emitidas a gran velocidad desde un punto diminuto de la lenteja, alimentada por una corriente de alta potencia. Tales partículas reproducían en imágenes fosforescentes, observables en la superficie esférica de la bombilla, la estructura microscópica del minúsculo punto en donde se generaban.[6]
El único límite para ampliar la imagen así obtenida residía en el tamaño de la esfera de cristal: a mayor radio, mayor aumento. Como los electrones son más pequeños que las ondas luminosas, las emisiones de electrones pueden agrandar los objetos demasiado pequeños para ser observados por las ondas luminosas.
A Vladimir R. Zworykin se le atribuye el mérito de haber creado el microscopio electrónico, allá en 1939. No obstante, la descripción que hace Tesla del efecto conseguido con su lámpara de lenteja de carbono, cuando recurría a niveles de vacío ultra alto, coincide casi literalmente con la descripción del millón de aumentos que permite un microscopio de barrido electrónico.[7]
Otro de los efectos observables gracias a la lámpara de lenteja de carbono guardaba relación con el fenómeno conocido como resonancia. A la hora de explicar el principio de la resonancia, Tesla recurría a menudo a las analogías de la copa de vino y del columpio. Cuando la nota de un violín resquebraja una copa de cristal hasta romperla, deducimos que las vibraciones del aire producidas por el instrumento están en la misma frecuencia que las vibraciones de las moléculas que componen el cristal.
Pongamos, por otra parte, que una persona de cien kilos se está columpiando, y que un chico de sólo veinticinco kilos de peso la empuja con una fuerza equivalente a medio kilo. Si el muchacho acompasa sus empellones hasta hacerlos coincidir con el vaivén del columpio y aumenta en medio kilo el impulso que imprime cada vez, a no ser que pretenda que el ocupante del columpio acabe volando por los aires, deberá detenerse en algún momento.
“El principio se cumple al pie de la letra: basta con continuar aplicando una pequeña fuerza en el momento preciso”, aseguraba Tesla.
En este sentido, puede decirse que la lámpara de lenteja de carbono de Tesla es precursora del acelerador de partículas. Al colocar una lenteja de carborundo en el interior de una esfera de cristal en la que había hecho un vacío casi perfecto, y conectarla con un generador de corriente alterna de alto voltaje y rápida frecuencia, conseguía dotar de carga las pocas moléculas de aire que quedaban. Éstas se desprendían de la lenteja a velocidad cada vez mayor, llegaban al cristal, rebotaban y volvían al punto de origen, pulverizando las partículas de carbono en átomos que se sumaban al torbellino de moléculas de aire, provocando una disgregación aún más acusada.
“A frecuencias lo suficientemente altas –afirmaba–, podemos considerar insignificante la pérdida ocasionada por la elasticidad imperfecta del cristal…”.[8]
En 1939, Ernest Orlando Lawrence, de la Universidad de California, Berkeley, fue galardonado con el premio Nobel como inventor del ciclotrón. Se ha contado que, al parecer:
en 1929, cayó en sus manos […] el trabajo de un físico alemán que, recurriendo a dos impulsos electrostáticos en lugar de uno solo, había conseguido transmitir a los iones de potasio contenidos en un tubo de vacío el doble de energía de la que hubieran absorbido a un determinado voltaje. Lawrence se preguntó si, igual que el impulso se había duplicado, no sería posible triplicarlo o multiplicarlo tantas veces como hiciera falta. El único problema consistía en cómo transmitir a esas partículas una carga energética cada vez mayor hasta conseguir un momento de gran magnitud, como el de un niño en un columpio.[9]
Con cristal y lacre, Lawrence construyó una máquina que acelerase las partículas, una cámara de vacío en forma de disco, de unos diez centímetros de diámetro, rodeada de un potente electroimán; en el interior, colocó dos electrodos de forma semicircular a los que denominó placas D. Las partículas con carga positiva o protones que había en el interior de la cámara circular quedaban bajo la acción del campo magnético hasta alcanzar altísimas velocidades, y salían despedidas de la cámara formando un fino haz de proyectiles atómicos. El primer modelo de Lawrence fue bautizado como ciclotrón por la trayectoria circular que seguían los protones. No tardó en construir un aparato más potente que emitía partículas de muy alta energía, hasta de 1.200.000 electro voltios.
