como es posible devenir vicioso. Los que más perseveran en la virtud son a los que los dioses aman. Que todo esto se dice contra Pítaco, lo muestra más claramente lo que resta del poema, porque Simónides añade: «Ésta es la razón por la que no me cansaré en buscar lo que es imposible encontrar y no consumiré mi vida lisonjeándome con la inútil esperanza de ver un hombre sin tacha entre los mortales, que viven de los frutos que la fecundidad de la tierra nos proporciona; si lo encuentro, os lo diré». En todo su poema se fija tanto en esta sentencia de Pítaco, que dice en seguida: «Yo, a todo hombre que no comete acción vergonzosa, de buena gana lo alabo, lo quiero; pero la necesidad es más fuerte que los dioses mismo»; todo esto se dice contra Pítaco. En efecto, Simónides no era tan ignorante que pudiera achacar estas palabras «de buena gana» al que comete acciones vergonzosas, como si hubiese gentes que hiciesen el mal con gusto. Estoy persuadido de que entre todos los filósofos no se encontrará uno que diga que hay hombres que pecan de buena gana; saben todos que los que cometen faltas, lo hacen a pesar suyo. Simónides no dice que alabará a aquel que no comete el mal de buena gana, sino que estas palabras se las aplica a sí mismo; porque estaba persuadido de que muchas veces sucede, que un hombre de bien tiene que hacerse violencia a sí mismo para amar y alabar a ciertas gentes. Por ejemplo, un hombre tiene un padre y una madre muy irracionales, una patria injusta o cualquier otro disgusto semejante. Si es un mal hombre ¿qué hacer? En primer lugar es fácil que esto suceda, y, en segundo, su primer cuidado es quejarse públicamente, y hacer conocer a todo el mundo el mal proceder de su padre y de su madre o la injusticia de su patria, para ponerse a cubierto, por este medio, del mal juicio que justamente se formaría de él por su falta de miramiento para con ellos. Con la misma intención pondera los motivos de queja y añade un odio voluntario a esta enemistad forzada. La conducta de un hombre de bien en tales ocasiones es muy diferente; hace por ocultar y encubrir los defectos de su padre y de su patria, y, lejos de quejarse de ellos, tiene bastante poder sobre sí mismo para hablar con honor de los mismos. Y si alguna injusticia que clame al cielo le ha forzado a ponerse en pugna con ellos, se representa todas las razones que puedan tranquilizarle y traerle a buen camino, hasta que, dueño de su resentimiento, les haya restituido toda su terneza y les respete como antes. Estoy persuadido de que Simónides mismo se ha encontrado muchas veces en la necesidad de alabar a un tirano o a cualquier otro notable personaje. Lo ha hecho por conveniencia, pero lo ha hecho a pesar suyo. He aquí el lenguaje que usa dirigiéndose a Pítaco: “Cuando te reprendo, Pítaco, no es porque tenga yo inclinación a reprender; por el contrario, a mí me basta que un hombre no sea malo o inútil, que tenga sentidos, y que conozca la justicia y las leyes. No gusto de reprender, porque la raza de los necios es tan numerosa, que si tuviera uno placer en reprender, sería cosa de nunca acabar. Es preciso tener por bueno todo acto en el que no se descubre tacha vergonzoso”. Cuando se explica de esta manera, no es como si dijese: “es preciso tener por blanco todo aquello en lo que no se deja ver ninguna mezcla de negro”, porque esto sería enteramente ridículo, sino que lo que quiere dar a entender es que se contenta con un término medio entre lo vergonzoso y lo honesto, y que dondequiera que encuentra este término medio, nada tiene que reprender. «Ésta es la razón», dice, «por la que no busco un hombre que sea enteramente inocente entre todos los que las producciones de esta tierra fecunda alimentan. Si lo encuentro, yo os lo descubriré. Hasta aquí no alabo a nadie por ser perfecto; me basta que un hombre ocupe ese término medio digno de alabanza y que no obre mal. He aquí las gentes que quiero y que alabo». Y como se dirige a Pítaco, que es de Mitilene, usa el lenguaje de los mitilenses[26]: «yo alabo y amo de buena gana (aquí es preciso hacer pausa al leer) a todos los que no hacen cosa que sea vergonzosa; porque hay otros hombres a quienes alabo y amo a pesar mí. Así pues, Pítaco», continúa él, «si te hubieras mantenido en ese justo medio y nos hubieses dicho cosas aceptables, nunca te hubiera reprendido, pero en lugar de esto nos has dado, como verdaderos principios manifiestamente falsos sobre cosas muy esenciales, y por esto te he contradicho». He aquí, mi querido Pródico, mi querido Protágoras, cuál es, a mi parecer, el sentido y objeto de este poema de Simónides.
