Guillermo Fernández

El ojo del mundo


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cuyo propósito el mundo entero va olvidando, pero esta foto no busca sacudir el intelecto, sino el corazón. Ese es el logro. Tal vez nunca nos podamos olvidar de ella. Maravilloso. No puedo decir más que esto. Esa foto nos condena a toda la humanidad. Si creyera en Dios diría que ya dictó sentencia. Somos culpables. No podemos redimirnos. Nadie puede hablar de esperanza mientras exista esa foto. Ja, ja, ja, para tener un poco de buena conciencia deberíamos volver al momento exacto en el que Carter tomó la foto e impedir que lo haga. Permitió que nos sintiéramos peor con nosotros mismos. ¿Qué clase de maldito genio es este?

      Hubo un momento de silencio. Giotto estaba descorazonado sobre su sillón de cuero. Prendió un cigarro y lo caló hasta el fondo. Siempre que calaba un cigarro hasta el fondo se encontraba en ese estado previo a la borrachera que seguro iba a coger a la salida del trabajo. Creo que la mañana no le impediría empezar a beber unas cuantas copas de oporto.

      —Huelo una mala señal en esa foto –dije prendiendo también un cigarrillo–. Creo que tendrá un éxito obsceno.

      —Me gustaría ese éxito –dijo Giotto, exhalando el humo de su boca–. Somos un periódico pequeño que necesita crecer. Nuestros lectores se han habituado a las noticias sobre estas mismas calles. Nueva York es un mundo, pero no es todo el mundo. ¿Cómo obtener nuestro propio Pulitzer? Ahora son más frecuentes si el fotógrafo está en otro país. Vean ustedes los últimos premios. Algunos son de estos lares. Otros no, qué va, la tendencia es hacer que lo extranjero sea más interesante. ¿Es que no tenemos buenas noticias aquí? ¿Y no habrá mejores fotos que nos hagan evocar otras emociones, Henry?

      —Hay mejores fotos que tomaría un fotógrafo amateur. ¿Pero qué pasa aquí con Carter? ¿Lo saben ustedes?

      —Carter pasaba su temporada por el Apocalipsis –dijo Andrew–. Eso es lo que valoran los del Pulitzer y eso es lo que entenderá la gente. Desde el mismo infierno, allí sacó la foto. Sin duda. No te agradecerá nadie que les saques fotos a hechos poéticos de la vida. Eso queda para los artistas que no tienen preocupaciones. Nosotros sí tenemos preocupaciones. El Bosco las tenía muy acentuadas. ¿Acaso son linduras las que pintó? A ver, qué me dicen. Y por eso prefiero el Bosco a los prerrafaelitas. Aunque los adoro. Adoro a los prerrafaelitas.

      —Mi idea es la siguiente: si queremos empujar este barco…

      —Ahora estás hablando como un político, Henry –me interrumpió Giotto.

      —Como quieras, es lo que me parece. Si queremos empujar este barco y sacarle provecho a este Pulitzer, me encantaría poder entrevistar a Carter, hacerle unas preguntas que lo desenmascaren.

      —¿Que lo desenmascaren? –preguntó Andrew tomando un trago de café. Por lo general, el café del turco era fuerte y dejaba un amargo sabor en la boca que propiciaba la locuacidad–. ¿A qué te refieres?

      —¿No se dan cuenta que ahora la noticia ya no es la foto del niño y el buitre sino lo que hay en la mente de Kevin Carter? La foto ganadora del Pulitzer pasó a un segundo plano. Es lo que el autor piensa, desea, opina, lo que merece atención. Con una noticia así, nos podríamos beneficiar todos.

      —Entiendo lo que dices –dijo Giotto–. Lo entiendo perfectamente. Esperemos unos días para saber qué opinará el público de la foto de Carter. No quiero que nadie se nos adelante. Esa idea es estupenda, Henry. Solo pienso en el costo. Somos un periódico neoyorquino de ingresos discretos. No somos el New York Times.

      —Sí, Henry, la idea es fantasiosa –dijo Andrew, cuyos ojos grises y nariz aguileña me han dado siempre la impresión de un ave de presa.

      —Las fantasías impulsaron el primer avión de los hermanos Wright –dije acomodándome el nudo de la corbata.

      —¡Qué comparación, hombre!

