Guillermo Fernández

El ojo del mundo


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y escudriñadores azules que podían intimidar. Se maquillaba mucho. Incluso podía uno pensar que dormía maquillada y que así se mantenía de manera perpetua.

      —Diría que no es lo usual, apenas está amaneciendo. Y usted, ¿comprando flores?

      —Hay un almacén que las vende desde muy temprano en la esquina. Me extraña que no lo conozca.

      —Creo que no conozco a fondo el barrio donde vivo. Salgo muy temprano y vuelvo hasta la noche. Es un trabajo cansado.

      —Lo entiendo, por eso no ha querido tomarse conmigo una taza de té ni que le cuente mi historia.

      —Claro, su historia. Y dígame algo, ¿de qué trata su historia?

      —No me gustaría adelantarle nada en este pasillo. Hay gente despierta que escucha. Nunca duerme. Me espanta la gente que nunca duerme y es más de la que usted se imagina.

      —Nunca lo había pensado.

      —Yo sí estoy segura. Hay gente que permanece de pie porque creen que los están siguiendo y no pueden pegar el ojo.

      —¿Y quién los sigue?

      —Saber diablos. Nadie. Nadie los sigue. Solo creen que los siguen y que deben estar vigilantes. Eso les da una razón para vivir.

      —¿Y cómo sabe usted eso?

      —Solo lo presiento. Tengo muchos años de estar aquí y por las noches escucho hasta la respiración de todo el mundo. Es algo que se aprende. Por ejemplo, usted anoche tuvo dificultades para dormir, oí unos pasos por alguno de estos departamentos y me dije: Creo que es el periodista que tiene un problema grande, algo que no puede resolver en este momento.

      —Atinó, Leonore. Anoche no pude dormir. Di muchas vueltas por el departamento pensando algo…

      —¿Ve usted de las cosas que podríamos hablar si se decidiera a aceptar mi taza de té?

      —No creo que a usted le interese lo que yo sienta. Son sensaciones vagas.

      —Todos estamos llenos de sensaciones vagas que necesitamos contar a alguien más. No podemos sentirnos con ellas solos.

      —¿Y de qué me ha querido hablar en otro momento? Tengo algo de tiempo mientras espero que salga el sol.

      —De Greta Garbo.

      —¿La actriz? Murió hace cuatro años.

      —Yo la conocí, fui su edecán.

      —Por ahora le puedo decir que es interesante. Greta Garbo y lo que muchos aún quieren saber de ella.

      —Puede ser una buena historia para su periódico, Henry. No sería algo escandaloso. Odio el escándalo, pero no la verdad.

      —¿Qué es lo fascinante que usted me contaría? Suelen escribirse historias que uno olvida en un santiamén sobre la actriz.

      —Empecé a trabajar para ella poco después de que se retiró del cine –me dijo parpadeando rápidamente–. Yo era un poco mayor que ella. Alguien me contactó, porque toda mi vida trabajé como edecán, también soy una estupenda chef y no hay nadie que me gane haciendo la limpieza. Ahora estoy vieja y solo puedo sacudir el polvo.

      —¿La conoció bien? Esos artistas siempre se han creído superiores a la media.

      —No era una mujer de otro mundo, si quiere usted decir tal cosa, solo que no quería sentir demasiado.

      —¿Y cómo es eso de no sentir demasiado? Me ha hecho gracia lo que expresa, Leonore. Qué ocurrente.

      —Ella me comentó luego de tres meses de hacer mi trabajo en su departamento de la calle 52 y de casi no hablar conmigo que quería saber si podía confiar en mí.

      —Bueno, eso significa que en algún momento nos quebramos y que somos igual que todos los demás. Yo entiendo a Greta Garbo, me gusta vivir aislado, no conversar mucho, no comentar demasiado nada con nadie. Imagino que así es Drácula, un solitario que nunca ve el sol y que tiene pocas conversaciones.

