Guillermo Fernández

El ojo del mundo


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levanté un momento para pedir un café expreso y vi a través de las ventanas. El día estaba nublado. Había un mendigo parado en una esquina viendo hacia el cielo. Pasó velozmente una patrulla. Regresé a la mesa con el expreso y quedé en silencio.

      —¿Viste la última fotografía ganadora del Pulitzer? –me preguntó Sharon al verme con la mirada algo perdida. Supe de nuevo que me había leído la mente.

      —Sí, en realidad, no sé qué decirte. Es como el arte moderno.

      —Es una gran foto –dijo ella. Al oírla tragué grueso. Bebí un poco de café y lo sentí bastante amargo. Olvidé que no le había puesto azúcar, aunque fuera de mala educación pervertir un expreso.

      —¿Te parece? –le dije con una vocecita muy fina que me salió por los labios.

      —No sé, impactante. Tú sabes que no soy una pura sensibilidad social. Soy una neoyorquina clásica, sin mucha paciencia para los sentimientos, práctica como un cuchillo de cortar carne y amante del confort. Incluso sabes que soy buena lectora.

      —Sí.

      —Pero esa fotografía me estremeció. Afecta.

      —Sí, afecta.

      —¿Vas a repetir todo lo que digo?

      —Me gustan otras fotos, qué te puedo decir. Esas de mucha tristeza para qué.

      —No me digas…

      Me miró con fijeza.

      —Es la verdad.

      —Creo que es la foto que esperabas tomar siempre, Henry. A veces se nos adelantan.

      Escuché su risa. Vi a través de las ventanas como buscando algo de protección. Sentí miedo. Sentí que a Sharon siempre le había tenido miedo.

      —Tal vez –canté mordiendo la dona. Mastiqué lentamente sin experimentar ningún sabor.

      —A mí no me puedes engañar –me dijo tomándose un poco de refresco del vaso de cartón. Oírla decir una de sus frases preferidas para desbancarme me confirmó que había sido un grave error haberla visto de nuevo. Pensé por un instante que debajo de esa ropa de ejecutiva estaba la piel clara y sedosa que había deseado y que por una extraña razón me parecía ya inalcanzable.

      —Es inalcanzable –dije sin pensar.

      —¿Qué es inalcanzable? –me preguntó mirando el reloj. Supe que por ahora no estaba interesada en nada más que hablar banalidades. La pasión era lo que menos tenía en su mente.

      —Para algunos el éxito es inalcanzable –respondí tratando de sortear la frase que había dicho sin proponérmelo.

      —Todo se reduce a si tienes las estrellas o no las tienes.

      —Estar en el sitio adecuado, qué sé yo… ¿Adónde voy a llegar escribiendo artículos sobre la flora en peligro de Nueva York?

      —¿En eso trabajas?

      —Sí.

      —Me parece un tema interesante. No todo es sangre en las calles en esta vida ni buitres.

      —Es lo que pensé, Sharon, desde que ingresé al periodismo. Mira, te veo hermosa. He pensado todo el tiempo en lo bueno que fue encontrarnos como ahora y…

      Una mujer que llevaba una bandeja me golpeó la nuca y me lanzó una mirada de reproche. Tenía una cara larga y verduzca de las que se ven en Nueva York más veces de la cuenta.

      —Trata de dormir y comer bien, Henry. Tal vez escribir sobre la fauna de Nueva York no sea tu fuerte. Siempre te he dicho que puedes desarrollarte más. ¿No has pensado en escribir una novela? ¿No nos conocimos aquí mismo mientras hablábamos de literatura y me decías que siempre habías intentado escribir una historia policiaca o algo así?

      Quería que habláramos de lo que había entre los dos, si es que todavía quedaba una pizca de hollín, pero sé que no era el día propicio. Las confabulaciones existen. Los contratiempos son demasiado evidentes. Miré de lado que la mujer de cara larga y verduzca se había sentado a comerse una pequeña dona mientras endulzaba un café. Supe que deseaba acostarme con Sharon en ese instante sin tanto protocolo y que todo estaba en contra.

