Plato

Obras Completas de Platón


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AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué es lo que os ha sucedido al uno y al otro? ¿Has encontrado por ventura en la ciudad algún joven más hermoso que Alcibíades?

      SÓCRATES. —Mucho más hermoso.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —Muy bien; ¿es ateniense o extranjero?

      SÓCRATES. —Extranjero.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿De dónde es?

      SÓCRATES. —De Abdera.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Tan hermoso te ha parecido, que a tus ojos ha eclipsado al hijo de Clinias?

      SÓCRATES. —¿Hay nada, amigo mío, que impida que el más sabio aparezca también el más hermoso?

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —Pero qué, ¿acabas de ver algún hombre sabio?

      SÓCRATES. —Sí, un sabio, el más sabio de los hombres que hoy existen; si Protágoras puede parecerte tal.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Qué me dices? ¿Que Protágoras está aquí?

      SÓCRATES. —Sí, hace tres días.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¿Y acabas ahora mismo de dejarle?

      SÓCRATES. —Sí, en este momento, y después de una conversación muy larga.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —¡Ah!, si no tuvieses cosa urgente que hacer ¿no querrías referirnos esa conversación? Siéntate, te suplico, en el sitial que ocupa este niño, que te lo cederá.

      SÓCRATES. —Con todo mi corazón, y me daré por complacido, si queréis escucharme.

      EL AMIGO DE SÓCRATES. —Los complacidos seremos nosotros, si te dignas referírnoslo.

      SÓCRATES. —Unos y otros quedaremos obligados, y ahora escuchadme. Esta mañana, cuando aún no había amanecido, Hipócrates, hijo de Apolodoro y hermano de Fasón, vino a llamar muy fuerte a mi puerta con su bastón, y apenas le abrieron, cuando se fue derecho a mi cuarto, diciendo en alta voz:

      —Sócrates, ¿duermes?

      Como conociera su voz —le dije:

      —Hola Hipócrates, ¿qué nueva te trae?

      —Una gran nueva —me dijo.

      —Dios lo quiera —le respondí—. ¿Pero qué nueva es la que te trae aquí tan de mañana?

      —Protágoras está en la ciudad —me dijo, manteniéndose en pie frente a mi cama.

      —Ya está aquí desde antes de ayer —le repuse—; ¿no lo has sabido hasta ahora?

      —No lo supe hasta esta noche.

      Diciendo esto, se aproximó a mi cama a tientas, se sentó a mis pies, y continuó hablando de esta manera:

      —Volví ayer por la tarde, ya muy tarde, del pueblo de Oenoe, adonde fui para coger a mi esclavo Sátiro, que se me había fugado; pensaba decírtelo antes, pero no sé qué otra cosa borró de mi espíritu esta idea. Cuando estuve de vuelta, después de cenar, y cuando íbamos ya a acostarnos, fue mi hermano a decirme que Protágoras estaba aquí. El primer pensamiento que me ocurrió fue venir a darte esta buena noticia, pero habiendo reflexionado que la noche estaba muy avanzada, me acosté, y después de un ligero sueño que me ha repuesto de las fatigas de mi viaje, me levanté y me vine aquí corriendo.

      Yo que conozco a Hipócrates como un hombre de corazón, y que le veía todo azorado, le dije:

      —¿Pero qué es? ¿Protágoras te ha hecho alguna injuria?

      —Sí, por los dioses —me respondió riéndose—, me ha hecho la injuria de ser sabio él solo, y no hacerme a mí sabio.

      —¡Oh! —le dije—, y si le das dinero y le puedes comprometer a que te admita por discípulo, también te haría sabio.

      —¡Quieran Zeus y los demás dioses que así sea! —me dijo—; gastaré hasta el último óbolo y agotaré la bolsa de mis amigos, si tal sucede. Lo que me trae es suplicarte que le hables por mí; porque además de que yo soy demasiado joven, jamás le he visto ni conocido, pues cuando hizo aquí su primera venida, era yo un niño. Pero oigo decir a todo el mundo muy bien de él y se asegura que es el más elocuente de los hombres. ¿No será bueno que vayamos a su casa antes de que salga? Me han dicho que está en casa de Calias, hijo de Hipónico; vamos allá, te lo suplico encarecidamente.

      —Es demasiado temprano —le dije—, pero vamos a pasearnos a mi pórtico; allí hablaremos hasta que rompa el día, y después iremos; te aseguro que le encontraremos, porque Protágoras no sale.

      Bajamos, pues, al pórtico, y estando paseándonos, quise penetrar el pensamiento de Hipócrates. Con esta mira, para sondearle le pregunté:

      —Y bien, Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa; ¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? Si fueses a casa de Hipócrates, ese gran médico de Cos, que lleva el mismo nombre que tú, y que desciende de Asclepio, y le ofrecieses dinero, si alguno te preguntase: «Hipócrates, ¿a qué clase de hombre pretendes dar este dinero destinado al otro Hipócrates?».

      —Yo respondería: a un médico.

      —¿Y qué es lo que querrías hacerte, dando ese dinero?

      —Médico, diría.

      —Y si fueses a casa de Policleto de Argos o a casa de Fidias de Atenas, y les dieses dinero para aprender de ellos alguna cosa, y te preguntasen en igual forma quiénes son estos dos hombres, Policleto y Fidias, a quienes ofreces dinero, ¿qué responderías?

      —Que son escultores.

      —¿Y si te preguntasen para qué, respecto de ti?

      —Para hacerme escultor, respondería.

      —Está perfectamente. Ahora vamos tú y yo a casa de Protágoras, dispuestos a darle todo lo que pida por tu instrucción, hasta donde alcance nuestra fortuna; y si no alcanza, acudiremos a los amigos. Si alguno, viendo este empeño tan decidido, nos preguntase: «Sócrates e Hipócrates, decidme, dando este dinero a Protágoras, ¿a qué hombre creéis darlo?», ¿qué le responderíamos? ¿Con qué nombre conocemos a Protágoras, como conocemos a Fidias con el de estatuario, y a Homero con el de poeta? ¿Cómo se llama a Protágoras?

      —Se llama a Protágoras un sofista, Sócrates.

      —Bueno —le dije—, vamos a dar nuestro dinero a un sofista.

      —Ciertamente.

      —¿Y si el mismo hombre, continuando, te preguntase lo que quieres hacerte tú con Protágoras?

      A estas palabras, mi hombre ruborizándose, porque el día estaba ya claro para observar el cambio de semblante, si hemos de seguir, me dijo, nuestro principio, es claro que yo me quiero hacer un sofista.

      —¡Cómo! ¿Tendrías valor para darte por sofista a la faz de los griegos?

      —Si tengo de decir la verdad, te juro, Sócrates, que me daría vergüenza.

      —¡Ah!, ya te entiendo, mi querido Hipócrates, tu intención no es de ir a la escuela de Protágoras, sino como has ido a la de un gramático, a la de un tocador de lira o un maestro de gimnasia; porque tú no has ido a casa de todos estos maestros para estudiar a fondo su arte, y para hacerte profesor, sino solo para ejercitarte y aprender lo que un ciudadano, un hombre libre, debe necesariamente saber.

      —Sí —me dijo—, he aquí el provecho que justamente quiero sacar de Protágoras.

      —¿Pero sabes lo que vas a hacer? —le dije.

      —¿Qué?

      —Vas a poner tu alma en manos de un sofista, y apostaré a que no sabes qué es un sofista. No sabiendo lo que es, tampoco sabes a quién vas a confiar lo más precioso que tú tienes e ignoras si lo pones en buenas o en malas manos.