de futuro puesto que fue el fundador de Brasilia –hizo una larga pausa antes de añadir, sabiendo que iba a sorprender a sus interlocutores–: Y además era gitano.
–¿Gitano?
–Gitano.
–Primera noticia.
–Y auténtica. El único presidente de raza gitana que ha existido en la Historia de la humanidad.
–Pero era brasileño –intervino Bernardo Aicardi–. Y por lo que yo sé en Brasil no abundan los gitanos.
–Cierto –admitió su interlocutor–. Y es una lástima puesto que tal vez aparecerían otros Juscelinos. Nació en Minas Geraes porque su familia huyó de Centroeuropa, creo que de Checoeslovaquia, cuando los nazis decidieron exterminar a los judíos y a los gitanos. Por lo visto se subieron a un barco creyendo que los llevaría a los Estados Unidos y el destino quiso que acabaran aquí, lo cual es muy de agradecer. Mi hijo mayor se llama como él.
–¿Cuántos hijos tiene? –quiso saber Violeta.
–¿Y eso qué tiene que ver con que sepa llevarles adonde quiera que sea que quieren llegar?
El sobrino de monseñor Guido Aicardi no pudo evitar una sonrisa al ver la expresión que se le había quedado a la que todos consideraban su amante, ya que por primera vez la advertía desconcertada.
–Tiene razón –le hizo notar–. No tiene nada que ver.
–¡Tú no te metas!
–Es que le estás atosigando.
–¿Desde cuándo interesarse por cuántos hijos tiene una persona significa atosigarle?
–Desde que llevas toda la cena tocándole los cojones preguntándole sobre esto y sobre aquello –advirtió que el capitán se sentía molesto por sus palabras y alzó la mano en son de paz–. No se preocupe –añadió–. Suele utilizar un lenguaje mucho más soez pero aún no tiene la suficiente confianza.
–Pues espero que nunca la tenga –respondió el brasileño mientras se ponía en pie–. Y ahora les suplico que me perdonen porque tengo que buscar un lugar en el que pasar la noche sin que nos disparen los «fogueiros» ni nos tiren flechas los nativos.
En cuanto hubo desaparecido escaleras abajo Bernardo Aicardi comentó:
–Me gusta ese tipo.
–Y a mí.
–Pero tengo la impresión de que te gusta demasiado.
–Si con tu retorcimiento habitual estás insinuando que me apetecería acostarme con él, estás muy equivocado. La cama es el lugar en el que se estropean las amistades, y siempre he preferido ser amiga que amante.
–Eso es algo que sé por experiencia.
–Me alegra que las cosas queden claras. ¿Cuándo le diremos qué es lo que en verdad queremos?
–Aún no está lo suficientemente maduro.
–Puede que no esté lo suficientemente maduro, pero creo que empieza a preguntarse qué coño hacen un par de gilipollas como nosotros gastándose un dineral en un crucero por la Amazonia, cuando está claro que no somos zoólogos, botánicos, fotógrafos ni naturalistas.
–Lo bueno que tiene que te consideren un gilipollas, y te recuerdo que es un papel que llevo años interpretando, es que la gente suele aceptar tus gilipolleces sin hacer preguntas.
***
Cerró la noche y continuaban bebiendo, drogándose y comiendo de un caldero que habían colgado sobre una hoguera que habían encendido en el centro de la casa comunal, y en la que calentaban judías que habían extraído de latas de conserva por lo que el hedor le obligaba a apartar la cara.
El caboclo que se había apoderado de la hamaca de su abuelo dormía la borrachera y otro aparecía recostado contra un poste con el pecho cubierto de vómitos.
Tal como solía asegurar su padre, los «fogueiros» constituían el último eslabón de la especie humana y podría considerárseles parientes lejanos de los osos hormigueros.
–Teniendo en cuenta que los osos hormigueros ni se drogan ni se emborrachan… –había añadido con una sonrisa.
–¿Y por qué se drogan y se emborrachan?
–Quizás para olvidar que son «fogueiros».
Aquella era sin duda una respuesta válida puesto que cuando un hombre, por muy blanco, muy negro, muy mulato o muy caboclo que fuera, veía que lo que hasta momentos antes había sido un paraíso se convertía en un erial de cenizas humeantes por su culpa, tenía la ineludible obligación de sentir remordimientos.
Cabía entender que un cierto tipo de seres humanos odiaran a otros seres humanos hasta el punto de desear aniquilarlos, un segundo grupo odiaran a los animales y un tercero la naturaleza, pero se hacía necesario ser un auténtico desalmado a la hora de encender una antorcha y prenderle fuego a la selva.
Pero allí estaban las antorchas, aguardando el amanecer, debido a que los «fogueiros» tenían orden de dejar pasar un día desde que desalojaban un poblado hasta que iniciaban su trabajo.
Al presidente Bolsonaro no le gustaba que aparecieran cadáveres de niños calcinados.
No era buena publicidad.
A su entender las tribus indígenas eran una carga que lastraba el futuro de Brasil, una carga de la que se hacía necesario deshacerse sin excesivas estridencias.
Kapoar lo sabía, puesto que el padre Rufino, que solía visitar el poblado dos o tres veces al año, les mantenía al corriente de cuanto se fraguaba contra ellos desde las fastuosas mansiones de madereros, ganaderos y terratenientes.
Y últimamente desde el mismísimo palacio presidencial.
–Hasta no hace mucho teníais tres enemigos, pero ahora son cuatro y este es el más peligroso, puesto que se sabe apoyado por los otros.
–¿Y a nosotros quién nos apoya?
–Jesucristo.
–Pues de momento va perdiendo la batalla.
–A la larga siempre gana.
–Pero a la larga ya no quedará nada de nuestros bosques y nuestros campos… –se lamentó una mujer que cargaba con un niño a la espalda–. Una batalla en la que mueren inocentes siempre es una batalla perdida.
El padre Rufino no pareció sorprenderse por la sensatez de la respuesta ya que hacía mucho tiempo que conocía a los «ahúnas» y sabía mejor que nadie que constituían una comunidad sorprendentemente sensata.
La mejor prueba estaba en que nunca se habían dejado deslumbrar por los supuestos beneficios de la civilización, se negaban a beber alcohol, usar armas de fuego o aceptar dinero, pero sobre todo se negaban a abandonar la paz de sus bosques.
Los «garimpeiros», que de tanto en tanto visitaban su territorio buscando oro o piedras preciosas, sabían que nunca correrían peligro mientras no se aproximaran a menos de medio día de marcha de sus campamentos, cazaran justo lo necesario y no comerciaran con pieles de animales.
Respetar las reglas de sus ancestros constituía la mejor forma de conseguir que los antiquísimos sistemas ecológicos siguieran funcionando y no llegara un momento en que el firmamento se les viniera encima.
CAPITULO III
–Abajo está «La Coruja».
–¡Dios nos coja confesados! ¿Cuánto trae?
–Calculo que casi medio de litro.
–Esa mujer está loca. ¿Acaso intenta acabar con la humanidad?
Getulio se limitó a encogerse de hombros mientras respondía, como si fuera lo más natural del mundo:
–Se limita a hacer un trabajo que