el cuerpo torcido y la cabeza apoyada en el sofá. Su hermanito, que tenía un año más que ella, lloraba en un rincón y los sollozos sacudían todo su cuerpo. Seguramente su madre le acababa de pegar. La mayor, una niña de nueve años, alta y delgada como una cerilla, llevaba una camisa llena de agujeros y, sobre los desnudos hombros, una capa de paño, que sin duda le venía bien dos años atrás, pero que ahora apenas le llegaba a las rodillas. Estaba al lado de su hermanito y le rodeaba el cuello con su descarnado brazo. Al mismo tiempo, seguía a su madre con una mirada temerosa de sus oscuros y grandes ojos, que parecían aún mayores en su pequeña y enjuta carita.
Marmeladof no entró en el piso: se arrodilló ante el umbral y empujó a Raskolnikof hacia el interior. Catalina Ivanovna se detuvo distraídamente al ver ante ella a aquel desconocido y, volviendo momentáneamente a la realidad, parecía preguntarse: ¿Qué hace aquí este hombre? Pero sin duda se imaginó en seguida que iba a atravesar la habitación para dirigirse a otra. Entonces fue a cerrar la puerta de entrada y lanzó un grito al ver a su marido arrodillado en el umbral.
‑¿Ya estás aquí? ‑exclamó, furiosa‑. ¿Ya has vuelto? ¿Dónde está el dinero? ¡Canalla, monstruo! ¿Qué te queda en los bolsillos? ¡Éste no es el traje! ¿Qué has hecho de él? ¿Dónde está el dinero? ¡Habla!
Empezó a registrarle ávidamente. Marmeladof abrió al punto los brazos, dócilmente, para facilitar la tarea de buscar en sus bolsillos. No llevaba encima ni un kopek.
‑¿Dónde está el dinero? ‑siguió vociferando la mujer‑. ¡Señor! ¿Es posible que se lo haya bebido todo? ¡Quedaban doce rublos en el baúl!
En un arrebato de ira, cogió a su marido por los cabellos y le obligó a entrar a fuerza de tirones. Marmeladof procuraba aminorar su esfuerzo arrastrándose humildemente tras ella, de rodillas.
‑¡Es un placer para mí, no un dolor! ¡Un placer, amigo mío! ‑exclamaba mientras su mujer le tiraba del pelo y lo sacudía.
Al fin su frente fue a dar contra el entarimado. La niña que dormía en el suelo se despertó y rompió a llorar. El niño, de pie en su rincón, no pudo soportar la escena: de nuevo empezó a temblar, a gritar, y se arrojó en brazos de su hermana, convulso y aterrado. La niña mayor temblaba como una hoja.
‑¡Todo, todo se lo ha bebido! ‑gritaba, desesperada, la pobre mujer‑. ¡Y estas ropas no son las suyas! ¡Están hambrientos! ‑señalaba a los niños, se retorcía los brazos‑. ¡Maldita vida!
De pronto se encaró con Raskolnikof.
‑¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido con él! ¡Fuera de aquí!
El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior acababa de abrirse e iban asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en la boca. Unos vestían batas caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecencia. Algunos llevaban las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a Marmeladof que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron en la habitación. Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero. Era Amalia Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso entre los curiosos, para restablecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdichada mujer, brutalmente y con palabras injuriosas, a dejar la habitación al mismo día siguiente.
Antes de salir, Raskolnikof había tenido tiempo de Ilevarse la mano al bolsillo, coger las monedas que le quedaban del rublo que había cambiado en la taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el alféizar de la ventana. Después, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y estuvo a punto de volver a subir.
«¡Qué estupidez he cometido! ‑pensó‑. Ellos tienen a Sonia, y yo no tengo quien me ayude.»
Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que, aunque hubiese podido, no lo habría hecho, y decidió volverse a casa.
«Sonia necesita cremas ‑siguió diciéndose, con una risita sarcástica, mientras iba por la calle‑. Es una limpieza que cuesta dinero. A lo mejor, Sonia está ahora sin un kopek, pues esta caza de hombres, como la de los animales, depende de la suerte. Sin mi dinero, tendrían que apretarse el cinturón. Lo mismo les ocurre con Sonia. En ella han encontrado una verdadera mina. Y se aprovechan… Sí, se aprovechan. Se han acostumbrado. Al principio derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbraron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.»
Quedó ensimismado. De pronto, involuntariamente, exclamó:
‑Pero ¿y si esto no es verdad? ¿Y si el hombre no es un ser miserable, o, por lo menos, todos los hombres? Entonces habría que admitir que nos dominan los prejuicios, los temores vanos, y que uno no debe detenerse ante nada ni ante nadie. ¡Obrar: es lo que hay que hacer!
Capítulo 3
Al día siguiente se despertó tarde, después de un sueño intranquilo que no le había procurado descanso alguno. Se despertó de pésimo humor y paseó por su buhardilla una mirada hostil. La habitación no tenía más de seis pasos de largo y ofrecía el aspecto más miserable, con su papel amarillo y polvoriento, despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo en unos centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le habría cohibido el temor de dar con la cabeza en el techo. Los muebles estaban en armonía con el local. Consistían en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual se veían, como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba verlos para deducir que no los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un largo y extraño diván que ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura de la pieza y que estaba tapizado de una indiana hecha jirones. Éste era el lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente vestido y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita.
Era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono; pero Raskolnikof, dado su estado de espíritu, se sentía feliz en aquel antro. Se había aislado de todo el mundo y vivía como una tortuga en su concha. La simple presencia de la sirvienta de la casa, que de vez en cuando echaba a su habitación una ojeada, le ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos mentales dominados por ideas fijas.
Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni siquiera le había pasado por la imaginación ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba sin comer. Nastasia, la cocinera y única sirvienta de la casa, estaba encantada con la actitud del inquilino, cuya habitación había dejado de barrer y limpiar hacía tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la escoba. Ella fue la que lo despertó aquella mañana.
‑¡Vamos! ¡Levántate ya! ‑le gritó‑. ¿Piensas pasarte la vida durmiendo? Son ya las nueve… Te he traído té. ¿Quieres una taza? Pareces un muerto.
El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció a la sirvienta.
‑¿Me lo envía la patrona? ‑preguntó, incorporándose penosamente.
‑¿Cómo se le ha ocurrido ese disparate?
Y puso ante él una rajada tetera en la que quedaba todavía un poco de té, y dos terrones de azúcar amarillento.
‑Oye, Nastasia; hazme un favor ‑dijo Raskolnikof, sacando de un bolsillo un puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque, como de costumbre, se había acostado vestido‑. Toma y ve a comprarme un panecillo blanco y un poco de salchichón del más barato.
‑El panecillo blanco te lo traeré en seguida pero el salchichón… ¿No prefieres un plato de chtchis? Es de ayer y está riquísimo. Te lo guardé, pero viniste demasiado tarde. Palabra que está muy bueno.
Cuando trajo la sopa y Raskolnikof se puso a comer, Nastasia se sentó a su lado, en el diván, y empezó a charlar. Era una campesina que hablaba