Vladímir Eranosián

90 millas hasta el paraíso


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con el momento de la acción, sería algo sobre la flora y fauna. Solo comprendido por él, su lenguaje de metáforas profundas resulto ser inaccesible al auditorio, por su contenido como tal, y tampoco porque alguien ya había desconectado los micrófonos. La decepción no doblegó al joven, aspiró un metro cúbico del aire y vociferó a grito pelado:

      – ¡Gringo! ¡Go home!

      Esta réplica la comprendieron todos, periódicamente, o, aunque sea una vez en la vida, la pronunció cada uno, pero en total el “speech” no fue exitoso. Al fallido Cicerón lo hicieron bajar de la tribuna tres pares de manos velludas. El vestíbulo lo inundaron los policías y los militares con fisonomías sombrías y gente vestida de paisano con jetas de shar-pei. Los civiles daban órdenes a los que llevaban uniformes. A los alborotadores pronto los hicieron retroceder hacia la salida. Ahí les dieron una buena paliza aplicando las porras. A alguno de ellos le ataron las manos y los cargaron en los coches de la policía y en un camión militar.

      Fidel de nuevo evitó el arresto. Es que los que intentaban doblegarle se hallaban tendidos en el parqué lacado, contrayéndose del dolor, como si fueran Bandar-logs, enganchados con la pata del temible oso Baloo.

      ¿Y Mirta qué?… Ni un solo paso se separó del héroe alocado. Apenas se hubo aclarado que la acción espontánea de los estudiantes fracasó estruendosamente, y el orden en el hotel poco a poco iba restableciéndose, ella, sin incomodarse, lo tomó del brazo y lo condujo a la salida.

      Una dama de ciertos kilos encima, en un vestido de gala, de repente, refunfuñó a espaldas y luego lanzó un chillido, mostrando con un abanico plegado en dirección del fortachón:

      – ¡Este es su dirigente! ¡Este es su guía! ¡Ese joven robusto con bigotes asquerosos!

      Es bueno que las exclamaciones de la señora desaparecieran en ese griterío. La misma Mirta, como un gato salvaje, refunfuñó de manera amenazante a la delatora. Aquella, sin encontrar respaldo, desplegó el abanico y se puso a agitarlo, siguiendo resoplando de calor o de rabia.

      El edecán de Batista arribó con un refuerzo, finalizando ya el espectáculo. No pudo interceptar a su ofensor, al lanzador de tomates despeluzado. Tuvo suerte el hooligan. Si lo hubieran agarrado, lo primero que habrían hecho con él, lo obligarían a lavar a mano el uniforme estropeado.

      – ¡A rodear el hotel! ¡Dispérsense por el perímetro! – iba dando sus órdenes tardías a los soldados, mirando de un lado a otro en busca de su patrón…

      En lo que se refiere a Fulgencio, esa insolente acometida de los desbocados radicales favoreció a su política. Meyer Lansky y Sam Giancana una vez más pudieron convencerse de la incapacidad del presidente Grau de evitar tales intervenciones por parte de los extremistas. Es que justamente la travesura proveniente de la juventud desarmada y de cara amarilla diríamos que son unas “florecitas” en comparación con las “bayas”, que representan una amenaza real de la oposición de izquierda.

      – Él nunca pudo vaticinar un fenómeno y adelantarse a él – el ex escribano-parvenú del estado mayor a sus dueños norteamericanos.

      – ¿Podrás hacerlo? – Lansky le miró como fiera carnívora.

      – He sido creado para esto – le aseguró Fulgencio – haré pudrirse a esos holgazanes en las prisiones y voy a castigar a los incitadores de los desórdenes. Los fusilaré sin juicio alguno. Crearé una estructura especial destinada a cazarlos. Abriré la temporada de caza de los rojos.

      – En este caso no te diferenciarás en nada del dictador Machado y te derrocarán también – expresó su opinión Sam Giancana.

      – No te olvides que Machado en el año 1933 huyó a las Bahamas justamente gracias a nuestro amigo Fulgencio – le hizo recordar Lansky, satisfaciendo así a Batista y añadió – Está bien, te haremos presidente y te regalaremos este lujoso hotel “Nacional”. Pero recuerda que hemos gastado y aún gastaremos aquí cantidad de dinero. Hay que decir que de manera argumentada exigiremos la protección de nuestras inversiones en tales proyectos.

