Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia


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ellas huían del agua y se santiguaban ante esta, el fuego griego se alimentaba de la misma como un vampiro ígneo. El intuitivo intento de todo defensor por apagarlo con agua no hacía sino aumentar su ferocidad, consumiendo en el acto a los pobres mentecatos que tenían la osadía de intentar domarle. Ese era el secreto invaluable de su terrorífico poder, de sus fauces difíciles de controlar y saciar.

      En cuanto a sus componentes, varios aportaban la mezcla combustible y eran mutuamente intercambiables. Pude distinguir entre ellos el bitumen, el asfalto, el azufre, el salitre, la resina, la brea, el alquitrán y la cal viva. Si bien no indicaba para nada el proceso ni las proporciones de los mismos, intuitivamente pude descifrar el conjuro para invocar a la bestia. De todos ellos, lo básico era el salitre; el destilado en seco a su mínimo componente, la sal de sodio, prendía llama al contacto con el agua. Era el eslabón que unía al agua con el fuego, el intermediario que volvía aliados a tan mortales enemigos. Una vez despierta la flama al roce con el agua, se transmitía a los compuestos inflamables, abriendo las puertas del Infierno. Intuí que una resina neutra y viscosa era necesaria para mantener la suficiente separación entre el agua y el compuesto inflamable, de manera que este no se apagase al contacto con el líquido, permitiéndole solo al salitre acariciar los húmedos labios. Algo me dijo también que en el cálculo justo de la resina yacía el secreto para no asfixiar antes de tiempo el beso de fuego.

      En los depósitos militares de la isla pude escamotear algunos de los componentes mencionados, ya que varios de sus celadores y administradores eran clientes míos habituales. Algunos de los escasos drogueros de la isla que me suplían de materia prima para el negocio, también lograron conseguirme uno que otro compuesto de manera más o menos lícita. Acostumbrados a mis chifladuras, no preguntaban a mis requerimientos, limitándose a sonreír. Era yo un buen cliente para ellos, lo suficiente como para respetarme el sigilo por lealtad. En algunos de nuestros furtivos arribos por agua dulce a la isla de Santa Lucía, logré ascender al volcán Qualibou –la mismísima boca del Infierno para los arahuacos– descubriendo paredes peladas de caliza de las cuales raspé la cal viva necesaria, así como recogí salitres y nitratos sulfurosos para mi nueva chifladura.

      Los meses por venir serían un largo y extenuante ejercicio de paciencia. Una y otra vez intenté las mezclas más fortuitas, cada cual más inefectiva. El malhumor de no obtener nada explotaba contra cualquier pobre subalterno o aldeano, por la falta más insignificante. Tuve que aumentar mi consumo de opio para superar mi creciente frustración, vilmente nutrida fracaso tras fracaso. El agua me llevaba la delantera y consumía burlona toda mezcla que depositaba sobre ella. Con mi mente saturada y en punto muerto, preferí hacer un alto y dedicarme, sin resolver aún la primera incógnita, al problema pendiente de la aplicación. ¿Cómo crear un dispositivo que permitiera contener a la bestia y liberarla en la dirección deseada? La segunda ilustración del libro me dio la clave. El cilindro grande a todas luces contenía la mezcla explosiva, cuya fórmula, ¡ay!, me seguía siendo esquiva. El cilindro menor, colocado sobre su padre, sin lugar a dudas debía de contener el agua. El ducto que los unía en su parte posterior igualmente tendría que contar con alguna especie de llave o paso obstruible para mantener separadas ambas sustancias, hasta el momento en que su mortífero abrazo se hiciese necesario.

      Una vez unidas, el contacto con el agua encendería el sodio del salitre, cuya flama a su vez habría de prender violentamente la mezcla de compuestos inflamables, mientras las resinas separaban el fuego del resto del agua. Solo el sodio mantenía encendidos y en celo ambos compuestos. La violenta expansión del líquido, producto de la permuta en fuego, enviaría el compuesto inflamado a través de la estrecha boca del cilindro, previamente apuntado hacia el objetivo a rostizar. Los cilindros debían de estar hechos en cobre o quizás bronce, para soportar el embate del encendido. Pero igual hubiera dado que estuviesen hechos en madera o granito. Una vez liberada, la jauría solo tendría ojos para buscar el agua. Y en cuanto al hierro, hubiera sido demasiado pesado para maniobrar los cilindros en la cima medieval de una muralla abordada, o en el vientre de una galera bajo asedio. Pero de fijo debían de formar parte de algún soporte o forro adicional en la parte posterior de la estructura, a fin de evitar que la bestia se escapase por fisuras no deseadas. Después de todo, la idea era freír al enemigo sin abrasarse uno mismo en el proceso.

