Deliberadamente renuncia a reconquistar su 80%, asumiendo en un cálculo entre pragmático e ideológico que su recuperación en el plazo hasta las elecciones resultaba literalmente imposible. Kirchner ordena, organiza, aliena, purga. Conduce. Y viste al Partido Justicialista de combate. Y su guerra será contra la misma sociedad civil a la que había cortejado y enamorado poco tiempo atrás.
¿El Partido Justicialista o el Estado? La confusión es válida, dado que después del 2001 la realidad política se parecía a ese famoso meme del vestido, que no se sabía si era amarillo o blanco. Al ver a Argentina, uno no sabía si estaba viendo al Estado o al peronismo. En una aproximación rápida, el peronismo era la única estructura política que parecía haber salido fortalecida del abismo de la crisis. Y no por vocación de hegemonía: simplemente por default. En todo caso, la gran mayoría del ahora conocido como “círculo rojo” operaba con esa convicción. En la década que el mundo vivió bajo los efectos de la frase de Fredric Jameson patentada en el libro Realismo capitalista de Mark Fisher (10): “Es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, en Argentina vivíamos bajo la impronta de una variación: “Es más fácil pensar el fin de Argentina que el fin del peronismo”.
Las candidaturas testimoniales fueron la idea a la vez rústica y audaz que ideó Néstor Kirchner para evitar fugas y comprometer personalmente a toda la dirigencia peronista del país con el proyecto gubernamental. El dispositivo se complementaba con el “adelantamiento” de las elecciones, de octubre a junio de 2009. Con la vaga excusa de la crisis financiera internacional, la idea era estrechar un lazo más sobre el cuello del peronismo de “los que gobiernan”, impidiendo la celebración de elecciones provinciales previas al comicio nacional.
La lógica volvía imposible la “toma de distancia” y la contabilidad creativa de la política. “Si pierdo yo, perdemos todos”, una apuesta peligrosa por lo que el peronismo terminó representando frente al resto de los sectores de poder y de la sociedad. Una garantía, al menos, de gobernabilidad frente a la crisis. La institucionalidad política de facto frente al colapso de partidos y militares. El peronismo como sistema. Por eso… ¿Qué pasaría si quebraba?
Frente al dispositivo de tanques, fusiles, tropas y helicópteros de combate político del peronismo, el poder duro del “territorio” de intendentes y “gobernas” (tal la dicción común en esa tendencia a subrayar palabras aprendidas de un virtual diccionario de realpolitik), la oposición presentó una línea de tres en clave “mediática”, cuyo único referente territorial era Mauricio Macri. En realidad, parte de la oposición, porque Carrió no era por entonces aliada. Macri, De Narváez y Felipe Solá.
Y esto tenía sentido. La conformación de Unión PRO había sido pensada en clave “peronismo disidente”: en aquella Argentina del “sistema” peronista, hasta los que no lo eran simulaban serlo. El empresario colombiano Francisco de Narváez cultivaba un estilo adquisitivo y fetichista de peronismo: se compraba objetos, libros y ropas del fundador del Movimiento, e impostaba un vocabulario de “histórico” que ostentaba junto con su habitual cancherismo de winner argentino. (Felipe Solá recordaba un furcio histórico del “Colorado”: solía decir que a los “pelucas” (sic) él los compraba con la chequera. Acostumbrado a rodearse de empleados temerosos, nadie corregía o advertía el error. Los “pelucas” eran los “perucas”, un modo cariñoso de nombrar a los peronistas. Ele por ere cambiaba sin querer.) En el fondo, creía en la resiliencia y vigencia del peronismo muchísimo más que Néstor Kirchner. Sus peleas contra Jaime Durán Barba durante la campaña, que intentaba vanamente “desperonizarla” (la guerra del ecuatoriano contra el peronismo, hay que reconocerlo, es larga, popular y prolongada) se centraban en esta convicción.
