y a Enrique de Susa, cardenal de Ostia, llamado El Ostiense (muerto en 1271). Éste había escrito:
Creemos sin embargo, mejor dicho nos consta que el Papa es Vicario Universal de Jesucristo Salvador, y que consiguientemente tiene potestad no sólo sobre los cristianos, sino también sobre todos los infieles, ya que la facultad que recibió (Cristo) del Padre fue plenaria… Y me parece a mí que después de la venida de Cristo, todo honor y principado y dominio y jurisdicción les han sido quitados a los infieles y trasladados a los fieles en derecho y por justa causa por aquél.13
Gutiérrez comenta al respecto: «En otros términos, los infieles no son dueños de sus tierras, ni tienen autoridades legítimas».14 Con argumentos como éstos se legitimaba el uso de la violencia para conseguir la evangelización de los nativos.
Las prácticas misioneras derivadas de esta concepción continuaron por lo menos hasta la década de 1960. El novelista peruano Mario Vargas Llosa, al relatar cómo escribió su novela La casa verde, cuenta su visita a un puesto de avanzada misionera de una misión católica española en Santa María de Nieva, en la selva del Perú, en 1957. «Nosotros –escribe– tuvimos ocasión de conocer de cerca a las misioneras… Pudimos ver la dura vida que llevaban… Pudimos ver el sacrificio enorme que exigía de ellas permanecer en Santa María de Nieva». Luego comenta acerca de la escuela que las monjas habían construido para las niñas aguarunas: «Querían enseñarles a leer y escribir, a hablar castellano, a no vivir desnudos, a adorar al verdadero Dios. El problema había surgido poco después de abierta la escuela: las niñas aguarunas no venían a la Misión, sus padres no se daban el trabajo de mandarlas». Vargas Llosa supone que la razón principal para esa conducta era que las familias aguarunas no querían que sus hijas fueran «civilizadas» por las Madres. Y luego narra: «El problema había sido resuelto de modo expeditivo. Cada cierto tiempo un grupo de Madres salía, acompañado por una patrulla de guardias, a recolectar alumnas por los caseríos del bosque. Las Madres entraban a las aldeas, elegían a las niñas en edad escolar, las llevaban a la misión de Santa María de Nieva y los guardias estaban allí para neutralizar cualquier resistencia».15
Los historiadores coinciden en que el impulso evangelizador inicial, especialmente de ciertas órdenes como los franciscanos y dominicos, fue desplazado por los intereses de los conquistadores que querían una cristianización rápida y masiva que convirtiese a los indígenas en súbditos de los reyes de España y contribuyentes de impuestos al tesoro real. En ello contaron con el apoyo del clero secular que tenía una actitud muy diferente a la de las órdenes misioneras. Por otra parte, la crisis que sufrió el catolicismo durante las guerras de independencia de América Latina (1810-1824), por su apoyo al sistema colonial y su alineamiento con los españoles, salvo casos excepcionales, debilitó a la iglesia que fue perdiendo la capacidad de ofrecer cuidado pastoral y enseñanza a los fieles indígenas, debido a la escasez del clero y a la falta de una inculturación en medio de los nativos. Al empezar el siglo veinte el cuadro de la situación de los indios era lamentable.
