hizo un significativo gesto hacia el río:
–A unos sesenta kilómetros, en su confluencia con el Payaré.
–¿Aguas arriba o aguas abajo?
–Aguas abajo.
Aquel a quien siempre seguirían considerando un salvaje hizo un gesto hacia lo poco que quedaba del centinela pelirrojo:
–Me voy, pero si vuelvo a veros aquí acabareis como él.
–¿Y nos vas a dejar así, atados, a merced de las bestias?
–Si no sois capaces de soltaros no deberíais haber venido a estos bosques. Son peligrosos.
Recogió sus armas, un saco de provisiones y otro de sal, los documentos, el dinero y algunas prendas de ropa de las que habían traído los «fogueiros», embarcó en la mejor de las piraguas, cortó las amarras de las restantes permitiendo que la corriente las arrastrase y se dispuso a emprender sin prisas el largo viaje hacia Guariavé.
En cualquier otra circunstancia habría optado por marchar en dirección contraria, intentando reunirse cuanto antes con los suyos, pero sabía muy bien que eso daría lugar a que su familia jamás pudiera regresar debido a que un tal Marcelo Castro, que nunca había puesto un pie en aquellas tierras, las reclamaba como suyas.
Hasta que don Marcelo Castro no renunciara a esos derechos, los «ahúnas» no serían más que vagabundos del bosque; un pequeño grupo de desarraigados que pronto o tarde acabarían convirtiéndose en vagabundos de ciudad.
Y no estaba dispuesto a permitir que su abuelo acabara entre cubos de basura, ni sus hermanas en prostíbulos.
Lo habían educado para ser un hábil cazador y un valiente guerrero no solo capaz de abatir araguatos o defender a los niños de las garras de un jaguar sino para serlo en cualquier circunstancia.
Y aquellas eran unas circunstancias fuera de lo normal en las que no bastaría con pensar y actuar como un hombre de la selva, sino como un hombre de ciudad.
Kapoar nunca había estado en una auténtica ciudad, pero por lo que le había contado el padre Rufino, Guariavé no era una auténtica ciudad sino tan solo un campamento «garimpeiro».
La calle principal estaba formada por chabolas de madera, almacenes, tabernas y casas de «preciosas buscadoras de buscadores de piedras preciosas», aunque en realidad la mayoría de las buscadoras eran bastante repelentes y la mayoría de las piedras únicamente semipreciosas.
Y por aquella calle, con sus palas, sus cubos, sus cedazos y sus armas al hombro, cruzaban los mineros a los que ansiosos compradores llamaban intentando quedarse con el botín que hubieran obtenido durante sus peligrosas internadas en la selva.
Los caimanes, las fieras, las fiebres, la fatiga, los insectos, las serpientes y las ranas doradas solían acabar incluso con los «garimpeiros» más fuertes, y si a ello se le unía una pésima alimentación y una vida desordenada resultaba lógico aceptar que nunca se hubiera sabido de ninguno que hubiera salido rico de la execrable Guaviaré.
Al avistarla Kapoar se aproximó muy lentamente y permaneció en la otra orilla hasta el oscurecer, observándola e intentando acostumbrarse a la suciedad que se advertía a simple vista y a la pestilencia que se expandía a su alrededor como el acre sudor de un talador de árboles.
A la caída de la tarde aspiró profundo, subió a su piragua y se lanzó a la incierta aventura de encontrar a un «grileiro» –que era como solía denominarse a los compradores ilegales de tierras– entre una pléyade de aventureros y malhechores.
***
Don César Vargas do Nascimento solía contratar sicarios con el fin de masacrar indígenas o eliminar enemigos, pero sus enemigos –que también tenían por costumbre contratar sicarios con el fin de masacrar indígenas o eliminar enemigos– no habían conseguido eliminarlo pero sí condenarlo a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas.
Debido a ello, en su gigantesca mansión en la que predominaba la mejor caoba de los bosques y que se alzaba sobre una amplia colina que dominaba sus territorios hasta más allá de donde alcanzaba la vista, no existía ni una sola escalera ni el más mísero peldaño.
Todo eran espacios diáfanos y rampas de suave pendiente por los que la silla eléctrica de don César solía circular a considerable velocidad.
Al igual que el edificio central, toda la «Hacienda Pirarucú» constituía un sorprendente ejemplo de eficiencia puesto que su dueño exigía al personal que trabajara al máximo si no querían ser despedidos, y ser despedido no significaba, como en cualquier otro lugar del mundo, abandonar la hacienda; significaba abandonar el mundo.
El nombre de «Pirarucú» le había sido otorgado en honor a uno de los peces de río de mayor tamaño que existían, ya que podía superar los cuatro metros y los doscientos kilos gracias a que la particular estructura de sus escamas le permitía resistir los ataques de las pirañas.
Algunos lugareños aseguraban que incluso los caimanes preferían no incluirlos en su dieta puesto que tales escamas resultaban indigeribles y acababan provocándoles desgarros intestinales.
Algo de verdad debía haber en todo ello puesto que con el paso del tiempo la mayoría de las empresas dedicadas a la fabricación de chalecos antibalas y todo tipo de blindajes acabaron por imitar el sistema de protección del «Pirarucú» gracias a que descubrieron que un fuerte impacto deformaba las escamas pero no las rasgaba ni las rajaba, lo que les permitía recibir nuevos impactos.
No obstante tan sonoro nombre no había servido de nada a la hora de detener la bala que dejara inválido a don César Vargas do Nascimento, al igual que tampoco había servido para detener las balas que habían eliminado –en este caso definitivamente– a sus incontables enemigos.
Don César tenía dos hijas de personalidades absolutamente opuestas, ya que la mayor era una mulata de físico y personalidades apabullantes mientras que la menor era una escuálida muchachita de rasgos orientales, lánguida, tímida y casi etérea.
Por alguna extraña razón Brasil había sido siempre un destino muy apetecible para los emigrantes japoneses.
Como en el mundo de los ríos y las selvas las noticias volaban, en cuanto Tatiana y Etuko Vargas supieron que a bordo del «Kubichek IV» navegaba una pareja de extranjeros y que uno de ellos era director de cine –aunque se tratara de un director de cine fracasado– se empeñaron en que su padre los invitara a cenar.
–Si aceptan ir a «La Chocita de Caoba», les aseguro que cenarán opíparamente –advirtió a sus pasajeros el capitán Andrade–. Pero si no aceptan es muy posible que nunca vuelvan a cenar.
Como las opciones no eran excesivas, en cuanto el barco se aproximó a la orilla, un espectacular «Rolls-Royce» los recogió y los condujo a lo largo de unos veinte kilómetros hasta la amplia entrada de la hacienda.
Padre, hijas y un ejército de guardaespaldas y sirvientes los aguardaban en el porche y los acompañaron hasta un desmesurado salón.
Don César no era hombre al que le gustaran los rodeos y tampoco le gustaba que gente extraña rondara por sus dominios, por lo que fue directamente al grano.
–¿Y a qué se debe el placer de su visita a nuestras tierras?
–Estamos buscando localizaciones para una película sobre le vida de Arquímedes da Costa –se apresuró a responder Bernardo Aicardi.
–¿«El Nordestino»? ¿El líder de la rebelión de los caucheros?
–El mismo.
–Ya se hizo una película sobre él. Y resultó un fracaso.
–Sí, resultó un fracaso… –admitió el italiano dado que aquella era una realidad indiscutible–. Pero la culpa no fue de la historia, el director o los actores. Fue de la «Kodak».
–¿Y eso?
–Por aquel tiempo, hace ya más de cuarenta