al trato con la gente y, como ya hemos dicho últimamente incluso huía de sus semejantes. Pero ahora se sintió de pronto atraído hacia ellos. En su ánimo acababa de producirse una especie de revolución. Experimentaba la necesidad de ver seres humanos. Estaba tan hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel largo mes que acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad que en ella reinaba. El tabernero estaba en otra dependencia, pero hacía frecuentes apariciones en la sala. Cuando bajaba los escalones, eran sus botas, sus elegantes botas bien lustradas y con anchas vueltas rojas, lo que primero se veía. Llevaba una blusa y un chaleco de satén negro lleno de mugre, e iba sin corbata. Su rostro parecía tan cubierto de aceite como un candado. Un muchacho de catorce años estaba sentado detrás del mostrador; otro más joven aún servía a los clientes. Trozos de cohombro, panecillos negros y rodajas de pescado se exhibían en una vitrina que despedía un olor infecto. El calor era insoportable. La atmósfera estaba tan cargada de vapores de alcohol, que daba la impresión de poder embriagar a un hombre en cinco minutos.
A veces nos ocurre que personas a las que no conocemos nos inspiran un interés súbito cuando las vemos por primera vez, incluso antes de cruzar una palabra con ellas. Esta impresión produjo en Raskolnikof el cliente que permanecía aparte y que tenía aspecto de funcionario retirado. Algún tiempo después, cada vez que se acordaba de esta primera impresión, Raskolnikof la atribuía a una especie de presentimiento. Él no quitaba ojo al supuesto funcionario, y éste no sólo no cesaba de mirarle, sino que parecía ansioso de entablar conversación con él. A las demás personas que estaban en la taberna, sin excluir al tabernero, las miraba con un gesto de desagrado, con una especie de altivo desdén, como a personas que considerase de una esfera y de una educación demasiado inferiores para que mereciesen que él les dirigiera la palabra.
Era un hombre que había rebasado los cincuenta, robusto y de talla media. Sus escasos y grises cabellos coronaban un rostro de un amarillo verdoso, hinchado por el alcohol. Entre sus abultados párpados fulguraban dos ojillos encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de aquella fisonomía era la vehemencia que expresaba ‑y acaso también cierta finura y un resplandor de inteligencia‑, pero por su mirada pasaban relámpagos de locura. Llevaba un viejo y desgarrado frac, del que sólo quedaba un botón, que mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las formas. Un chaleco de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas. No llevaba barba, esa barba característica del funcionario, pero no se había afeitado hacía tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos. Sus ademanes tenían una gravedad burocrática, pero parecía profundamente agitado. Con los codos apoyados en la grasienta mesa, introducía los dedos en su cabello, lo despeinaba y se oprimía la cabeza con ambas manos, dando visibles muestras de angustia. Al fin miró a Raskolnikof directamente y dijo, en voz alta y firme:
‑Señor: ¿puedo permitirme dirigirme a usted para conversar en buena forma? A pesar de la sencillez de su aspecto, mi experiencia me induce a ver en usted un hombre culto y no uno de esos individuos que van de taberna en taberna. Yo he respetado siempre la cultura unida a las cualidades del corazón. Soy consejero titular : Marmeladof, consejero titular. ¿Puedo preguntarle si también usted pertenece a la administración del Estado?
‑No: estoy estudiando ‑repuso el joven, un tanto sorprendido por aquel lenguaje ampuloso y también al verse abordado tan directamente, tan a quemarropa, por un desconocido. A pesar de sus recientes deseos de compañía humana, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladof le había dirigido había experimentado su habitual y desagradable sentimiento de irritación y repugnancia hacia toda persona extraña que intentaba ponerse en relación con él.
‑Es decir, que es usted estudiante, o tal vez lo ha sido ‑exclamó vivamente el funcionario‑. Exactamente lo que me había figurado. He aquí el resultado de mi experiencia, señor, de mi larga experiencia.
Se llevó la mano a la frente con un gesto de alabanza para sus prendas intelectuales.
‑Usted es hombre de estudios… Pero permítame…
Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Aunque embriagado, hablaba con soltura y vivacidad. Sólo de vez en cuando se le trababa la lengua y decía cosas incoherentes. Al verle arrojarse tan ávidamente sobre Raskolnikof, cualquiera habría dicho que también él llevaba un mes sin desplegar los labios.
