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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Cuando todo esto acabe
© Francisco Javier Irurzun Ilundain, 2020
Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria
© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
© De la ilustración de la cubierta, Pedro Osés
I.S.B.N.: 978-84-9139-578-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
1
Aquella mañana, la duodécima del estado de alarma, cuando la puerta de casa se cerró y me quedé sin llaves en el descansillo, me había lavado las manos ya veintidós veces. Tenía gracia. Hasta hacía solo unos días yo era una puta chalada maniática de la limpieza y ahora, de repente, me había convertido en una ciudadana ejemplar. Bueno, casi ejemplar, porque lo cierto era que ahí estaba, rompiendo el confinamiento. Había sido sin querer, eso sí, y precisamente por extremar la higiene.
Unos minutos antes había abierto las ventanas para ventilar y, mientras tanto, con un balde de agua con lejía, había ido repasando todos los pomos e interruptores de la casa. Me acordé entonces de que la tarde anterior alguien había llamado al timbre. No tenía ni idea de quién podía ser. Me daba lo mismo. Yo solo veía la imagen esa del virus que ponían a todas horas en los telediarios, una gran bola gris con un montón de trompetitas rojas. Era hasta simpático. Como un dibujo animado o un peluche (me imagino, de hecho, que cuando todo esto acabe —«Cuando todo esto acabe», el mantra que todos repetimos estos días— algún espabilado sacará souvenirs, camisetas con la frase «Yo sobreviví al Covid-19», muñequitos, y los niños dormirán abrazados a ellos y todo no habrá sido más que una pesadilla; pero entonces, la tarde anterior, el virus estaba ahí fuera, y en lugar de trompetitas rojas tenía muchas piernecitas, todas con sus zapatillas de correr, y muchos bracitos, como una diosa hindú, y con uno de ellos sostenía una lista de personas, la lista negra, y con otro iba tachando en ella nombres, los nombres de las personas que vivían en las casas a las que timbraba, y una de esas casas era la mía, y el virus no dejaba de llamar, de aporrear la puerta, una y otra vez, y la cosa ya no tenía ninguna gracia).
Me quedé, pues, encogida en el sofá, conteniendo la respiración, muerta de miedo, hasta que el virus se cansó y se largó.
Y luego me olvidé.
Hasta aquella mañana, la duodécima del estado de alarma. Entonces, mientras limpiaba en casa, me acordé otra vez de la visita de la tarde anterior y salí al descansillo, con el barreño de agua con lejía y comencé a frotar como una posesa el interruptor del timbre.
—¡Muere! —me daba ánimos—. ¡Muere, puto bicharraco!
Estaba tan concentrada que no me di cuenta de que se había hecho corriente y de que la puerta se cerraba.
¡BUM!
El edificio pareció elevarse durante un segundo y descender.
Y después, aquel silencio.
Sentí que en la espalda se me dibujaba el mapa de Groenlandia.
—¡No, no! —reaccioné por fin—. ¡Las llaves!
Me las había dejado dentro. Y el móvil. Tendría que pedir ayuda. Y con aquellas pintas…
Llevaba puesta una coleta alta, esa que tanto asco-gracia le daba a Miguel, la bata de felpa fucsia, la camiseta con el lema «¡Revolución!» y el logo de «Cajanavarra», los calcetines gordos por encima del pantalón del pijama —el pijama más viejo y lleno de bolas que tenía— y aquellas zapatillas con la cabezota de un rastafari.
¡Qué vergüenza! No, no podía acercarme a nadie con ese aspecto. En realidad, no podía acercarme a nadie ni aunque estuviera hecha un pincel. Toda esa gente, con los dedazos llenos de virus, bacterias, gérmenes… Toda esa gente tosiendo, estornudando, respirando. No, no, tenía que solucionarlo de otra manera, yo solita.
«Piensa, piensa, Piluka», me repetía.
Mi madre tenía una copia de las llaves. Pero vivía en la otra punta de la ciudad. No podía ir en autobús, esos ataúdes rodantes, con sus cristales empañados por cientos de alientos, sus barras mil veces manoseadas…
«Piensa, Piluka, piensa»…
Finalmente decidí que no me quedaba otra opción: lo mejor sería caminar hasta la casa de mi madre, evitando las calles más concurridas, atravesando los descampados, los polígonos, las carreteras de circunvalación… ¿Cuánto podía tardar? ¿Una mañana? Bueno, tenía tiempo de sobra. Sí, eso era lo mejor. De modo que cogí el barreño de agua con lejía y bajé las escaleras. Al menos, durante esas horas, tendría algo con lo que lavarme las manos.
2
Lo primero que vi en la calle fue la cola del pan, rodeando la manzana. Había casi tres metros de distancia entre las personas que, disciplinadamente, esperaban su turno para entrar a la tienda. Todos estaban recién duchados, limpitos; o eso me pareció a mí, quizás porque los comparaba conmigo. Algunos llevaban guantes y mascarillas. Una mujer se había fabricado una con la copa de un sujetador. Pero, desde luego, no resultaba ni la mitad de ridícula que yo. Me di cuenta de que todos me miraban. Al menos, no decían nada, ni me señalaban, no hablaban entre ellos. En la calle había un silencio atronador, como si la ciudad fuera un enorme cementerio.
De repente, sin embargo, escuché un grito:
—¡Quédate en casa!
Miré a mi alrededor, los bloques de casas, las ventanas como grandes ojos acechantes…
No vi a nadie, pero volvieron a gritar:
—¡Inconsciente!
¿Era a mí?
—Sí, tú, la de la bata rosa.
Oí