      —Muy chistosito, Henry –sonrió la vieja enseñándome unos dientes absolutamente perfectos, lo cual me hizo pensar en una costosa operación periodontal o en lo peor de todo: una impecable prótesis–. Ella me dijo que me sentara a una mesita donde siempre tomaba el té, mirando a través de los ventanales, al East River, y fue cuando empezó a abrirse, por así decirlo. Tardó mucho tiempo para hablarme algo más que unas frases.

      —¿Y qué le dijo?

      Leonore miró hacia el piso cubierto por un tapiz vetusto con flores cárdenas enmarcadas en cuadros con ribetes blancuzcos.

      —Fue una larga historia en varias tardes, Henry, no puedo contárselo todo aquí. En resumen, me dijo que un día simplemente no toleraba el contacto con la gente y que sentía un inmenso asco por haberse convertido en Greta Garbo. Se sentía agradecida por sus admiradores pero no lograba que la mirasen más con esos ojos llenos de expectativas de los demás. Hasta en el baño percibía que cada uno de sus movimientos merecía una foto y que por esa idea empezó a sentir mucho miedo de estar sola, hasta que se dijo que debía estar sola para aniquilar esa sensación. En realidad, se recluyó para matar el miedo de estar sola. El mundo le había dicho que no podía vivir sin ella, si su rostro, sin sus películas, pero cómo podía el mundo exigirle tanto. ¿Me comprende?

      —Un poco, Leonore, un poco. No deja de ser una mujer excéntrica. Bien pudo haber tomado vacaciones y no hacer tanto drama, ¿no le parece?

      —Creo que usted no lo entiende. Greta Garbo sintió el terror de estar en el ojo del mundo por ser una invención del cine. Si no escapaba de ese ojo, ¿qué sería de ella?

      —Retomaremos el tema, Leonore, creo que ya salió el sol. Y tengo una idea que debo poner sobre la mesa de mi jefe.

      —Espero que sea una buena idea, después de todo anoche no pudo dormir por ella. Se le nota en las ojeras. Dios mío, pero qué cansado se ve. No se olvide, cuando quiera que le comente más de Greta Garbo me avisa. Yo siempre estaré por aquí. Tal vez pueda escribir un artículo de esos sobre los artistas de cine.

      —Es probable. También sobran los que escriben sobre Greta Garbo. De eso no me cabe duda.

      II

      Salí del edificio cuando el sol iluminaba las calles de la ciudad dándole ese tono inicial cobrizo que iba tímidamente tapizando los muros, sin entrar por completo en las grandes avenidas. Corría el viento helado de un martes que comenzaba a resonar paulatinamente y tomé un taxi hacia el domicilio del periódico. Estaba urgido por hablar con mi jefe, Giotto, que encontré mirando la noticia del Pulitzer otorgado a Kevin Carter. Andrew señalaba con un dedo algunos detalles de la fotografía. A través de los ventanales, el cielo nítido, sin una nube.

      —Llegaste a tiempo para comentar lo que logró un fotógrafo de Sudáfrica en Sudán –me dijo Andrew, que atizaba al jefe sobre la importancia de las premiaciones y sobre la realidad de que el New York Chronicle no había obtenido hasta la fecha ningún reconocimiento.

      Ya los dos tenían servidos dos vasos de café de cartón de la cafetería Rumist de la esquina. Había dos donas demasiado azucaradas en un plato.

      —Ya conozco la noticia. Creo que el Pulitzer se equivoca en ocasiones.

      —Es una gran foto –dijo Giotto–. Es decir, no puede pasar inadvertida. Toda descripción sobra: el hecho se revela como un dardo que entra por los ojos y se clava en las fibras más sensibles del ser humano. Es como si la foto la hubiera tomado Dios.

      —O el diablo –corregí–. Es una foto que no aumenta nuestra compasión sino nuestro asco. La foto me produce asco. ¿Dónde está la reflexión? ¿Cómo podemos interpretar que es tan explícito? ¿No creen que el fotógrafo se limita a copiar un hecho que se produce en cualquier parte del mundo? ¿Por qué debería ser para nosotros esta imagen una foto que nos cause alguna inquietud? Es obvia.

      —Obvia o no –dijo