de felicidad que esas palabras provocaron en mí. No es que yo sea muy competitiva; solo lo justo, pero encaramarme por encima de un piso más alto, más grande y más caro, me sentó la mar de bien. «Vivir aquí será formidable…». Aquel nuevo adjetivo me impidió prestar atención a lo que vino después. Formidable, magnífica, epustuflante, me repetía, casi mareada de euforia. «El precio desborda nuestras posibilidades», fueron las palabras con que él me hizo bajar de la nube a la que me había subido. Había hablado con cautela, de modo que no supe si estaba siendo sincero, y su sentido de la realidad intentaba ejercer de contrapeso al optimismo de ella, o si era un subterfugio para conseguir que los de la inmobiliaria les rebajaran el precio. Desde luego, me convenía creer que era solo una treta y que podían pagar lo que les pedían por mí. «El otro está descartado, por caro y por la orientación, en eso estoy de acuerdo», siguió diciendo él. «Venderemos el nuestro», lo interrumpió ella. «Pero tardaremos meses y nos quitarán este», volvió a objetar él. A esas alturas, ya no me cabía la menor duda de que siempre era él quien echaba el ancla en tierra y ella quien lo hacía volar hacia la insensatez. «Lo venderemos deprisa; ya me pongo en campaña. Tengo tiempo, puedo hacerlo: aún no ha empezado el curso, verás cómo lo consigo». Ella dijo esas palabras de tal forma, con un tono tan imperioso, casi sin respirar, los ojos centelleantes y una determinación tan firme, que me convenció. Él la miró intensamente; incluso una casa más tonta que yo se habría dado cuenta de que deseaba creerla. Pero adiviné que era uno de esos seres en los que el escepticismo siempre acaba triunfando. Por economía del dolor tal vez, como me sucedía a mí. Ella, en cambio, parecía haber crecido una talla o dos, hasta alcanzar el rango de heroína inmobiliaria, desde que había comprendido la urgencia de vender su piso. Tuve incluso la impresión de que, lejos de arredrarla, la idea de salir vencedora en una empresa difícil le resultaba excitante. Le brillaban los ojos como jamás había visto que le brillasen a nadie. Parecía feliz. Y no era solo lo mucho que yo le había gustado. Acababa de encomendarse una misión y su voluntad no cejaría hasta que la cumpliera. Quería demostrarse —y demostrar— que podía derribar el obstáculo que tenía delante, tal vez porque vivía en la duda permanente con respecto a sí misma. Me di cuenta de que yo confiaba en su capacidad con la mitad de mi corazón; la otra aún libraba una guerra a muerte contra la esperanza.
Cinco días después los Formidables, como yo los había bautizado después de mucho vacilar entre ese apodo y el de los Magníficos o el de los Epustuflantes, se presentaron de nuevo. Era, sin la menor duda, una buena señal, aunque no fuera esa la primera ocasión ni mucho menos en que unos mismos pretendientes regresaban varias veces antes de esfumarse para siempre jamás. Recuerdo que ese día rugía la tormenta: olas de dos metros encabritaban el mar y cubrían de salitre todos mis cristales. Por suerte, no apestaba a cloaca, como a veces sucede cuando hay tempestades. Los dos se quedaron inmóviles y mudos, cogidos durante un buen rato de la barandilla, contemplando las olas en la terraza azotada por un levante feroz. «Esto es impresionante», dijo él. «Casi sobrecogedor», susurró ella tan flojito, o bien el bramido del mar era tan fuerte, que a punto estuve de que se me escapara el elogio. Me sentía tan ávida que habría sido una pena. Además, las alabanzas de aquellos dos me gustaban particularmente. Tenían un don para la adjetivación. «Quien mira el mar lo ve por vez primera, siempre», añadió ella al poco. «¿De quién es?», preguntó él. «Borges», fue la escueta respuesta». «¿Y el de Baudelaire? Ese que te gusta tanto», intervino él. Entonces sucedió algo estremecedor: ella se puso a decir frases que sin duda eran versos en francés, con el mismo acento con que hablaba Solange. Me faltan palabras para dar una idea, aun pálida y borrosa, del tumulto que me agitó. El mar a mi lado era una balsa de aceite. Por segunda vez en mi vida el afecto me traicionaba. Me puse a desear que aquellos dos me compraran con una fuerza monstruosa. De haber podido hacerlo los habría succionado, secuestrado, encerrado dentro de mí sin posibilidad de huir. Los habría tapiado para que jamás pudieran volver a salir al mundo exterior. Eran mi perla y yo, una ostra feroz. Sin embargo, enseguida me di cuenta del peligro que mi propio afecto entrañaba. Por nada del mundo quería hundirme en una nueva decepción. Así que me cerré. Cerré herméticamente las compuertas y ahogué en hielo mi afecto. En lugar de dejarme en paz, regresaron varios días, persistentes como moscas, sin dejarse impresionar por la mayúscula displicencia con que los acogía y trataba de escupirlos como a un hueso de aceituna; ella trajo un día a un hermano ingeniero o arquitecto o promotor inmobiliario, por mí podía dedicarse a remendar zapatos o a pescar atunes. Me hacía la sorda; no quería escucharlos. Mi antídoto contra la esperanza consistía en rememorar fragmentos de la pieza musical con que se despidió Solange. Eso me protegía contra cualquier tentación de volver a soñar.
