Федор Достоевский

Crimen y castigo


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Hace ya cuatro días que no te alimentas: lo único que has tomado ha sido unas cucharadas de té. Te he mandado a Zosimof dos veces. ¿Te acuerdas de Zosimof? Te ha reconocido detenidamente y ha dicho que no tienes nada grave: sólo un trastorno nervioso a consecuencia de una alimentación deficiente. «Falta de comida ‑dijo‑. Esto es lo único que tiene. Todo se arreglará.» Está hecho un tío ese Zosimof. Es ya un médico excelente… Bueno ‑dijo dirigiéndose al mozo‑, no quiero hacerle perder más tiempo. Haga el favor de explicarme el motivo de su visita… Has de saber, Rodia, que es la segunda vez que la casa Chelopaief envía un empleado. Pero la visita anterior la hizo otro. ¿Quién es el que vino antes que usted?

      ‑Sin duda, usted se refiere al que vino anteayer. Se llama Alexis Simonovitch y, en efecto, es otro empleado de la casa.

      ‑Es un poco más comunicativo que usted, ¿no le parece?

      ‑Desde luego, y tiene más capacidad que yo.

      ‑¡Laudable modestia! Bien; usted dirá.

      ‑Se trata ‑dijo el empleado, dirigiéndose a Raskolnikof‑ de que, atendiendo a los deseos de su madre, Atanasio Ivanovitch Vakhruchine, de quien usted, sin duda, habrá oído hablar más de una vez, le ha enviado cierta cantidad por mediación de nuestra oficina. Si está usted en posesión de su pleno juicio le entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha recibido de Atanasio Ivanovitch, el cual ha efectuado el envío por indicación de su madre. Sin duda, ya estaría usted informado de esto.

      ‑Sí, sí… , ya recuerdo… Vakhruchine… ‑murmuró Raskolnikof, pensativo.

      ‑¿Oye usted? ‑exclamó Rasumikhine‑. Conoce a Vakhruchine. Por lo tanto, está en su cabal juicio. Por otra parte, advierto que también usted es un hombre capacitado. Continúe. Da gusto oír hablar con sensatez.

      ‑Pues sí, ese Vakhruchine que usted recuerda es Atanasio Ivanovitch, el mismo que ya otra vez, atendiendo a los deseos de su madre, le envió dinero de este mismo modo. Atanasio Ivanovitch no se ha negado a prestarle este servicio y ha informado del asunto a Simón Simonovitch, rogándole le haga entrega de treinta y cinco rublos. Aquí están.

      ‑Emplea usted expresiones muy acertadas. Yo adoro también a esa madre. Y ahora juzgue usted mismo: ¿está o no en posesión de sus facultades mentales?

      ‑Le advierto que eso está fuera de mi incumbencia. Aquí se trata de que me eche una firma.

      ‑Se la echará. ¿Es un libro donde ha de firmar?

      ‑Sí, aquí lo tiene.

      ‑Traiga… Vamos, Rodia; un pequeño esfuerzo. Incorpórate; yo te sostendré. Coge la pluma y pon tu nombre. En nuestros días, el dinero es la más dulce de las mieles.

      ‑No vale la pena ‑dijo Raskolnikof rechazando la pluma.

      ‑¿Qué es lo que no vale la pena?

      ‑Firmar. No quiero firmar.

      ‑¡Ésa es buena! En este caso, la firma es necesaria.

      ‑Yo no necesito dinero.

      ‑¿Que no necesitas dinero? Hermano, eso es una solemne mentira. Sé muy bien que el dinero te hace falta… Le ruego que tenga un poco de paciencia. Esto no es nada… Tiene sueños de grandeza. Estas cosas le ocurren incluso cuando su salud es perfecta. Usted es un hombre de buen sentido. Entre los dos le ayudaremos, es decir, le llevaremos la mano, y firmará. ¡Hala, vamos!

      ‑Puedo volver a venir.

