Vladímir Eranosián

90 millas hasta el paraíso


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a todos los que le rodeaban. Tal es la suerte de un dirigente de un país grande o pequeño, pero no potente. Él se encuentra en el filo de la navaja, en la punta del cuchillo, en el borde del abismo. Uno debe aprender a obtener provecho de su situación poco envidiable. Fidel, sí, mejor que otros sabía cómo hacerlo.

      ¿Quién en la China acomodada de hoy día, recuerda los muy reales cuentos acerca del Gran Timonel Mao, que hasta en los últimos días de su vida no se limpiaba los dientes y se vaciaba en el foso? ¿Que él obligaba a los campesinos a aniquilar los gorriones, con lo que atrajo a los campos a insectos e hizo morir de hambre a millones de personas? ¿Homenajearían los chinos a Mao Zedong porque el revestimiento de terciopelo de su tren especial estaba remachado con clavos de oro? Entonces al dictador rumano Ceaucescu no lo habría linchado la multitud, aunque él usaba un inodoro de oro. ¡No, naturalmente! El respeto a Mao está ligado con un momento de su historia: empezaron a respetarle aún más porque supo hallar la forma de cómo obtener del “perspicaz campesino”, así Fidel llamaba a Jruschev, la bomba nuclear y levantó el país que estaba de rodillas, convirtiéndolo de una China retrasada, en una gran potencia nuclear.

      Fidel también hizo de los ex esclavos una nación orgullosa. Los cubanos han de quedarse así para siempre. ¡Su suerte es la de conservar la independencia del país o morir! “¿Les ayudará en esto Dios? Sería bueno” – pensó Raúl. En tales casos, parece, se supone rezar. Para sus 74 años, Fidel aún no ha venido al altar con la oración. ¿Quién sabe, quizás lo haga para su jubileo a los ochenta años?

      – Sí, naturalmente – aprobó Raúl la fatalidad en la conducta del hermano mayor, pero para sí pensó que, si se deja correr el asunto de González, sería un descuido imperdonable. En el caso de que al joven cubano, seducido con las promesas de una vida paradisíaca, se le ocurra traicionar a su patria, habrá que neutralizarlo. Sea como sea. Física o moralmente. No tiene importancia. Lo principal es que el pueblo de Cuba vea el castigo inevitable por la traición…

      – ¿Pues, este joven está aquí? – preguntó, al fin, Fidel.

      El hermano menor lo confirmó con un gesto afirmativo.

      – Hazlo pasar aquí – le ordenó a Raúl.

      – Inviten a Juan Miguel González – ordenó a los comisionados del Ministro de Defensa.      Juan Miguel, de mediana estatura, un joven con una figura bien formada con unas orejas un poquito alargadas, estaba sentado en la sala de recepción en una silla trenzada indonesia con un espaldar afiligranado – Como un escolar, esperaba amedrentado la entrevista con un gran hombre, el líder de Cuba. No podía imaginar que todo esto le ocurriera a él. Su esposa Nersy, con motivo de una visita a La Habana, obligó a Juan Miguel a que se pusiera una nueva camisa blanca, cuyo cuello le apretaba ahora la garganta, como si fuera un estirado collar de perro.

      – Pase Ud. – le susurró al oído un negro robusto de la escolta presidencial de Fidel.

      Juan Miguel entró en el “Sancta Sanctorum”, un modesto despacho del líder de la República. En la pared estaba colgado un retrato hecho a óleo del héroe de la revolución, de un barbudo sonriente, Camilo Cienfuegos, cuya muerte originó en los círculos de la inmigración en Miami todo tipo de versiones acerca de las causas de su fallecimiento en un accidente aéreo fatal. Junto al retrato había un cuadro con la imagen del trabajo voluntario de los niños cubanos en la cosecha de la caña de azúcar, la zafra. Los muebles en el espacioso gabinete de Fidel no parecían ser lujosos. En el amueblado no había alusión alguna al estilo “kitsch” de palacio. Al contrario, algo hacía recordar el mal gusto, el burocratismo y el ascetismo del morador de este espacio.

