con la aplicación, aunque a decir verdad eran muchos los presentes y ya no recuerdo quién ganó. Los Formidables la utilizaron una vez más, por el placer de la novedad, y se olvidaron de ella para siempre jamás. Preferían discutir sobre quién avasallaba al otro con su imperialismo verbal. Aun a riesgo de pasar por malvada, confieso que esas trifulcas absurdas me divertían mucho. No es que la armonía me aburra, pero un poco de hostilidad puede ser palpitante. Claro que luego se extralimitaron con la dosis, pero de eso aún no me apetece hablar.
Fui feliz el día en que, acabadas las obras, el camión de la mudanza depositó, con la ayuda de un elevador y una cuadrilla de mozos, los enseres que en lo sucesivo poblarían mi espacio. Por fin me llené de muebles e infinidad de cajas de cartón se apilaron por doquier. El caos no me importaba. ¿Cómo no iba a gustarme un poco de efervescencia después de siete años de tedio y depresión? Una espectacular luna llena surgió del mar la primera noche que se quedaron aquí, primero de un color naranja rojizo y cada vez más pálida según iba ascendiendo. Por una vez los dos estuvieron callados durante más de un minuto. Era un silencio reverencial que sin la menor duda se habría prolongado más de no ser porque un coche que vomitaba a todo volumen una música espantosa estacionó justo debajo de la terraza delantera. Cuando cinco jovencitos salieron del vehículo entre risas atronadoras, a los Formidables se les cayó el alma a los pies. Él hizo un admirable y vano esfuerzo por sobreponerse; ella, siempre más explosiva, empezó a despotricar. Los rusos dejaron las cuatro puertas abiertas y sacaron botellas de las que bebían a morro entre estallidos de risas. Pertenecían a esa categoría de personas capaces de destruir con su sola presencia la poesía del lugar más idílico del mundo. Puede que individualmente no se comportaran así; puede que fueran dulces y tímidos, respetuosos y educados tomados por separado, pero juntos eran un azote, una plaga, una peste bubónica, una infección mortífera. Llevarían media hora convirtiendo el lugar en zona catastrófica cuando la Formidable, desoyendo las reiteradas llamadas a la calma de su Formidable, que era un ser de una paciencia y una resistencia frente a la adversidad fuera de lo común, se levantó a llamar a la Guardia Urbana. Debieron de atenderla con amabilidad, porque cuando colgó el teléfono estaba algo más tranquila. Pero enseguida los rusos, envalentonados por sus libaciones, subieron el volumen de la música machacona y elevaron las voces. La Guardia Urbana tardó media hora larga en llegar. Parlamentaron con los rusos y estos bajaron la música, qué remedio, pero no se marcharon, como los Formidables y yo habríamos deseado. Huelga decir que, en cuanto la urbana desapareció, la pandilla volvió a subir el volumen, a reír y a vociferar. Los Formidables se arrugaron de forma ostensible y yo estaba desolada. Habría dado lo que fuera para retroceder en el tiempo y borrar a la manada. Querría haberles ofrecido a mis propietarios una primera noche formidable y epustuflante y en lugar de eso ponía un infierno a sus pies. También hubiera querido decirles que noches así no eran ni mucho menos frecuentes, que aquel lugar era casi siempre apacible, aunque es cierto que esa misma tranquilidad atraía a pandillas y a gente ávida de intercambios sexuales. Parecían tan decepcionados los dos, cada uno a su manera, ella más vituperante; él, más melancólico y lánguido, que por un instante el pánico se apoderó de mí. ¿Y si decidían ponerme en alquiler y seguir buscando otro lugar donde vivir? Es cierto que una sola noche arruinada constituía un débil motivo para una decisión tan drástica, pero las primeras veces siempre poseen una resonancia especial. La primera noche en una casa, el primer viaje, la primera cópula… Hay algo de rito, propiciatorio o funesto, en la primera vez, y aun los humanos más cartesianos y racionales distan mucho de mostrarse insensibles a la superstición. ¿Que cómo sé yo eso? Siete años de visitas dan para aprender muchas cosas. Un profesor de matemáticas al borde de la jubilación, que aseguró buscar un lugar como este para vivir el resto de sus días, no quiso comprarme porque, según le dijo en un aparte a su mujer, un pájaro negro había atravesado de izquierda a derecha la ventana en cuanto él puso un pie en el salón y a él le había parecido una mala señal. Con cierta ironía, la mujer le preguntó qué habría opinado si el pájaro negro hubiera atravesado la ventana de derecha a izquierda y, sin inmutarse lo más mínimo, el tipo le contestó que en ese caso no habría visto en ello un augurio funesto. La mujer soltó una risita pero yo me quedé anonadada. Si un matemático se comportaba así, ¿qué no iba a ser capaz de hacer el resto de la humanidad? La Formidable, además, parecía proclive a seguir sus impulsos y él a dejarse arrastrar por complacencia y pereza. Pensé que ella volvería a llamar a la Guardia Urbana, pero no lo hizo. Se rindió. Agotada y triste, se retiró a dormir previa ingestión de una pastilla. La rendición de alguien tan persistente como ella me dejó mal sabor. Un sabor a noche truncada y derrota. Él se quedó un rato más, sentado en la terraza, con los rusos en acción. Comprendí que era un hombre con una capacidad de aguante sobrenatural. La vida premió su paciencia porque los rusos se fueron a los veinte minutos y él aún se quedó largo rato en estado contemplativo. Alivió un poco mi rabia ver que al menos él disfrutaba de su primera noche aquí.