Hasta que un buen día, casi acabado septiembre, los Formidables entraron con sus propias llaves. A ella le costó un poco acertar en la cerradura porque, según he visto después, es de una torpeza rayana en lo inverosímil. Ya no los acompañaban los de la inmobiliaria. El encargado de obras de todo el edificio y un operario eran su cortejo. Sacaron metros, tomaron medidas, marcaron mis paredes, señalaban aquí, señalaban allá. Yo asistí incrédula al despliegue de actividad. Tras tanto haberme resistido, me costaba bastante digerir la evidencia: los Formidables acababan de convertirse en mis propietarios. No me había equivocado al confiar en que ella vendería su piso lo bastante rápido para que ningún otro comprador se les adelantara. O tal vez fue él, y no ella, aunque eso no era importante. Lo esencial era que allí estaban. Durante un par de semanas de estrépito y frenesí, operarios diversos me sometieron a una metamorfosis. Cada día traía cambios. Me agujerearon, me perforaron, pusieron nuevos enchufes, movieron radiadores, colgaron lámparas del techo, instalaron mamparas y armarios en los cuartos de baño, toldos en las terrazas, y volvieron a pintar lienzos de pared. Apenas si tenía un minuto para pensar si me gustaban o no esas transformaciones. De algún modo sentía que no afectaban a mi esencia. Seguía siendo yo misma. Luego se presentaron los suministradores de la luz, el agua y el gas. Habría rugido de dicha cuando por primera vez el agua empezó a correr por mis tuberías y cuando el gas insufló calor a todos los radiadores. Aunque era agotador y a veces me mareaba de tantas cosas que sucedían dentro de mí al mismo tiempo, me encantaba el ajetreo. Los Formidables especulaban, calibraban posibilidades, sopesaban pros y contras y tomaban decisiones: «Aquí pondremos mi estudio; aquí pondremos el tuyo». Ya entonces me di cuenta de que les gustaba hablar. De ahí que adjetivaran bien. Debían de llevar muchos años explorando a fondo las posibilidades del lenguaje desde una praxis constante. Ni siquiera ahora que han vivido tiempo aquí acertaría a decir cuál de los dos habla más. Ambos vivían convencidos de que era el otro quien con más ahínco perturbaba el silencio, pero yo no me atrevería a señalar a ninguno. Se pasaban la vida hablando. En el salón, sentados en el sofá, a la mesa o en cualquiera de las terrazas, por la noche o a mediodía, admirando el crepúsculo o viendo salir la luna. Él era más proclive a la especulación teórica y contaba con tal cantidad de intereses y una erudición tan portentosa que yo estaba pasmada. Ella era más dada a la anécdota concreta, al análisis psicológico de sus semejantes y a soltar enseguida sus impresiones del día, como si las atesorase con el objetivo secreto de contárselas a él. Admito que al principio me costaba seguirlos en algunos de sus vuelos, en parte porque la conversación no avanzaba en línea recta, sino a saltos y trazando curvas en las que a veces me daba la impresión de que disfrutaban derrapando. Irónicos y burlones, establecían analogías insólitas y enlazaban un tema con otro de un modo desconcertante. Me perdía sobre todo cuando jugaban con las palabras, algo a lo que eran muy dados, pero poco a poco me iba cultivando. Aunque hablaban castellano, a veces ella salpicaba su charla de palabras en francés. Yo vivía a la espera de esos momentos, que me llevaban al éxtasis.
Ya he dicho que los dos vivían convencidos de que el más locuaz era el otro. Pronto tendría ocasión de ver que sus mayores peloteras se producían cuando uno de los dos osaba interrumpir. «No me escuchas» o «Te importa un bledo lo que digo» eran reproches comunes entre los Formidables. A veces llegaban a ponerse como fieras corrupias. Como si en vez de una simple interrupción hubieran cometido un delito imperdonable. Más adelante, un amigo les regaló una aplicación para el móvil, que él mismo había diseñado, con la que se podía saber con absoluta exactitud, cuánto había hablado cada cual en un periodo