Maximiliano Fiquepron

Morir en las grandes pestes


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quería agradecer a mi familia por el apoyo y la ayuda incondicional. Con amigos y allegados compartimos largas charlas en las que, mientras intentaba explicarles de qué se trataba esta investigación, terminé de comprender qué es lo que quería hacer. Mi hijo, Santiago, estuvo en brazos buena parte de la escritura de la tesis, y hoy, varios años después, sigue inundándome de alegría y tapándome con juguetes mientras escribo estas líneas. No quiero olvidarme de Guillermo (Piru), hermano de sangre y amigo, con quien comparto el vicio de la lectura, y que siempre me incentivó en la elección profesional. A todos ellos va un sincero y enorme agradecimiento.

      Y a Lucy.

      [1] El Nacional, 18/12/1871.

      [2] El Nacional, 23/12/1871.

      [3] Eduardo Schiaffino, La pintura y la escultura en Argentina, Buenos Aires, edición del autor, 1933.

      [4] La Tribuna, 18/3/1871.

      [5] La Nación, 18/3/1871.

      [6] Por citar los trabajos pioneros: Louis Chevallier, Le Chólera: la premiere épidémie du XIXe siecle, La Roche-sur-Yon, Imprimerie Centrale de l’Ouest, 1958; Assa Briggs, “Cholera and Society in Nineteenth-Century”, en Past and Present, nº 19, abril de 1961, pp. 76-96; Erwin Ackerknecht, History and Geography of the Most Important Diseases, Nueva York, Hafner Publishing Co., 1965; William McNeill, Plagues and Peoples, Oxford, Oxford University Press, 1977 [ed. cast.: Plagas y pueblos, Madrid, Siglo XXI, 2016]; Sydney Chalhoub, Cidade febril: cortiçcos e epidemias na Corte imperial, San Pablo, Companhia das Letras, 1996; Jaime Larry Benchimol, Dos micróbios aos mosquitos: febre amarela e a revolução pasteuriana no Brasil, Río de Janeiro, Fiocruz, 1999; Marcos Cueto, El regreso de las epidemias. Salud y sociedad en el Perú del siglo XX, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1997.

      [7] Un trabajo emblemático de la primera línea de investigación es el de Richard Evans, Death in Hamburg: Society and Politics in the Cholera Years, Nueva York, Penguin Books, 1987; en cuanto a la línea de estudios socioculturales se puede mencionar a Catherine Kudlick, Cholera in Post-Revolutionary Paris. A Cultural History, Berkeley, University of California Press, 1996.

      [8] En la línea que sostiene que las epidemias no producen grandes cambios a largo plazo se encuentran trabajos como los de Evans, ob. cit., junto con el de Margaret Pelling, Cholera, Fever and English Medicine, 1825-1865, Oxford, Oxford University Press, 1978, entre otros. La postura contraria es sostenida por autores como Edward Snowden, Naples in the Time of Cholera, 1884-1911, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, y por Briggs, ob. cit.

      [9] Sergio Visacovsky, Introducción, en Sergio Visacovsky (comp.), Estados críticos: la experiencia social de la calamidad, La Plata, Al Margen, 2011, p. 16.

      1. La ciudad y las epidemias

      Hacia fines de septiembre de 1868, el presidente Sarmiento inauguró la primera red de Aguas Corrientes en la ciudad. En su discurso, entre elogios y apreciaciones positivas, Sarmiento deslizaba que la ciudad estaba en deuda en cuestiones de salud y orden: “Sus calles son estrechas, su empedrado deficiente; y entre darse luz que es como la vista, y agua que es como la sangre del cuerpo humano, han mediado doce años”.[10] Ciudad moderna, pujante, ruidosa, activa y próspera, Buenos Aires, al igual que otras como Río de Janeiro, México o Santiago de Chile, era un gran centro urbano orgulloso de ser faro cultural y económico de la región. Sin embargo, en todas aquellas urbes, los espacios y ritmos modernos convivían con otros un tanto más bucólicos: quintas, arboledas, casas bajas y calles de tierra pintaban un escenario campestre que convivía –no sin contrastes– con los signos más emblemáticos de la modernidad. Ya lo definió magistral y sucintamente Lucio Vicente López: una gran aldea. Aunque López olvidó mencionar algunos aspectos que nos gustaría recuperar. Para la misma época del discurso de Sarmiento, uno de los inspectores de higiene encargados de supervisar la limpieza de calles de la ciudad nos brinda una imagen elocuente de estos contrastes:

      [he] hecho levantar tres caballos muertos a los fondos de la quinta de D. Samuel B. Hale, por queja que interpuso el mismo, exponiendo que se le había enfermado una niña con la putrefacción de esos animales; […] continuamente se encuentran animales arrojados en las calles en donde no alcanza el contrato celebrado con la empresa para que los carros de limpieza pasen y se reciben quejas del vecindario, por lo que el que firma se permite consultar a V.S. cuál es la línea de conducta que debe observar en estos casos.[11]

      Denuncias como esta proliferaban en los informes de los inspectores y también en la prensa. Se quejaban de las deficiencias del sistema de recolección de residuos, así como de los saladeros ubicados sobre el Riachuelo, que inundaban la ciudad de un olor nauseabundo y pestilente. Esta Buenos Aires es la que nos interesa indagar aquí. Una metrópoli en la que conviven elementos emblemáticos del “progreso” (iluminación a gas, pavimentación de calles, embellecimiento de plazas, inauguración de líneas ferroviarias), con otros más propios de una ciudad en crecimiento y sin planificación: basura sin recolectar, animales muertos en la vía pública, letrinas pestilentes y depósitos de materia fecal, veredas rotas o inexistentes, graserías, talleres e incluso chancherías a escasos metros de la Plaza de Mayo. Nuestra intención no es solo señalar las carencias higiénicas de la ciudad, sino comenzar a contraponer este dato con otros mucho más conocidos, que describen plazas, paseos y avenidas, pero de forma estática, como si se tratase de una fotografía. En estas reconstrucciones de la ciudad, el elemento humano suele aparecer relegado y es por ello que queremos intentar recuperar sus voces, ruidos, olores y texturas. En otras palabras, proponemos ir más allá de la ciudad planificada y bosquejada en los planos y mapas de la época para mirar una Buenos Aires más vivida: una ciudad que emana olores, sonidos, sabores. Y por sobre todas las cosas, una ciudad que crece año tras año a un ritmo vertiginoso y también caótico.

      Para enfocar mejor esas particularidades nos centraremos en la escala parroquial. Las parroquias, una división administrativa surgida del deseo de racionalizar el espacio, nos permiten conocer mucho más que sus funciones administrativas. Podemos, a través de ellas, acceder a pequeñas unidades de sociabilidad en las cuales las interrelaciones entre los habitantes eran más frecuentes. Y también nos permiten extendernos por fuera del núcleo familiar y su red relacional más directa, para comprender una interacción de los individuos más amplia, producto del encuentro en lugares y momentos compartidos.

      En esta red de relaciones y sentidos creados por los habitantes de la ciudad también operaba el Estado, reforzando lugares, espacios y zonas. La decisión de dar emplazamiento a instituciones como hospitales públicos, iglesias, cementerios, mercados y las sedes del poder (nacional, provincial y municipal), así como la colocación de monumentos y estatuas en algunas zonas específicas, generaban sentido y cambios en la trama urbana, que iban más allá de la ocupación territorial relacionada con las actividades productivas y la vida social. Estos espacios dan lugar a una jerarquía dentro de la trama simbólica en la que algunas zonas se vuelven más importantes que otras. Así, la relevancia del centro de la ciudad se vincula con su condición de sede de las principales instituciones de gobierno. Sin embargo, no queremos enfatizar solo su emplazamiento arquitectónico material más obvio. Estos edificios también representan y simbolizan relaciones de fuerza y pueden verse como polos de poder. Acercarse al centro es también acercarse al lugar donde se vuelve central todo lo que allí ocurre.

      La ciudad vivida

      La ciudad se desplegaba en un casco urbano con un radio de tres kilómetros, dispuesta en