A pesar del infortunado arranque, la Formidable tuvo un ataque de felicidad al poco de abrir los ojos a la mañana siguiente. Se despejó deprisa y después de adecentarse, desayunó en la terraza. Puedo asegurar que estaba embelesada, aturdida de placer. Su memoria debía de haber eliminado sin rastro de resaca a los escandalosos rusos. Se le escapó incluso la risa y se atragantó con su tostada de aceite. Qué poco podía yo imaginar al verla comerse con los ojos el paisaje que se extiende frente a mí, con un mar que aquel soleado domingo de octubre lucía casi desaforadamente azul, un cielo deslumbrante y las palmeras apenas estremecidas por un suspiro de brisa, que las cosas se torcerían como acabaron por torcerse.
II
FIESTAS
En los primeros tiempos todo fue formidable. El otoño proporcionaba majestuosos crepúsculos y amaneceres de postal que arrancaban exclamaciones constantes y una adjetivación suntuosa a mis propietarios, que además eran muy sensibles al síndrome de la primera vez. La primera cena en la terraza, el primer revolcón, el primer arco iris, la primera estrella fugaz, la primera fiesta, la primera flor que se abría… Yo estaba encantada. Por fin tenía la oportunidad de profundizar en el conocimiento de dos seres humanos después de haber catado superficialmente a un extenso catálogo. Pero los Formidables no eran ni mucho menos los únicos que se sometían a mi capacidad de observación. Les chiflaban las fiestas. Menudas fiestas hicieron con la excusa de celebrar la mudanza y exhibirme como una joya ante todos sus amigos, que por cierto eran muchos y de lo más variopinto. Para la edad que tenían —ella cumplió aquí los cincuenta y él es dos años mayor— conservaban una sorprendente capacidad de desmadre juvenil. Quizá porque, al no tener hijos, aún no habían roto del todo el cordón umbilical con esa parte salvaje y desaforada de la juventud. Menos mal que los propietarios de los pocos pisos vendidos en el edificio no residían aquí; algunos los habían comprado como inversión, otros vivían en el extranjero y lo tenían como residencia para las vacaciones. Porque armaban un buen follón, hablando cada vez más fuerte y, según la noche, bailando como posesos hasta la madrugada. Incluso yo me volví un poco golfa. Después de tantos años de vida monacal, me gustaba llenarme de gente y de hilaridad, de voces y de humo. Me volvía cotilla pero tenía la coartada de que espiando conversaciones me iba cultivando y los raros fines de semana en que no había bullicio porque mis propietarios se iban, lo echaba mucho de menos. Recordaba la primera noche, con la pandilla de rusos atronando abajo, y me preguntaba si aquello no habría sido una premonición, una señal enviada por el destino del ajetreo que me esperaba. Eso sí, la música que los Formidables escuchaban era mucho mejor. Sus amigos eran cultos, graciosos y extravagantes, bohemios e intelectuales, de izquierdas la mayor parte, de nacionalidades diversas y muy variados en su orientación sexual. Gente ingeniosa, con historias interesantes que contar y ganas de divertirse. Incluso los más convencionales en apariencia estaban como una cabra. Una poeta alemana que al llegar me pareció tímida e incluso algo estirada, daba volteretas por el suelo riendo sin parar unas cuantas copas después. En una ocasión, un tipo larguirucho que derramó una copa se pasó el resto de la noche, después de limpiar el desastre, bailando con el mocho, al que llamaba mi bruja bienamada y besaba con paródico