En un panorama de la situación religiosa de América Latina a mediados del siglo veinte, el misionero inglés Stanley Rycroft, quien había trabajado en el Perú, resume la observación y la experiencia de muchos misioneros protestantes cuando dice: «La religión no ha redimido al indio ni le ha traído mejora humana ni elevación social alguna, ni vida abundante...A la presente se le ve continuamente empobrecido o endeudado por tanta fiesta o por las muchas cosas que se le exigen».16 Rycroft fundamentaba su perspectiva crítica recurriendo en su análisis al testimonio de etnólogos y antropólogos que habían estudiado las culturas indígenas. Uno de los autores que cita es Weston la Barre, que había estudiado el mundo aimara en el Perú y Bolivia, y cuya opinión entra precisamente en el campo de la cristología:
Varios siglos de cristianismo nominal no han servido sino para añadirles otra mitología extraña al cuerpo de las creencias aimaras. En su calidad de pueblo brutalmente oprimido y cruelmente explotado, muchos de estos indios han aceptado en parte los símbolos sadomasoquistas de la figura sangrienta y coronada de espinas del Cristo y de la Madre dolorosa y misericordiosa que algunos de ellos identifican con su propia deidad femenina. Aun cuando a todos se les tiene por cristianos, muchos de los aimaras odian la religión con la misma vehemencia que a sus personeros.17
En su penetrante estudio de la cultura mexicana El laberinto de la soledad, el escritor Octavio Paz elabora una rica reflexión sobre el papel de las fiestas religiosas en la vida de los mexicanos que incluye un comentario irónico sobre la carga económica que representan para el pueblo esas festividades. Dice Paz: «La vida de cada ciudad y cada pueblo está regida por un santo, al que se festeja con devoción y regularidad» y luego cuenta una anécdota reveladora:
Recuerdo que hace años pregunté al Presidente municipal de un poblado vecino a Mitla, ‘¿A cuánto ascienden los ingresos del Municipio por contribuciones?’ ‘A unos tres mil pesos anuales. Somos muy pobres. Por eso el señor Gobernador y la Federación nos ayudan cada año a completar nuestros gastos.’ ‘¿Y en qué utilizan esos tres mil pesos?’ ‘Pues casi todo en fiestas, Señor. Chico como lo ve, el pueblo tiene dos Santos Patrones.18
Algunos estudiosos no protestantes llegaron también a la conclusión de que no había habido de veras una «conversión» de los indios a la fe católica romana, es decir que el proceso evangelizador del siglo XVI no consiguió una transformación religiosa profunda. Escribiendo hacia 1927, cuando todavía no habían florecido los estudios antropológicos y etnológicos, ni se habían aplicado a la misiología, el socialista peruano José Carlos Mariátegui analizó con bastante agudeza el caso de los indios de la zona andina. Utilizó los pocos estudios hasta entonces existentes y aplicó su metodología basada en el análisis socioeconómico, aunque matizada por un conocimiento bastante amplio de historia y ciencia de la religión. Mariátegui creía que «El catolicismo, por su culto patético estaba dotado de una aptitud tal vez única para cautivar a una población que no podía elevarse súbitamente a una religiosidad espiritual y abstractista».19 Esta aparatosidad exterior y el colorido de la liturgia habrían deslumbrado al indígena, pero en el fondo no había habido una conversión. Mariátegui cita a Emilio Romero, un estudioso que provenía de la zona sur del Perú, en la cual había visto toda su vida las manifestaciones del catolicismo popular de los indios:
Los indios vibraban de emoción ante la solemnidad del rito católico. Vieron la imagen del sol en los rutilantes bordados de brocados de las casullas y de las capas pluviales; y los colores del iris en los roquetes de finísimos hilos de seda con fondos violáceos...Así se explica el furor pagano con que las multitudes indígenas cuzqueñas vibraban de espanto ante la presencia del Señor de los Temblores (imagen muy popular del crucificado) en quien veían la imagen tangible de sus recuerdos y sus adoraciones, muy lejos el espíritu del pensamiento de los frailes. Vibraba el paganismo indígena en las fiestas religiosas.20
Éste es el tipo de observación que llevó a Mariátegui a concluir que «La evangelización, la catequización nunca llegaron a consumarse en su sentido profundo... El paganismo aborigen subsistió bajo el culto católico».21 La respuesta católica al análisis de Mariátegui no se hizo esperar, y resulta esclarecedor considerar sus argumentos. En un libro escrito precisamente para responder a Mariátegui, el líder católico peruano que un día llegaría a la presidencia de la ONU, Víctor Andrés Belaúnde, decía: «...en lo fundamental hay hechos innegables de la penetración del espíritu católico en las masas indígenas. Debo señalar los dos principales: la reacción ante el dolor, que no es en el indígena, hoy al menos, colectivamente de fría resignación fatalista, sino de plegaria y de esperanza; y la generalidad e intensidad del culto mariano».22 Como puede observarse ninguno de estos hechos que para Belaúnde prueban la «penetración» del espíritu católico hace referencia a un elemento cristológico transformador fundamental.
La aceptación forzada de lo cristiano
Una forma de interpretar la aceptación superficial del catolicismo por los indígenas era la que sostenía que el móvil fue la necesidad de supervivencia del indígena conquistado. El historiador y etnólogo Luis E. Valcárcel lo describía de esta manera:
Cuando vino