      Nos quedamos en silencio. Giotto se quedó mirando unos segundos la foto de Carter y negó con la cabeza. Él no sentía envidia ni abrigaba interrogaciones como yo. Solo sabía que su periódico necesitaba algo más que las noticias de calle de Manhattan: fluctuaciones bursátiles, problemas de la mafia, homicidios que quedan en el misterio, accidentes de trabajadores, historias de vida de los pobladores que, como Leonore, aparecen de vez en cuando con algo que decir. Todo muy conveniente. Pero esa foto…

      —Pienso en el costo de enviarte a Sudáfrica a entrevistar a Carter. Ahora es una celebridad. El desgraciado debe estar muy encumbrado. Elegirá los medios más connotados para hablar de su puta foto. La mejor que he visto en mi vida. ¿Por qué nosotros no podemos lograr algo así?

      —La razón es obvia –dijo Andrew–. No estamos en el tercer mundo haciendo noticias ni recibimos reportes exclusivos. Somos un periódico muy local. Incluso muy local para estar en el corazón de Nueva York.

      —Yo eso lo entiendo, Andrew –dijo Giotto–, solo sueño, no es malo lanzarse de cabeza por esa ventana para flotar un rato.

      Ambos, Andrew y yo, vimos a través de la ventana. Los rascacielos se cubrían hasta la mitad de una bruma cerrada y quieta. Pensé en lo mal que había pasado la noche y me senté en una silla. Hasta el momento había permanecido de pie.

      —¿Te derrumbaste, viejo? –me preguntó Andrew sonriendo, malicioso–. Ya sé que siempre has soñado con un Pulitzer, ¿quién no? Algunos seremos toda la vida unos reporteros que escribieron sus anécdotas y serán archivadas. Habrá buenos estudios periodísticos, sin duda, pero no serán nunca clásicos literarios. Las bibliotecas las guardarán en esos cementerios de información que, de vez en cuando, alguien destapará para fijarse en una fecha o cerciorarse del nombre de una calle. Nuestro trabajo tiene ese estigma.

      —No estoy derrumbado –dije–. Solo propuse un proyecto interesante. Carter pronto abrirá la boca y me gustaría ser de los primeros que escuchen lo que diga. Yo sé hacer preguntas. No aquellas que todos le harán. Apuesto que la fotografía empezará a interrogar a todo el mundo. No es una fotografía convencional, ¿verdad, Giotto? –dije opinando abiertamente otra cosa.

      —No salgo de mi turbación, por supuesto que no es convencional. Ninguna fotografía de todos los Pulitzer que recuerde tiene esta forma de penetrarte la vida. Es como si nos acuchillaran. Bueno, para los que aún tienen sensibilidad. Para un psicópata debe ser algo así como una lata abierta de sardina. O para esa gente sonámbula que camina hacia el trabajo y que gana tan bien que odian los contratiempos. Y esta foto es un maldito contratiempo.

      —Leo en el fondo que lo que pides es venganza, Henry –dijo Andrew–. Quieres hacer de Carter una caricatura. Los tres sabemos que la gente la tomará contra Carter porque la fotografía ya está encendiendo la mecha de una dinamita. Carter será acribillado por las preguntas correctas de un tribunal de la Inquisición. Le preguntarán por qué no hizo nada. Entiendo que ya lo están haciendo. También entiendo que el hombre solo iba de paso. Pero nadie tomará eso en cuenta, ¿me comprendes?

      —No es exactamente lo que quiero. No quiero crucificar al fotógrafo. Era su trabajo.

      —Claro –dijo Giotto chupando lentamente el resto del café turco–. Este café es para un periodista: es como estricnina. Carter solo le hizo un favor a la humanidad que vive de espaldas a los hechos. ¿Quién lo puede juzgar? ¿Es que debemos corregir la vida mientras tomamos nota de los incidentes de las calles? Si Occidente condena la foto se condena a sí mismo.

      —La foto es buena, no lo niego, pero la noticia es Carter, ¡entiendan mi punto! Quiero saber lo que un hombre como él puede decirnos acerca de lo que ha revelado para el mundo. Él toma su foto y nosotros le tomamos una foto a él.

      —¿Y qué crees tú que te responda?

      Miré hacia el techo. El candelabro inmóvil. Las fotografías en las paredes de las primeras portadas del New York Chronicle que apreciaba tanto Giotto.

      —Es algo entre él y yo, Andrew, no voy a decir en este momento lo que he planeado anoche, lo que tuve que lucubrar en horas de vigilia, lo que tengo ahora por seguro. Hay preguntas que uno sabe a quién hacérselas y nadie las puede conocer. Por ahora es un secreto, ¿me comprendes?, ni tú ni nadie las sabrá. Son