Luis Diego Guillén

La alquimia de la Bestia


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durante meses. E instintivamente, como clásico militar de libro, intenté apagar el fuego acercándome para arrojarle agua. Todo se cumplió al pie de la letra. El fuego se multiplicó violentamente y al devorar iracundamente el aire a su alrededor me jaló hacia él, prendiendo sus colmillos en mi mano, la cual se quemó gravemente en la piel del dorso. Después de mi cicatriz en la cara, es la segunda marca que más he amado en mi vida... Volviendo a la realidad presa del dolor, un poco de vinagre de mi cocina puso a la serpiente de fuego como una mansa culebreja a mis pies.

      Enloquecido de júbilo y olvidando el dolor de la quemadura, comencé a bailar riendo demencialmente por la habitación, mientras agradecía al mensajero infernal que a través del umbroso follaje del sueño me había susurrado al oído el secreto para encender a la criatura. Era ya un consumado opiómano y alquimista por derecho propio, un digno sucesor del Kallinicos. Los ensayos por venir no harían más que afinar mis destrezas, cuidando eso sí de preparar antes de cada experimento garrafas con mi inapreciable orina, para amansar al ofidio de fuego una vez lo hubiese invocado. Nada importaba que en la Era de la Pólvora, mi nuevo secreto fuese asaz impráctico e ineficiente. No pensaba compartirlo con nadie, empezando por el insulso Imperio del cual era súbdito. Además, era un bienaventurado y beato arcano que no debía de profanarse con el licencioso afán de lucro. No cualquiera puede ir por allí contando para su solaz interno con la franquicia del Infierno en asuntos de amaestrar ciegas fieras innombrables. Me bastaba con la diabólica satisfacción de saberme amo de la bestia. Podía ya volver rejuvenecido a mi día a día en la olvidada guarnición en la que se me había confinado. La solvencia económica de mi comercio personal y un servicio modesto pero nuevamente encauzado, eran ya de por sí bastante ganancia. Podía darme el lujo de terminar oscuramente mi vida en aquel garito gigantesco. Pero el Infierno, por lo visto aún encaprichado conmigo, pudo encontrarme en mi cementerio prematuro, ansioso como estaba de empezar a cobrarme sus cortesías.

      IV

       Los prostíbulos de Portobelo

      Si bien recompuesto para el servicio, mi largo romance con el opio no había dejado de cobrar su precio, al menos en términos de relaciones públicas. Incapaces de profesarme una confianza ciega a pesar de mi fiera competencia en las armas, mis superiores barruntaban la forma de deshacerse de mí. Y el Infierno llegó en su auxilio, disfrazado de premio. Un navío de aviso, que en realidad llevaba de incógnito una valiosísima carga de azogue de Almadén, destinado para amalgamar plata en las minas de Nueva España –las minas peruanas apenas si daban abasto con la producción de plata en el Potosí– había arribado a Cartagena de Indias y esperaba escolta de confianza a bordo, a fin de poner proa a Veracruz, donde sería recibido en persona por el virrey de Nueva España, Francisco Fernández de la Cueva. No habría escolta con buques de guerra, ni navíos de aviso, ni partidas triunfales. Querían un viaje discreto. La plata urgía en la península para resucitar en tiempos de guerra a una Hacienda al borde de la Real Bancarrota. La superioridad naval de los Austrias y la desorganización del sistema de flotas, hacía impensable una escuadra armada a vista y paciencia de todos los artilleros enemigos. Era preciso recurrir a los medios encubiertos.

      Mis superiores sabían de mi gusto por la sangre y a pesar de los años transcurridos, me movería bien en los traicioneros mares tropicales. Era la rata idónea para mantener disciplinadas a las tropas a cargo de velar por una mercancía tan importante y cuya pérdida no querrían ellos tener que reportar a la Corona. En vano insistí para que me dejasen ir con mi propia escuadra de truhanes, sarta de eficaces don nadie que me obedecían ciegamente. El Gobernador se negó redondamente a mi petición y eso a la larga sellaría mortalmente mi destino. No quería jugarse el cuello y así me lo hizo ver. Si me negaba, me mandarían encadenado como simple galeote y me refundirían en los retretes de algún maloliente fuerte costero. Si accedía, podría tomar posesión como capitán de guerra en algún navío fondeado en el Caribe meridional. Eso era todo, no tenía opción, la jugada era clara. Querían exponerme a un grave yerro y que la justicia imperial hiciese el trabajo sucio por ellos. En el fondo, la indemnidad del cargamento les valía un comino. Tal era mi furia que no pensé en el riesgo de un viaje al sur del Caribe, para el cual, oficialmente, estaba muerto. Enceguecido por la cólera, en un insensato afán de cortar con todo y con todos, pasado incluido, no dudé en estampar claramente mi nombre en el navío civil en el cual viajé de incógnito hacia Cartagena de Indias, cuando el oficial de a bordo inquirió mi nombre: Santiago de Sandoval y Ocampo.

