú con él?