Hipias, tomando entonces la palabra me dijo:
—En verdad, Sócrates, nos has explicado perfectamente el pensamiento del poema; y yo también podré dar una explicación que vale la pena. Si quieres, tomaré parte en este asunto.
—Eso está muy bien —dijo Alcibíades interrumpiéndole—, pero será para otra vez. Ahora es justo que Protágoras y Sócrates cumplan el trato que tienen hecho. Si Protágoras quiere interrogar, que Sócrates responda; y si quiere responder a su vez, que Sócrates interrogue.
—Doy la elección a Protágoras —dije yo—, y solo falta saber qué es lo que prefiere. Si me cree, deberemos abandonar a los poetas y la poesía.
»Te confieso, Protágoras, que tendría el mayor placer en profundizar contigo la primera cuestión que te propuse, porque, si continuáramos hablando de poesía, nos equipararíamos a los ignorantes y al vulgo. Cuando se convidan a comer los unos a los otros, como no son capaces de hablar entre sí de cosas que lo merezcan, ni alimentar la conversación, guardan silencio y alquilan voces para entretenerse, haciendo crecidos gastos, y de esta manera los cantantes y los tocadores de flauta suplen su ignorancia y su grosería. Pero cuando se reúnen a comer personas ilustradas y bien nacidas, no hacen venir ni cantantes, ni danzantes, ni tocadores de flauta, ni encuentran dificultad alguna en sostener por sí mismos una conversación animada sin estas miserias y vanos placeres; y así se hablan los unos a los otros y se escuchan recíprocamente con cortesía, en el acto mismo en que se excitan a apurar los vasos. Lo mismo debe suceder en esta asamblea, compuesta en su mayor parte de personas que no tienen necesidad de recurrir a voces extrañas, ni a los poetas, a quienes no se puede exigir que den razón de lo que dicen, y a los que la mayor parte de los que les citan, atribuyen unos un sentido, otros otro, sin que jamás puedan convencerse, ni ponerse de acuerdo. He aquí por qué los hombres entendidos tienen razón en abandonar estas disertaciones, y en conversar juntos, fundándose en sus propios razonamientos, para dar una prueba de los progresos que han hecho en la sabiduría. Éste es el ejemplo, Protágoras, que tú y yo debemos de seguir. Dejando, pues, aparte los poetas, hablemos aquí entre nosotros, para ver a qué altura se halla nuestro espíritu, y hasta qué punto podremos descubrir la verdad. Si quieres preguntarme, estoy dispuesto a responderte; si no, permite que yo te pregunte, y tratemos de llevar a buen término la indagación que hemos interrumpido.
Luego que yo hablé de esta manera, Protágoras no sabía qué partido tomar, y no se decidía. Alcibíades, dirigiéndose a Calias, le dijo:
—¿Crees que Protágoras obra bien en no declararnos lo que quiere hacer, si interrogar o responder? En mi concepto, no. Que continúe la conversación o que declare que renuncia a ella, para que sepamos a qué atenernos respecto de él, y que Sócrates converse con otros, con alguno de los presentes, con el primero que se ofrezca.
Entonces Protágoras abochornado, según me pareció, al oír hablar de esta manera a Alcibíades, y viéndose solicitado por Calias y casi por todos los que estaban presentes, se resolvió en fin, aunque con disgusto, a entrar en discusión, y me suplicó que le interrogara.
Comencé por decirle:
—Protágoras, no te imagines que quiera yo conversar contigo con otro objeto que con el de profundizar materias sobre las que dudo aún todos los días; porque estoy persuadido de que Homero ha dicho con razón: «de dos hombres que caminan juntos, el uno ve lo que el otro no ve».[27]
»En efecto, nosotros, mortales como somos, cuando estamos reunidos tenemos más facilidad para todo lo que queremos hacer, decir o pensar; un hombre solo, desde el momento en que imagina una cosa, busca siempre a alguno para comunicarle sus pensamientos y fortificarlos, hasta que ha encontrado lo que buscaba. He aquí por qué converso yo contigo con más gusto que con ningún otro, por estar persuadido de que tú, mejor que nadie, has examinado todas las materias que un sabio está por deber obligado a profundizar, y particularmente todo lo que tiene relación con la virtud. ¡Ah!, ¿a quién habremos de dirigirnos sino a ti? En primer lugar, tú te jactas de hombre de bien, y con esto ya tienes una ventaja, que la mayor parte de los hombres de bien no tienen; y es que, siendo