y vivió casi toda su vida solo en la gran casa amarilla de Hudson Falls, donde había nacido. Donó la colección de arte al colegio dos años antes de su muerte, en 1999. Mark recordaba muy bien a Bronk, aunque no por su poesía. Mark recordaba a William Bronk como el anciano agradable cuya familia poseía la tienda de madera y carbón Bronk. Siempre se lo podía ver comprando una caja o dos de fruta en el evento organizado por el pueblo para recaudar fondos.
It Becomes Our Life presenta un puñado de poemas de Bronk impresos junto a las reproducciones de algunas de las obras de su colección. Los poemas son impactantes informes directos sobre el misticismo agnóstico de Bronk y sobre los placeres que encontraba en la abstracción visual. Intelectualmente elegantes, pulidos y tiernos, los poemas son pequeños argumentos sobre el poder de lo intangible, montados con un pragmatismo pedregoso. En el poema titulado “Asombro”, Bronk escribe: “Quizás no se esperaba que habláramos/en arte, de valores trascendentes, presumiendo, por supuesto/ la intención de alguien o algo./ Presunción innecesaria: a la trascendencia no le importa/ nada si la intención existe o no…”. El arte que acompaña los poemas es una mezcla ecléctica de pinturas, litografías y esculturas de artistas “menores” del siglo XX, amigos del poeta, cuyos trabajos eludieron las categorías de los movimientos más importantes. Aunque por sí solas las imágenes puedan parecer comunes y corrientes, cada uno de los poemas que las acompaña expresa el subtexto de la obra. Es como si Bronk hubiera visto lo mismo que vio el artista y escribiera a través de la pintura.
Hurst, un amigo cercano de Bronk, habla de la naturaleza metafísica de los poemas en su ensayo de introducción. Ve la poética sofisticada, aunque directa, de Bronk como una consecuencia de la simple receptividad. “Bronk se rodeaba de arte en su casa –escribe Hurst–. Para él las palabras mirar y escuchar, ver y oír eran la verdadera base de una sensibilidad y apertura artísticas.” El texto de Hurst era notablemente original y sentido para cualquier historiador de arte, y aún más para uno que enseñaba en un colegio comunitario. Era extraordinario. A pesar de estar producido por completo en la región, no había nada en absoluto “regional” en este libro.
La segunda vez que Martin y yo nos vimos fue en el hotel Embassy Suites de Binghamton, una tarde de diciembre antes de las navidades. Esta vez, trajo una cámara digital de video y algunos accesorios “adultos” para que practicara y me preparara para nuestro “encuentro” con Catherine, su “esclava de placer” de Toronto. Hay una imagen de aquella tarde que me envió después. La foto tenía el discreto título de “Jpg.Still”, y está ahora en la papelera de mi ordenador.
–Creo que es posible –le dije entonces riéndome nerviosa–, que tengamos una relación discreta. En un sentido categórico.
Me sentía tan mal por todos esos pervertidos online que solían escribir “discreto”, cuando en realidad lo que querían decir era una relación no divulgada. La imagen Jpg tenía una luz plateada como la de una impresión de gelatina de las primeras fotografías en blanco y negro. Pasamos la noche en su casa, y cuando estuvimos en el famoso diván, Martin hizo el primer comentario sobre mi torpeza. Me dijo que tenía que cambiar mi cabello, y también maquillarme mucho más.
Bronk nació en 1918, en Pearl Street, Hudson Falls, en la misma gran casa amarilla en la que murió. Era el único hijo de la rama del norte del estado de Nueva York de una familia colonial holandesa que tenía todo un distrito con su nombre: el Bronx. Bronk asistió a la Universidad de Dartmouth durante mediados de la década de 1930. Se inscribió en Harvard para realizar un posgrado; abandonó después del primer año. Mientras estaba en Dartmouth, Bronk pasó dos veranos en la Cummington School for the Art, donde, ya como un joven poeta, se enamoró de todos los pintores. Eran tan poco verbales, tan intensos, estaban comprometidos con la figuración apasionada que luego se practicaría en la New York Studio School: pinturas llenas de sangre y sudor, una especie de transferencia física. Antes de convertirse en directora de cine, Shirley Clarke pintó a Bronk con diecinueve años como un Cristo de Goya bohemio. Herman Maril, Vincent Canadé y Clarke, que estaban en la residencia de Cummington, se convirtieron en sus amigos de toda la vida. Después de Harvard, Bronk pasó dos años en el ejército y luego regresó a Hudson Falls, donde se quedó para administrar la tienda de su familia en la calle Parry.
