Guillermo Fernández

El ojo del mundo


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aunque guarde silencio. Y luego hay furia, hay mucha rabia porque el otro puede ser independiente, porque anda solo, porque tiene su vida, porque tiene ese poder sobre uno. Ahí empieza a terminar la primera nieve invernal, los hermosos cristales de nieve que parecen un manto mágico sobre los edificios.

      —¿Y le tienes miedo ahora mismo al hambre? –La mujer sonrió y bebió de su vaso. Ella tomaba brandy. Solo unos tres o cuatro tragos.

      —Ambos hemos querido matar el hambre, pero no hemos podido, aquí estamos. Y no es para nada poética. Si se quiere es oscura y trágica.

      Yo vi la blancura de los hombros de Sharon, sus ojos, su boca. No esperaba que nada de eso fuera oscuro. Sin embargo, comprendí que había sido incontrolable. Recordé los días que esperaba una sola llamada de Sharon para sentirme aliviado después de una discusión por una bagatela. Las ideas voraces que me consumían. Las emociones violentas que me hacían tomar un taxi hasta su apartamento y luego devolverme hasta el bar de Donato para perder el tiempo y escuchar un poco de jazz e historias de asesinatos que solía contar Wilson.

      —Es como un buitre –dije sin pensarlo.

      —Ah, ¿cómo ese buitre de Kevin Carter?

      No había querido introducir el tema, pero había salido con extraña espontaneidad. Desde que me había obsesionado con la fotografía estaba inestable, impredecible. No me reconocía, como dicen algunos que solo empiezan a cometer torpezas.

      —No sé si como ese buitre. Pero pienso en lo que me has dicho y sé que tu amor fue como un buitre.

      —¿Eso es un halago?

      —El amor que inició como un cristal de nieve, Sharon. No me has entendido. La imagen del buitre me surgió de pronto. Sí, tal vez he visto mucho esa fotografía.

      —¿Y por qué un buitre? –dijo ella intrigada. Como tenía sentido del humor, se rio un poco y luego guardó silencio. Le parecía chistoso.

      —Porque tú dices que nos protegimos del hambre que uno sentía por el otro. Yo creo que el amor se fue convirtiendo más bien en un ave carroñera y que nos quería comer vivos. Es el amor un buitre cuando ya ha dejado de favorecernos, cuando, por vías misteriosas, se viste de Drácula y nos quiere fritos. Tal vez haya que despedazarlo con nuestras propias manos para volver a convertirlo en cristales de nieve, en cristales luminosos de nieve.

      —Me gusta cómo lo dices, Henry, sé que una imagen así no la hubieras inventado si no la sientes de modo sincero. Sé que el buitre no es implacable. Lo hemos creado los dos pero no es implacable. Lo podemos dejar afuera del edificio. Aquí hay un espacio solo para nosotros dos. Sé que tendremos sexo y que seremos felices porque las cosas estarán en su lugar. La felicidad existe cuando no se exige ninguna penitencia ni ningún fingimiento.

      —Olvídate del buitre. No sé cómo lo he mencionado aquí. Últimamente he estado invadido por todo lo relacionado a esa fotografía.

      —¿Y cómo se besarán dos buitres? –dijo ella sacudiendo una de sus pulseras. Llevaba sandalias blancas. Los dedos de los pies exquisitamente pintados de rojo.

      —¿Qué pregunta es esa? No es que sea experto en buitres. Reconozco que no les tengo mucha admiración. Me parecen unos seres torvos que comprenden a cabalidad el lenguaje de la muerte y que disfrutan con ella en orgías ruidosas.

      —Seamos hoy cada uno el buitre del otro, ya que estás con ese asunto de Carter. Tal vez te sientas motivado.

      Reímos con sigilo. Bebí de mi trago, me eché hacia atrás en el sillón cómodo y frío. Creo que me dolía la cabeza. Sentí que Sharon se sentó a mi lado, me abrazó y percibí el perfume y el olor de su piel. Recordé todo lo que habíamos vivido unos años antes y lancé un suspiro de absoluta rendición.