‑Señor ‑siguió diciendo en tono solemne‑, la pobreza no es un vicio: esto es una verdad incuestionable. Pero también es cierto que la embriaguez no es una virtud, cosa que lamento. Ahora bien, señor; la miseria sí que es un vicio. En la pobreza, uno conserva la nobleza de sus sentimientos innatos; en la indigencia, nadie puede conservar nada noble. Con el indigente no se emplea el bastón, sino la escoba, pues así se le humilla más, para arrojarlo de la sociedad humana. Y esto es justo, porque el indigente se ultraja a sí mismo. He aquí el origen de la embriaguez, señor. El mes pasado, el señor Lebeziatnikof golpeó a mi mujer, y mi mujer, señor, no es como yo en modo alguno. ¿Comprende? Permítame hacerle una pregunta. Simple curiosidad. ¿Ha pasado usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno?
‑No, nunca me he visto en un trance así ‑repuso Raskolnikof.
‑Pues bien, yo sí que me he visto. Ya llevo cinco noches durmiendo en el Neva.
Llenó su vaso, lo vació y quedó en una actitud soñadora. En efecto, briznas de heno se veían aquí y allá, sobre sus ropas y hasta en sus cabellos. A juzgar por las apariencias, no se había desnudado ni lavado desde hacía cinco días. Sus manos, gruesas, rojas, de uñas negras, estaban cargadas de suciedad. Todos los presentes le escuchaban, aunque con bastante indiferencia. Los chicos se reían detrás del mostrador. El tabernero había bajado expresamente para oír a aquel tipo. Se sentó un poco aparte, bostezando con indolencia, pero con aire de persona importante. Al parecer, Marmeladof era muy conocido en la casa. Ello se debía, sin duda, a su costumbre de trabar conversación con cualquier desconocido que encontraba en la taberna, hábito que se convierte en verdadera necesidad, especialmente en los alcohólicos que se ven juzgados severamente, e incluso maltratados, en su propia casa. Así, tratan de justificarse ante sus compañeros de orgía y, de paso, atraerse su consideración.
‑Pero di, so fantoche ‑exclamó el patrón, con voz potente‑. ¿Por qué no trabajas? Si eres funcionario, ¿por qué no estás en una oficina del Estado?
‑¿Que por qué no estoy en una oficina, señor? ‑dijo Marmeladof, dirigiéndose a Raskolnikof, como si la pregunta la hubiera hecho éste‑ ¿Dice usted que por qué no trabajo en una oficina? ¿Cree usted que esta impotencia no es un sufrimiento para mí? ¿Cree usted que no sufrí cuando el señor Lebeziatnikof golpeó a mi mujer el mes pasado, en un momento en que yo estaba borracho perdido? Dígame, joven: ¿no se ha visto usted en el caso… en el caso de tener que pedir un préstamo sin esperanza?
‑Sí… Pero ¿qué quiere usted decir con eso de «sin esperanza»?
‑Pues, al decir «sin esperanza», quiero decir «sabiendo que va uno a un fracaso». Por ejemplo, usted está convencido por anticipado de que cierto señor, un ciudadano íntegro y útil a su país, no le prestará dinero nunca y por nada del mundo… ¿Por qué se lo ha de prestar, dígame? Él sabe perfectamente que yo no se lo devolvería jamás. ¿Por compasión? El señor Lebeziatnikof, que está siempre al corriente de las ideas nuevas, decía el otro día que la compasión está vedada a los hombres, incluso para la ciencia, y que así ocurre en Inglaterra, donde impera la economía política. ¿Cómo es posible, dígame, que este hombre me preste dinero? Pues bien, aun sabiendo que no se le puede sacar nada, uno se pone en camino y…
‑Pero ¿por qué se pone en camino? ‑le interrumpió Raskolnikof.
‑Porque uno no tiene adónde ir, ni a nadie a quien dirigirse. Todos los hombres necesitan saber adónde ir, ¿no? Pues siempre llega un momento en que uno siente la necesidad de ir a alguna parte, a cualquier parte. Por eso, cuando mi hija única fue por primera vez a la policía para inscribirse, yo la acompañé… (porque mi hija