Федор Достоевский

Crimen y castigo


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‑preguntó Nastasia, que mantenía un platillo sobre la palma de su mano, con todos los dedos abiertos, y vertía el té en su boca, gota a gota haciéndolo pasar por un terrón de azúcar que sujetaba con los labios.

      ‑Pues las sacará, sencillamente, de la frutería, mi querida Nastasia… No puedes figurarte, Rodia, las cosas que han pasado aquí durante tu enfermedad. Cuando saliste corriendo de mi casa como un ladrón, sin decirme dónde vivías, decidí buscarte hasta dar contigo, para vengarme. En seguida empecé las investigaciones. ¡Lo que corrí, lo que interrogué… ! No me acordaba de tu dirección actual, o tal vez, y esto es lo más probable, nunca la supe. De tu antiguo domicilio, lo único que recordaba era que estaba en el edificio Kharlamof, en las Cinco Esquinas… ¡Me harté de buscar! Y al fin resultó que no estaba en el edificio Kharlamof, sino en la casa Buch. ¡Nos armamos a veces unos líos con los nombres… ! Estaba furioso. Al día siguiente se me ocurrió ir a las oficinas de empadronamiento, y cuál no sería mi sorpresa al ver que al cabo de dos minutos me daban tu dirección actual. Estás inscrito.

      ‑¿Inscrito yo?

      ‑¡Claro! En cambio, no pudieron dar las señas del general Kobelev, que solicitaron mientras yo estaba allí. En fin, abreviemos. Apenas llegué allí, se me informó de todo lo que te había ocurrido, de todo absolutamente. Sí, lo sé todo. Se lo puedes preguntar a Nastasia. He trabado conocimiento con el comisario Nikodim Fomitch, me han presentado a Ilia Petrovitch, y conozco al portero, y al secretario Alejandro Grigorevitch Zamiotof. Finalmente, cuento con la amistad de Pachenka. Nastasia es testigo.

      ‑La has engatusado.

      Y, al decir esto, la sirvienta sonreía maliciosamente.

      ‑Debes echar el azúcar en el té en vez de beberlo así, Nastasia Nikiphorovna.

      ‑¡Oye, mal educado! ‑replicó Nastasia. Pero en seguida se echó a reír de buena gana. Cuando se hubo calmado continuó‑: Soy Petrovna y no Nikiphorovna.

      ‑Lo tendré presente… Pues bien, amigo Rodia, dicho en dos palabras, yo me propuse cortar de cuajo, utilizando medios heroicos, cuantos prejuicios existían acerca de mi persona, pues es el caso que Pachenka tuvo conocimiento de mis veleidades… Por eso no esperaba que fuese tan… complaciente. ¿Qué opinas tú de todo esto?

      Raskolnikof no contestó: se limitó a seguir fijando en él una mirada llena de angustia.

      ‑Sí, está incluso demasiado bien informada ‑dijo Rasumikhine, sin que le afectara el silencio de Raskolnikof y como si asintiera a una respuesta de su amigo‑. Conoce todos los detalles.

      ‑¡Qué frescura! ‑exclamó Nastasia, que se retorcía de risa oyendo las genialidades de Rasumikhine.

      ‑El mal está, querido Rodia, en que desde el principio seguiste una conducta equivocada. Procediste con ella con gran torpeza. Esa mujer tiene un carácter lleno de imprevistos. En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Pero es incomprensible que hayas llegado a obligarla a retirarte la comida… ¿Y qué decir del pagaré? Sólo no estando en tu juicio pudiste firmarlo. ¡Y ese proyecto de matrimonio con Natalia Egorovna… ! Ya ves que estoy al corriente de todo… Pero advierto que estoy tocando un punto delicado… Perdóname; soy un asno… Y, ya que hablamos de esto, ¿no opinas que Prascovia Pavlovna es menos necia de lo que parece a primera vista?

      ‑Sí ‑respondió Raskolnikof entre dientes y volviendo la cabeza, pues había comprendido que era más prudente dar la impresión de que aceptaba el diálogo.