      – El ejército de Cuba está a vuestra disposición – como si hubiera dado parte Fulgencio conmovido.

      – Y a tu disposición tienes a la “Cosa Nostra” – se sonrió Sam. Esa réplica venía oliendo a intimidación. Pero Batista no temía enfrentarse a la responsabilidad. Él sabrá cómo ganarse los favores y ante la mafia, y ante la CIA, cuando reciba el poder ilimitado sobre su propio pueblo. Estaba dispuesto a santificar su juramento de lealtad a los que donan el poder con sangre. No con la suya, sino del altar de sacrificios humanos. Sus antepasados, indios de la tribu siboney, hallándose en un estado de éxtasis religioso, no registraban cuántos serían los sacrificados que deberían satisfacer a sus ídolos.

      – ¡Capo, aquí hay alguien! – uno de los guardaespaldas informó eso al jefe. Giancana se apartó bruscamente de los arbustos, donde vio en ese lugar una visible agitación. Otros dos guardias ya habían sacado sus revólveres para rechazar el ataque y proteger a Lansky y Giancana. Fulgencio también sacó de la cañonera su pistola, con una empuñadura incrustada y un grabado con la imagen de una, única en su especie, mariposa cubana en el cañón y tomó la pose de guardaespaldas.

      – ¡Jefe, aquí en los arbustos hay una dulce pareja! – se sonrió un gánster desdentado.       Mirta, en un abrir y cerrar de ojos se orientó debidamente en la situación y cubría de besos a Fidel. Sea como sea, no diríamos que él intentaba oponerse. Al contrario, a los oradores le gusta besarse con las chicas guapas.

      – ¿Mirta Díaz? – Batista hizo grandes ojos de la sorpresa – La conozco. Es la sobrina de mi futuro Ministro del Interior. ¿Con quién estás?

      – Es mi amigo, Fidel. Es el hijo de un latifundista de Birán – con un tono suplicante susurraba la chica – no se lo cuente, por favor, a mi tío y a mi padre.

            "Por favor" en sus labios sonó con aire suplicante y servicial. A Fulgencio eso le pareció la única y verdadera entonación en este caso concreto. Naturalmente, no se pondrá a desenmascarar a la jovencita ante el severo padrazo, otra vez exhibirá la condescendencia, la cual no le costará nada.

      Giancana perdió el interés por la pareja descubierta y habiéndose despedido de Lansky y Batista, se dirigió a sus apartamentos. Mientras Lansky mostró una mayor curiosidad.

      – Parece que el joven “perdió la palabra” – picó este a Fidel – ¿Do you have an invitation?14

      El joven permanecía callado. Esto podía ser solamente entendido porque él no dominaba el inglés. La chica suplicaba a Dios que el muchacho no se descubriera. Pero, parecía, que de ella ya nada dependía. Se acercó a Batista corriendo su edecán jadeante. Probablemente, para reportar algo. Pero al ver a la persona bigotuda, a este le indicó con el cañón de la “beretta”, expresándose así:

      – ¡Este es el caudillo de los rebeldes! – él quería arrestar a Fidel, pero Batista hizo parar con un gesto a su subordinado ardiente, se aproximó muy junto al joven Castro y le susurró al oído:

      – Si es así, estoy muy contento de conocer al caudillo.

      Fidel seguía guardando silencio. Batista una vez más lo perforó con su mirada, miró severamente a Mirta y guiñando a Lansky, que no comprendía ni una palabra en español, sentenció más bien para el edecán:

      – Es poco probable que lo diga.

      Meyer Lansky esperaba las explicaciones.

      – Señor Lansky, mi edecán por todos lados ve a conspiradores ocultos – tomó del brazo a su protector, apartándole de Mirta y de su acompañante – los hijos de los ricos no son peligrosos para nosotros. En sus cabezas sopla el viento.

      – El viento comunista – le corrigió Lansky, descontento de que el rebelde haya podido evitar el castigo merecido, como si lo presintiera – en un futuro no lejano habrá hechos desagradables ligados con este hombre callado. Como si mirara en el agua.

      Fidel