      Absurdamente, comencé a construir pequeños dispositivos de tal naturaleza en vidrio y latón, llenándolos con mezclas estériles a las cuales les agregaba agua mediante un gotero, a través de una ranura que dejaba en la parte superior y posterior de los mismos. Pero solo el agua, la muy maldita, se comportaba desdeñosa y predeciblemente hostil, chafándolo todo. Más de una vez, en los arrebatos de ira propiciados por mi incompetencia, destruí preciados alambiques y valioso instrumental que invariablemente tenía que reponer antes de mi siguiente cónclave. Tales embates, de más está decir, cesaron al acumularse la cuenta por su constante reposición.

      Caí abatido y con el desánimo llegaron las fiebres, a tal punto que mi exasperado superior no dudó en concederme unos días para que descansase. Y con las fiebres llegaron las pesadillas en la sacristía y en la alcoba de mi infancia, alternadas con estúpidas y viciosas ensoñaciones de diablos cocinando almas condenadas en el Infierno, empleando sin consentimiento mis toscos cilindros como lanzallamas. Sonriente y sarcástico, el diablo en jefe, a la manera de un llameante cocinero, les decía que debían agregar más goma al fuego para lograr que la sal incendiase el agua. Extasiados, todos sus subalternos aplaudían entusiastas, mientras su cabecilla me reconocía el mérito inclinándose reverente ante mí.

      Sudando, me desperté enfurecido y afiebrado. Ya suficiente era desgastar la lucidez en infructuosos experimentos como para terminar de malbaratarla tontamente en pesadillas idiotas. Con una cobija pulguienta sobre los hombros me levanté y mi dirigí a mi precario laboratorio de alquimista fracasado. A medias inconsciente, a medias iracundo, seguí como un autómata las instrucciones del ridículo sueño. Nada tenía que perder, todas las sugerencias pedidas y todas las lecturas hechas habían sido igual de inútiles. El consenso era no agregar mucha resina neutra, para evitar que se ahogase la combustión entre el sodio y el agua. El diablo a cargo de las parrillas infernales indicaba lo contrario. Tenía ya los compuestos listos e hice la mezcla agregando más goma, repitiéndome a mí mismo lo imbécil que era por hacerle caso a un diablejo de pacotilla y lo insensato por tratar de emular a Kallinicos a la vuelta de los siglos, allí donde tantos otros más brillantes que yo habían fracasado por decenas de generaciones estériles.

      Vertí la mezcla por la ranura de uno de los pocos cilindros que me quedaban útiles, después de mi último exabrupto contra el menaje. Lo coloqué en una pequeña anda de madera horizontal y como tantas veces en el pasado, fui por mi gotero y por agua en un liviano cuenco de madera, a fin de verter el ingrato líquido. Sentado gotero y agua en mano frente al cilindro, la racionalidad volvió a despertarme, confrontándome con mi zonza intención de cifrar mis esperanzas en un sueño de mala muerte. Debilitado, comencé a gimotear quejumbroso, impotente ante esta contrariedad que pendenciera me plantaba cara. Me incliné hacia adelante y mecánicamente empecé a cargar el gotero y derramar gota a gota sobre la astillada mesa, contándolas hipnótica y maquinalmente, mientras me decía una y otra vez al ritmo de las mismas, es–tú–pi–do, es–tú–pi–do.

      Libre a su arbitrio, mi mano con el gotero comenzó a mojar el cilindro en su parte frontal, en tanto yo seguía imprecándome con la misma salmodia, a medida que el enojo y la frustración empezaban a encender mi alma. Las lágrimas iniciaron su caída por mi rostro conforme el tono de mi voz se iba elevando. Quería destrozar algo, pero todo era demasiado caro como para reducirlo a escombros. Enfurecido me puse de pie violentamente, tumbando la silla y mi cobertor. Tiré a un lado el gotero y tratándome de estúpido a voz en cuello arrojé ferozmente el cuenco con agua sobre el cilindro, que recibió el líquido en toda su extensión, ranura incluida, segundos por delante del cuenco. Pero la escudilla nunca llegaría a tocarlo.

      Fue un seco silbido, como el amable canto de un ofidio en celo. E inmediatamente, en medio de una acre aspersión, el ansiado aliento color naranja blanquecino de la bestia salió como un chorro de veneno por la boca del cilindro, prendiendo fuego a algunos de mis libros, entre ellos el viejo manuscrito bizantino. La fuerza de la eyección lanzó el cilindro hacia atrás golpeándome en el vientre, justo para tumbarme sin aliento en el acto. No tuve tiempo