      ‑¿Verdad que sí? ‑exclamó Rasumikhine, feliz ante el hecho de que Raskolnikof le hubiera contestado. Pero esto no quiere decir que sea inteligente. No, ni mucho menos. Tiene un carácter verdaderamente raro. A mí me desorienta a veces, palabra. No cabe duda de que ya ha cumplido los cuarenta, y dice que tiene treinta y seis, aunque bien es verdad que su aspecto autoriza el embuste. Por lo demás, te juro que yo sólo puedo juzgarla desde un punto de vista intelectual, puramente metafísico, por decirlo así. Pues nuestras relaciones son las más singulares del mundo. Yo no las comprendo… En fin, volvamos a nuestro asunto. Cuando ella vio que dejabas la universidad, que no dabas lecciones, que ibas mal vestido, y, por otra parte, cuando ya no te pudo considerar como persona de la familia, puesto que su hija había muerto, la inquietud se apoderó de ella. Y tú, para acabar de echarlo a perder, empezaste a vivir retirado en tu rincón. Entonces ella decidió que te fueras de su casa. Ya hacía tiempo que esta idea rondaba su imaginación. Y te hizo firmar ese pagaré que, según le aseguraste, pagaría tu madre…

      ‑Esto fue una vileza mía ‑declaró Raskolnikof con voz clara y vibrante‑. Mi madre está poco menos que en la miseria. Mentí para que siguiera dándome habitación y comida.

      ‑Es un proceder muy razonable. Lo que te echó todo a perder fue la conducta del señor Tchebarof, consejero y hombre de negocios. Sin su intervención, Pachenka no habría dado ningún paso contra ti: es demasiado tímida para eso. Pero el hombre de negocios no conoce la timidez, y lo primero que hizo fue preguntar: «¿Es solvente el firmante del efecto?» Contestación: «Sí, pues tiene una madre que con su pensión de ciento veinte rublos pagará la deuda de su Rodienka, aunque para ello haya de quedarse sin comer; y también tiene una hermana que se vendería como esclava por él.» En esto se basó el señor Tchebarof… Pero ¿por qué te alteras? Conozco toda la historia. Comprendo que te expansionaras con Prascovia Pavlovna cuando veías en ella a tu futura suegra, pero… , te lo digo amistosamente, ahí está el quid de la cuestión. El hombre honrado y sensible se entrega fácilmente a las confidencias, y el hombre de negocios las recoge para aprovecharse. En una palabra, ella endosó el pagaré a Tchebarof, y éste no vaciló en exigir el pago. Cuando me enteré de todo esto, me propuse, obedeciendo a la voz de mi conciencia, arreglar el asunto un poco a mi modo, pero, entre tanto, se estableció entre Pachenka y yo una corriente de buena armonía, y he puesto fin al asunto atacándolo en sus raíces, por decirlo así. Hemos hecho venir a Tchebarof, le hemos tapado la boca con una pieza de diez rublos y él nos ha devuelto el pagaré. Aquí lo tienes; tengo el honor de devolvértelo. Ahora solamente eres deudor de palabra. Tómalo.

      Rasumikhine depositó el documento en la mesa. Raskolnikof le dirigió una mirada y volvió la cabeza sin desplegar los labios. Rasumikhine se molestó.

      ‑Ya veo, querido Rodia, que vuelves a las andadas. Confiaba en distraerte y divertirte con mi charla, y veo que no consigo sino irritarte.

      ‑¿Eres tú el que no conseguía reconocer durante mi delirio? ‑preguntó Raskolnikof, tras un breve silencio y sin volver la cabeza.

      ‑Sí, mi presencia incluso te horrorizaba. El día que vine acompañado de Zamiotof te produjo verdadero espanto.

      ‑¿Zamiotof, el secretario de la comisaría? ¿Por qué lo trajiste?

      Para hacer estas preguntas, Raskolnikof se había vuelto con vivo impulso hacia Rasumikhine y le miraba fijamente.

      ‑Pero ¿qué te pasa? Te has turbado. Deseaba conocerte. ¡Habíamos hablado tanto de ti! Por él he sabido todas las cosas que te he contado. Es un excelente muchacho, Rodia, y más que excelente… , dentro de su género, claro es. Ahora somos muy amigos; nos vemos casi todos los días. Porque, ¿sabes una cosa? Me he mudado a este barrio. Hace poco. Oye, ¿te acuerdas de Luisa Ivanovna?

      ‑¿He hablado durante mi delirio?

      ‑¡Ya lo creo!

      ‑¿Y qué decía?

      ‑Pues ya lo puedes suponer: esas cosas que dice uno cuando no está en su juicio… Pero no perdamos tiempo. Hablemos de nuestro asunto.

      Se levantó y cogió su gorra.

      ‑¿Qué decía?

      ‑¡Mira que eres testarudo! ¿Acaso temes haber revelado algún secreto? Tranquilízate: no has dicho ni una palabra de tu condesa. Has hablado mucho de un bulldog, de pendientes, de cadenas de reloj, de la isla Krestovsky, de un portero… Nikodim Fomitch e Ilia Petrovitch estaban también con frecuencia en tus labios. Además, parecías muy preocupado por una de tus botas, seriamente preocupado. No cesabas