      V

      Había tratado de comunicarme con Kevin Carter para propiciar la entrevista, pero tuve problemas con las llamadas a larga distancia. Una secretaria de la agencia llamada Hellen donde Carter prestaba servicios me comentó que se había alejado de la prensa, ahora que le endosaban motes crueles. De modo que llegaría a Johannesburgo a ciegas, buscándolo como un espía. El futuro azaroso de mi trabajo me propició una incertidumbre mortal. Recuerdo que en el Aeropuerto John F. Kennedy, antes de abordar el avión, consideré lo que me había dispuesto a hacer. Nada estaría seguro de ahora en adelante. Conseguí tomar aliento en los últimos minutos por una fuerza que se había apoderado de mí.

      Las consideraciones que debía tener durante mis días en el país africano serían muchas: estaba revuelto por luchas políticas violentas y era inminente el triunfo del Congreso Nacional Africano con Mandela como candidato.

      El avión despegó a las doce mediodía y llegaríamos antes de la cinco de la madrugada al Aeropuerto Internacional de Johannesburgo. Me correspondió felizmente el asiento junto a la ventanilla. Odiaba los viajes largos y esperaba dormir lo necesario aunque no tenía fuerzas para dormir. Pensaba en lo magnífica que había encontrado a Sharon, e incluso humorística, y en que me apartaba bruscamente de su lado por una fiebre desconocida. ¿Cometía un error yéndome ahora cuando debí haber propiciado un acercamiento quizás más caluroso? ¿No había sentido esa última noche los cristales de la nieve del encantamiento sobre nuestra piel, como agujas que duelen, así como es verdaderamente la felicidad: un punzante dolor que alegra?

      Un hombre de unos sesenta años, con una calva insidiosa y lentes aparatosos, se sentó a mi lado. Llevaba un carné del New York Times y me pareció una seña de afectación tan deslumbrante que opté por mirar hacia la ventanilla, mientras el avión iba elevándose y veía el progresivo achicamiento de los rascacielos que reflejaban el inicio de una tarde con violáceas brumas. La sola presencia del hombre me resultó de mal agüero. Tenía la cara con feas pecas seniles y de una palidez semejante a un susto. ¿Cuántas veces no me había sucedido que la peor persona de todas se sentase a mi lado en cualquier parte? ¿No formaba esto parte del ritmo de mi existencia?

      Quise obviarlo haciéndole sentir que me entregaba a la admiración del paisaje, el cual me producía una sensación de leve relajamiento, pero el hombre empezó a toser. Había medio visto que tenía un voluminoso abdomen. El temor de que iniciara una ociosa conversación conmigo se volvió magnético, como cuando le dije a Sharon que la veía magnética, solo porque no tenía nada original qué decirle.

      —¿Y se puede saber para qué va a Sudáfrica? –sentí que me decía con una voz grave. Lo vi de soslayo. Vi sus grandes ojos coronados por cejas muy pobladas y canosas esperando mi atención. Hombres como esos abundan en el mundo, no pueden dejar de hablar acerca de cualquier cosa: deporte, negocios, turismo, enfermedades, conquistas, trabajo… Apostaba, en mi caso, por aburrirme solo mientras llegaba a mi destino y de pronto experimenté lo que debe sentir un ratón cuando es observado por un científico crapuloso en una jaula.

      —¿Eh? –le dije molesto por la intromisión–. Soy periodista. Creo que todo el mundo que viaja ahora a Sudáfrica es periodista. ¿Qué otro tipo de persona podría viajar a un país donde hay esa guerra?

      —Ah, qué curioso.

      No vi nada curioso en lo que había dicho. Me percaté hasta ese momento, mirando a mi alrededor, que en el avión viajaban unas ocho personas, todas con la facha de reporteros. Vi algunos rostros cansados, rostros que miraban un periódico o se balanceaban de un lado para otro como si tuvieran tortícolis. Estaba tan abstraído que no tenía ganas de contar gente ni de meterme en la existencia de nadie. Llevaba en mi portafolios la fotografía de Kevin Carter y no me había decidido a mirarla para pensar un poco más sobre ella. Después de las reacciones impredecibles que vi en el bartender no iba a ser tan incauto como para democratizar mi experiencia tan personal, tan íntima, tan clara solo para mí. Que el mundo conociera más detalles una vez publicado mi artículo, si es que lo entendía. Si es que llegaba a entender algo.

      —¿Por qué curioso? –le dije viendo a la aeromoza pasar con su carrito. Una rubia hermosa que se preparaba para servir el platillo de la travesía. Estaba ansioso por un whisky.

      —Porque seguro vamos