      ‑No, no. ¿Para qué tanta molestia… ? ¡Usted es un hombre de buen sentido… ! ¡Vamos, Rodia; no entretengas a este señor! ¡Ya ves que está esperando!

      Y se dispuso a coger la mano de su amigo.

      ‑Deja ‑dijo Raskolnikof‑. Firmaré.

      Cogió la pluma y firmó en el libro. El empleado entregó el dinero y se marchó.

      ‑¡Bravo! Y ahora, amigo, ¿quieres comer?

      ‑Sí.

      ‑¿Hay sopa, Nastasia?

      ‑Sí; ayer sobró.

      ‑¿Está hecha con pasta de sopa y patatas?

      ‑Sí.

      ‑Lo sabía. Tráenos también té.

      ‑Bien.

      Raskolnikof contemplaba esta escena con profunda sorpresa y una especie de inconsciente pavor. Decidió guardar silencio y esperar el desarrollo de los acontecimientos.

      «Me parece que no deliro ‑pensó‑. Todo esto tiene el aspecto de ser real.

      Dos minutos después llegó Nastasia con la sopa y anunció que en seguida les serviría el té. Con la sopa había traído no sólo dos cucharas y dos platos, sino, cosa que no ocurría desde hacía mucho tiempo, el cubierto completo, con sal, pimienta, mostaza para la carne… Hasta estaba limpio el mantel.

      ‑Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos mandara dos botellitas de cerveza. Sería un buen final.

      ‑¡Sabes cuidarte! ‑rezongó la sirvienta. Y salió a cumplir el encargo.

      Raskolnikof seguía observando lo que ocurría en su presencia, con inquieta atención y fuerte tensión de ánimo. Entre tanto, Rasumikhine se había instalado en el diván, junto a él. Le rodeó el cuello con su brazo izquierdo tan torpemente como lo habría hecho un oso y, aunque tal ayuda era innecesaria, empezó a llevar a la boca de Raskolnikof, con la mano derecha, cucharadas de sopa, después de soplar sobre ellas para enfriarlas. Sin embargo, la sopa estaba apenas tibia. Raskolnikof sorbió ávidamente una, dos, tres cucharadas. Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y dijo que, para darle más, tenía que consultar a Zosimof.

      En esto llegó Nastasia con las dos botellas de cerveza.

      ‑¿Quieres té, Rodia? ‑preguntó Rasumikhine.

      ‑Sí.

      ‑Corre en busca del té, Nastasia; pues, en lo que concierne a esta pócima, me parece que podemos pasar por alto las reglas de la facultad… ¡Ah! ¡Llegó la cerveza!

      Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y empezó a devorar con tanto apetito como si no hubiera comido en tres días.

      ‑Ahora, amigo Rodia, como aquí, en tu habitación, todos los días ‑masculló con la boca llena‑. Ha sido cosa de Pachenka, tu amable patrona. Yo, como es natural, no le llevo la contraria. Pero aquí llega Nastasia con el té. ¡Qué lista es esta muchacha! ¿Quieres cerveza, Nastenka?

      ‑No gaste bromas.

      ‑¿Y té?

      ‑¡Hombre, eso… !

      ‑Sírvete… No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.

      Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó primero una taza y después otra. Seguidamente dejó su almuerzo y fue a sentarse de nuevo en el diván. Otra vez rodeó la cabeza del enfermo con un brazo, la levantó y empezó a dar a su amigo cucharaditas de té, sin olvidarse de soplar en ellas con tanto esmero como si fuera éste el punto esencial y salvador del tratamiento.

      Raskolnikof aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante fuerte para incorporarse, sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero, llevado de una especie de astucia, misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado, sin dejar de tener bien agudizados la vista y el oído.

      Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor: después de haber tomado una decena de cucharaditas de té, libertó su cabeza con un brusco movimiento, rechazó la cucharilla y dejó caer la cabeza en la almohada (ahora dormía con verdaderas almohadas rellenas de plumón y cuyas fundas eran de una blancura inmaculada). Raskolnikof observó este detalle y se sintió vivamente interesado.