      —Tienes razón –le dije–. Tengo tiempo, ahora que lo dices, de que no abro un libro. Me he abandonado un poco.

      —¿Hay alguna mujer? –me preguntó ella con un tono clínico.

      —Ninguna. Es un hecho que me ha costado sustituirte.

      Ella sonrió. Hincar el diente en el tema azaroso del sexo me pareció fuera de lugar y le dije que le quería hacer una entrevista a Kevin Carter. Necesitaba confiarle mi aspiración a alguien que no fuera del periódico. Ella lo comprendería.

      —¿Conque eso era? ¡Mentiste al fingir no estar interesado! ¿Irás a Sudáfrica? –me preguntó con un gesto de incredulidad.

      —Espero que sí. Puedo lograr algo definitivamente bueno para el New York Chronicle.

      —¿Sobre qué podría versar la entrevista? –acometió ella.

      —Es un secreto.

      Me encantó poder hablar de que tenía un secreto a Sharon. Ella lo sabía todo. Pero mi secreto no.

      —No seas tan infantil –rio limpiándose la boca con una servilleta. Esos labios finos que limpiaba me atrajeron.

      —Debo tener cautela. Si me aprueban la entrevista le haré unas preguntas a Carter que nadie ha pensado. Digamos que yo no gané este Pulitzer y que nunca ganaré uno. Pero puedo ser peligroso, también.

      —Ahora sí no te comprendo. ¿Qué quieres decir?

      —Solo hace unos días que Carter ganó el Pulitzer y ya la gente lo está culpando de no haber hecho nada por el niño desnutrido. Todo el mundo está mirando en esa dirección. Yo veo en otra y no te diré nada por el momento. Lo leerás en un artículo si logro ir a Sudáfrica.

      —No sabía que la gente está culpando a Carter por eso, Henry. Creí que era solo un fotógrafo que hacía su trabajo.

      —Para nada, Sharon, tú eres racional, fría, inteligente, pero el mundo no es así. El mundo en masa es una tribuna de inquisidores.

      —Ahora que lo dices… –Hubo un silencio. Sharon me miró con un visaje de sorpresa–. Es inevitable que la gente piense de esa manera. No había pensado en el alma de Carter. No hay nada más cómodo que juzgar, Henry. ¿Qué es lo diferente que has visto?

      —Como te dije –le expliqué como si ahora fuera el tipo más interesante de Nueva York–, no puedo revelártelo en este momento. ¿Qué pasaría si le dijeras a alguien de tu trabajo lo que voy a preguntarle al fotógrafo y ese alguien se lo lleva a la competencia?

      —Estás paranoico.

      —Ni mi jefe lo sabe. Nadie en este mundo. Es algo que descubrí solo esa noche que llegué de tomarme unos tragos con Wilson.

      Nos fuimos a caminar luego por un parque cercano y allí buscamos una banca para sentarnos bajo un manzano silvestre. Me gustaba saber que por ahora Sharon no sabía un secreto de mí, aunque fuera un secreto profesional. Ella solo habló de su trabajo y de una próxima exposición de pintura en la que le gustaría verme, aunque la noté finalmente mortificada. No se refirió más a la fotografía. Solo repuso que me estaba tomando algunas cosas demasiado a pecho y que me había encontrado muy obsesivo. ¿Qué sabía ella de obsesiones? ¿Acaso era también psiquiatra? Bajo la sombra del manzano, le dije finalmente que la veía más hermosa que nunca y ella guardó silencio. No quería hablar de amor, que empieza tal vez con la frase, “eres hermosa”, o cualquier otra de ese tipo. Supuse que había llegado una de las últimas oportunidades y que se había ido de mí gateando silenciosamente.

      En la tarde me dirigí a proseguir mi entrevista al doctor Rudolf, el botánico que me facilitaba la información