      Apareció Fidel. ¡Ahí está él! El hombre leyenda. El “Barbudo” con una barba ya enralecida. Un orador genial, capaz con su discurso fogoso, en el transcurso de muchas horas, de captar la atención de cualquier auditorio. Ni una sola vez perdió el hilo de sus comentarios, seguía la lógica de la narración, sin que confundiera las fechas, cifras y detalles históricos. Una persona que dispone de una memoria increíble y una voluntad inquebrantable. El héroe y “El Caballo”, el potro que pudo dar vida a la última criatura, siendo un viejo de 65 años…

      Fidel apretó su mano. No permitió que fuera largo el apretón de manos, sino muy breve. Hubo una contracción muscular en la palma de la mano y Juan Miguel sintió en ese instante la potencia de una gran personalidad. El joven se turbó de la mirada fija de la persona №1 en Cuba, y así mismo sentía como lo taladraban los ojos de Raúl, del hombre №2.

      – Juan Miguel, deberás emprender un viaje al juzgado a los EE.UU. Eso lo requieren las circunstancias, el derecho internacional y la Temis americana. En esto insisten el Ministerio de Justicia y los subordinados a este, el Servicio de Inmigración y Naturalización. La presencia del padre en el juzgado relacionado al asunto del retorno de su hijo Elián, lo desea también el pueblo norteamericano. Allí están seguros de que, en cuanto te liberes de mi vigilancia, naturalmente, pedirás refugio político en los EE.UU. Esto significa que el problema de la reunión del padre y el hijo se soluciona automáticamente, y para qué se armó ese escándalo ruidoso.

      – Yo no voy a rendirme. Me han robado al niño, y yo quiero solamente una cosa: que sea devuelto Elián a su padre, a su país natal, donde se sentía feliz.

      Las palabras del joven conmovieron a Castro, pero el Comandante no quiso mostrárselo.

      – En 41 años transcurridos después de la victoria de nuestra revolución, la legislación americana no hizo a Cuba ni una sola concesión – continuó Castro – los recursos de los que disponen tus oponentes son ilimitados. Tanto en el aspecto jurídico, como en el financiero.

      – ¿Y lo que se refiere a lo moral? – el joven cortó involuntariamente a Fidel. ¿Y el aspecto moral?

      Fidel se cruzó la mirada con el hermano. A los dos les agradó la réplica del simple muchacho de Cárdenas, el cual no tomó en consideración las palabras de los oponentes, insistía en lo suyo.

      – La parte moral de nosotros, de los cubanos, siempre se encuentra en el primer plano. Todo el pueblo, y cada uno de por sí, se incorporará a la lucha por su pequeño ciudadano. Iniciando este enfrentamiento, debemos tener sólidos motivos, no solo en lo jurídico, sino en lo moral también. Pero ten en cuenta, te esperan grandes pruebas.

      – Estoy listo a enfrentarlas.

      – Tu ímpetu es digno de elogio. Pero deberás llevar contigo a tu nueva esposa y a tu nene, así como a las dos abuelas de Elián.

      – ¿Para qué han de estar ellos allí? Yo podría ir solo para traer a Elián.

      – Entonces ellos dirán que Castro dejó como rehenes en Cuba a la nueva familia de Juan Miguel y a su madre. El joven está acorralado, en una situación sin salida. No puede ser libre en la toma de sus decisiones. Es inflexible en sus intentos de hacer volver al hijo a Cuba solo porque a los familiares les amenaza la represión física. ¿Es eso lo que quieres?

      Juan Miguel, el padre del niño, por un instante quedó pensativo. Luego exclamó:

      – Lo he comprendido.

      – Te van a ofrecer mucho dinero y una vida paradisíaca…

      – En el Edén no se necesita dinero – de manera segura lo expresó tajantemente Juan Miguel – Por lo tanto, América no puede ser paraíso para el cubano. Esto es una cuestión de honor.

      – Para nosotros esto es aún una cuestión de confianza – intervino su palabra Raúl.

      – No solamente para nosotros – confirmó Fidel – Todo el pueblo confiará a ti, Juan Miguel. Para once millones de cubanos de diferentes edades y sexos, naciones y grupos étnicos, católicos y “santeros”1, tú y Elián se convertirán en símbolos de nuestro país. No hay pecado más terrible que el de engañar a la gente que haya confiado en ti… ¿Cómo se llamaba tu primera esposa, la madre de Elián? – de repente preguntó Fidel, como lo hacía habitualmente si le interesaban algunos detalles.

      – Elizabeth Brotons – lo dijo muy despacio el joven