La cuestión de si Tesla había desintegrado en realidad el núcleo atómico del carbono, como exponía su primer biógrafo, poco tiene que ver con el alcance revolucionario de su hallazgo. El propio inventor aseguraba que las moléculas de gas resultantes se estrellaban con tanta violencia contra la lenteja de carbono que ésta se ponía incandescente, como un sólido en un estado de maleabilidad parecido al del plástico.
Es posible que Lawrence nunca hubiera oído hablar de la lámpara que bombardeaba moléculas de Tesla. Pero sin duda sí estaba al tanto de las tentativas de Gregory Breit y su equipo del Carnegie Institute de Washington en 1929 para construir un acelerador de partículas. Y habían recurrido a una de las bobinas de cinco millones de voltios de Tesla para disponer de la energía que necesitaban. Sin aquel artilugio, jamás habrían funcionado las máquinas capaces de desintegrar átomos.
Disponemos de las descripciones de la lámpara de lenteja de carbono, o de bombardeo molecular, de Tesla que se conservan en los archivos históricos de cinco sociedades científicas.[10] Por desgracia, a principios de la década de 1890 ninguno de estos círculos estaba en condiciones de percatarse de la trascendencia que encerraba aquel antepasado de la tecnología de la era atómica.
Tanto Frédéric e Irene Joliot-Curie como Henri Becquerel, Robert A. Millikan, Arthur H. Compton y Lawrence recibieron un premio Nobel. En 1936, su ganador fue Victor F. Hess por haber descubierto la radiación cósmica. No estaría de más que, a modo de sencilla reparación, la comunidad científica se decidiese a reconocer los méritos de Tesla en estos campos.
Aunque muchos de sus colegas, por no decir la mayoría, no comprendieran del todo el mensaje que trataba de transmitirles, Tesla espoleó el interés de unos pocos, que se vieron afectados de una suerte de desvarío temporal, parecido al que experimentan quienes, en nuestros días, se asoman por vez primera a su universo. “No se detenía en los avances que había conseguido –recordaba el mayor Edwin A. Armstrong, que llegaría a convertirse en un prolífico inventor durante la era de la radio–, sino que transmitía la inquietud propia de una imaginación desbordante, que se negaba a doblegarse ante lo que otros consideraban dificultades insuperables; una imaginación cuyas pretensiones, en no pocos casos, hemos de situar aún en el terreno de la especulación”.[11]
O, como le aseguraría el científico inglés J. A. Fleming en una carta: “Reciba mi más cordial enhorabuena por tan importante éxito […] A partir de ahora, no creo que nadie sea capaz de poner en duda que es usted un mago de primer orden, el primero de la Orden de la Espada Flamígera, digamos”.[12]
Rastrear de forma ordenada la actividad de Tesla durante estos años es tarea poco menos que imposible. Sin apartarse del campo de la electricidad, fenómeno misterioso en el que ponía todo su afán, parecía estar en todas partes y al mismo tiempo, trabajando en diferentes proyectos que se solapaban y relacionaban entre sí. Más que una corriente de partículas discretas, o paquetes ondulatorios regidos por las mismas leyes que las partículas, como se afirma en nuestra época, Tesla pensaba que la electricidad era un fluido dotado de poderes trascendentales, pero que se avenía a seguir determinadas leyes físicas.
Aunque habría que esperar a 1897, año en que el físico británico Joseph J. Thomson descubriría el electrón, en cuestión de unos pocos años Tesla señalaría el camino por el que habría de discurrir la electrónica moderna.
En 1831, Faraday había demostrado que era posible convertir la energía mecánica en corriente eléctrica. El mismo año en que Tesla vino al mundo, el inglés lord Kelvin había dado un paso más allá, con una idea de la que se serviría el inventor serbo-norteamericano al comienzo de sus indagaciones sobre un nuevo generador de corriente de alta frecuencia, mucho más alta que la que podía obtenerse por medios mecánicos.
Se pensaba entonces que, cuando un condensador se descargaba, era porque la electricidad, como el agua,