      Pero no más llegado a Cartagena de Indias, me daría cuenta de que el viaje tenía también otros fines. Miguel de Leandro era el inspector de Hacienda a cargo del flete, funcionario atado a un salario famélico que en nada se asemejaba al valor de cada uno de los barriles que debía de entregar. Sus finas maneras pronto me delataron a un hombre acostumbrado a vivir por encima de las posibilidades de un burócrata madrileño. Pronto también averigüé que el tonelaje excedía el rango de lo prescrito legalmente, sin comprometer en exceso la maniobrabilidad y rapidez del barco. Era este una extraña suerte de goleta pero más pequeña, con un castillo de popa adicionado a su parte trasera y un casco reforzado, a fin de transportar la carga más establemente y sin menoscabo de su velocidad y dirección. El arsenal trasero compartía espacio con un amplio bodegaje para el transporte del metal líquido, a expensas de la tripulación y la dotación de guerra, las cuales fueron reducidas a su mínimo indispensable, con futuras y fatales consecuencias para todos nosotros. Los mandamases del barco y mi persona nos alojaríamos más cómodamente en los camarotes de proa.

      El tonelaje aumentado en el buque permitió que a bordo del barco viniesen varios quintales de más, para “entregas especiales a discreción”, según el cauto decir del funcionario y el cual me sacó una sarcástica sonrisa. También llevaba pólvora empaquetada y buenos mosquetes españoles, con el mismo destino. Definitivamente, él solo no hubiera podido organizar el contrabando. Se necesitaba por lo bajo la anuencia del inspector de pesos en la costa y de uno que otro buen contacto entre los burócratas y los gremios andaluces y sevillanos. La rémora que tenía frente a mí no era sino otro espécimen del mismo estanque, legión de mediocres acostumbrados a medrar a costas del erario público en los largos años de decadencia de El Hechizado y que se rebelaban en silencio, a la hispánica manera, contra el centralismo y la nueva fiscalización borbónicas.

      El capitán del barco, Fabiano Balboa, era otra digna rama de tal tronco. Cuñado obsecuente del inspector, hacía juego con él en cuanto a ambición y autosuficiencia. Pronto hizo de mi conocimiento los vericuetos del plan, del cual participaban también los oficiales, si bien los soldados eran reclutados localmente y por ello se requería de un caribeño para mantenerlos a raya. Por eso también la extraña insistencia de hacerse de un capitán local, pero sin su cuerpo de infantería. Cortés y diplomáticamente se me amenazó en caso de que delatase el plan o no colaborase adecuadamente, a sabiendas de que no contaba con la venia de mis superiores. Comencé a sospechar que algo de ganancia tendrían los mismos en todo esto. Ladinos y pomposos, capaces de traicionar a su madre por una buena granja de veraneo en la campiña y con una inquieta lengua sumamente adicta a las turgentes entrepiernas femeninas, esos fenicios por convicción debían recalar en Portobelo, a fin de entregar las mercancías de contrabando y los azogues de más, en flagrante violación a las órdenes recibidas. Se simularía un desperfecto en el tosco sistema de timonaje, atracaríamos en Portobelo para la reparación, se entregarían las encomiendas, se disfrutaría de los garitos y los prostíbulos locales, se recogería la plata contante y sonante, se anotarían el desperfecto y el imprevisto en el diario de abordo y llegaríamos dulce e inocentemente a Veracruz, maldiciendo la impericia naval de los estúpidos armadores peninsulares. ¿Qué podía salir mal?

      V

       Mil ojos malignos

      Nunca debió estar allí, pero apareció contra todo pronóstico. A dos días de abandonada Cartagena de Indias, se elevó un denso vapor desde el mar que oscureció toda visibilidad. Conforme el día se apagaba, pequeñas ráfagas de chubascos alternadas con caprichosas turbonadas empezaron su azotaina sobre el mar, ocultando totalmente el cielo. El viento de popa comenzó a ladear el barco desordenada e irregularmente hacia babor y estribor alternativamente, de tal manera que en un momento perdimos, o al menos yo perdí, noción de la línea de ruta que llevaba la goleta. Me preocupé.