Según cuentan los amigos de Bronk, su vida en Hudson Falls tenía una especie de encanto a lo Frank Capra. Los días comenzaban con una caminata de Pearl Street hasta la tienda de McCann, donde recogía el periódico de la mañana. Era miembro del consejo de la Biblioteca pública de Hudson Falls, y todas las damas de allí decían “Buenos días, señor Bronk” cada vez que él entraba. En Pearl Street, todos los vecinos lo conocían como “Bill, el hombre del carbón y la leña”. Mientras tanto, se escribía con Charles Olson, Cid Corman y George Oppen, los grandes padrinos del objetivismo de su era. Mientras afuera los hombres arrastraban gruesas maderas, Bronk permanecía en su oficina, inclinado sobre un enorme escritorio de roble que había pertenecido a su padre, escribiendo oscuros y profundos poemas metafísicos. Como señala su amigo, el escritor Paul Pines, “el interés de Bill en el negocio familiar era mínimo”.
¿Cómo hizo Bronk para sobrevivir? Da la impresión de haber sido ambiguo respecto a su oscuridad completamente buscada. Durante años, se sintió satisfecho publicando volumen tras volumen en una pequeña editorial de un amigo en New Rochelle. Cuando, por insistencia de George y June Oppen, la editorial New Directions finalmente publicó su sexto libro de poesía, Bronk dijo: “Cuando The World, the Wordless (1964) se publicó, me sentí desnudo. Y después, me di cuenta de que nadie estaba mirando”.
Desde un punto de vista biográfico, a Bronk se lo suele comparar con el poeta Wallace Stevens. Los dos asistieron a Harvard; los dos tuvieron trabajos no literarios a tiempo completo. Los dos debieron esperar muchos años para recibir un reconocimiento importante como poetas. Stevens, que publicó su primer libro a los cuarenta y cuatro años, ganó el National Book Award cuando tenía sesenta. Bronk ganó el American Book Award a los sesenta y cuatro por su libro Life Supports: New and Collected Poems, publicado por la editorial North Point Press en 1981. Pero después de eso, volvió a publicar con Talisman House, una pequeña editorial de New Jersey dirigida por el amigo que ahora está a cargo de su obra. Como Bronk, Stevens tenía un trabajo administrativo; era empleado de una compañía de seguros de Hartford, Connecticut. Pero a diferencia de Stevens, Bronk no era un gran defensor de la ética del trabajo. Stevens, un gran modernista, dijo una vez: “El contacto diario con un trabajo le da al poeta el carácter de un hombre”. Bronk tenía poco interés en poseer una identidad de “hombre” y mucho menos “carácter”. “Hay una sensación de que el poema está allí y el poeta simplemente lo transcribe”, le dijo Bronk a un periodista del periódico Times Union, de Albany, en 1982. “Cuando el poema llega, llega como una sorpresa, y es un placer.”
The way you wear your hat,
The way you sip your tea,
The memory of all that,
No, no! They can’t take that away from me!2
La casa de Martin en Binghamton era una construcción modestamente lujosa en una de esas subdivisiones bautizadas con el nombre de la cosa que el promotor inmobiliario tuvo que destruir. ¿Se llamaba Pradera de los Zorros, Escondrijo del Águila, o Cerro de los Castores? No lo recuerdo. Conocí a su hija en la cocina cuando bajé de su habitación por la mañana tambaleando por la escalera. Parecía notablemente madura para tener doce años y haber perdido a su madre hacía tan poco. Tenía esa omnipotencia irrepetible que llega a los doce años, cuando tienes la edad suficiente para observar el juego tal cual es pero no para estar involucrada en él. Martin había meditado mucho sobre la paternidad individual. Le había explicado que, como los niños, los adultos también invitan a amigos a dormir. Utilizaba su vida sexual como un medio para conectarse con su hija, y la alentaba a que lo ayudara a categorizar y puntuar a sus novias. Esas mujeres iban a ir y venir, pero ella siempre estaría allí.
Wallace Stevens escribió que “la imaginación es el poder que nos permite percibir lo normal en lo anormal, lo opuesto al caos, en el caos”. Bronk, por su parte, estaba bastante cómodo con el caos. Era fan del filósofo nihilista Arnold Schopenhauer; sus poemas regresan con claridad estremecedora a las epifanías desconcertantes del ingenio metafísico,