En territorio bonaerense, el PRO se mimetizaba, reservando la parte del león de la lucha electoral a su socio colombiano, quien empezaba a experimentar la misma sensación que Sergio Massa años más tarde: la de ser el ungido de la “sociedad” para expresar algo, transmitir algún mensaje o perpetrar una vendetta. Un “subidón” artificial de droga electoral, constructor de futuras derrotas.
Ese domingo 28 de junio subieron al escenario y bajaron derrotados todos los rostros y figuras electorales más taquilleras del peronismo. Scioli-Massa-Randazzo-Kirchner. El Rey estaba desnudo, y el todopoderoso “aparato” peronista, que el conjunto de la política argentina había venerado como un temible Dios, era más parecido a un Mago de Oz, una voz temible atrás de unos biombos mal colocados. Esto tal vez no era una novedad para Néstor Kirchner, que procedió durante toda su Presidencia en los hechos como si sostuviese esta convicción: su cálculo de 2009 era táctico y apurado, aspirando tan solo a cristalizar una primera minoría que le permitiese salvar la ropa de la hecatombe electoral. Todavía no se recuperaba del cimbronazo de la derrota con el campo y para la “batalla con Clarín” no había aún encontrado la plataforma de discusión segura (el proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la Ley 26.522). En un punto, había apostado en contra del mismo método que lo había hecho tan popular. Escenificó un PJ-Estado versus electorado. Y perdió.
El poder argentino y la oposición se asomaron en esos días posteriores al horror vacui. ¿Quién gobierna Argentina si el peronismo falla? Este miedo al vacío era compartido incluso por quienes lo detestaban. El país de la poscrisis y de los cinco presidentes en poco más de una semana, apreciaba por sí mismo el valor de la estabilidad y la continuidad institucional, incluso de una que considerasen negativa. Por eso lo que pasó luego fue la segunda sorpresa importante: nada.
La pregunta sobre la viabilidad de un gobierno sin peronismo empezó a responderse esa noche. En el seno del PRO, fue un triunfo intelectual de aquellos que, como Marcos Peña o Jaime Durán Barba, sostenían la necesidad de una política pura y despegada “del pasado”, de un macrismo emancipado de las tradiciones políticas argentinas y de la tutela malevolente del universo ideológico peronista. El peronismo empezaba a ser paulatinamente ese Otro a derrotar, en vez del “elemento” de gobernabilidad a incorporar. Y ahora parecía posible. 29 de junio de 2009: la fecha de nacimiento extraoficial de Cambiemos. Y la intuición de un nuevo reflejo popular: será posible asociar el sentimiento antipolítico con el antiperonismo.
Cuerpo 4: El jefe
El 27 de octubre de 2010, en una noche fría en El Calafate, murió el último jefe que tuvo el peronismo. Las hagiografías posteriores, que brotarían como hongos luego de la reelección de Cristina Fernández en 2011, hablarían de un Néstor Kirchner militante, prístino, setentista y soñador. En la repetición infinita de sus imágenes adolescentes junto a la Presidenta se lo ve alto, desgarbado y jodón. Todas parecen insistir en el retrato de El flaco (11), “El Presi” de bic azul, el Kirchner de José Pablo Feinmann. En otro vértice está “El Furia”, como lo apodó Jorge Asís con desprecio, aunque con la altura sobria del escritor y su ética: pegarles a los que tienen poder cuando lo tienen, y encariñarse en su caída. Pero el peronismo podía recordar, a la vez, a otro Kirchner: el jefe disciplinador, persistente al límite de la violencia, de mano de hierro y puño de acero, que les exigía obediencia y algo más en esa obediencia (una suerte de apego a las líneas ideológicas del proyecto). El tipo que uno jamás desearía tener del otro lado de la mesa. El energúmeno. Flores cortadas con los dientes en los jardines de Olivos (12).
La valoración histórica suele pararse en uno u otro lado de esta “grieta”: o el Néstor “Silvio Rodríguez” o el Néstor “Mr Burns” (13). El Nestornauta de la Revolución o el Kirchner de la Guita. En realidad, el patagónico era las dos cosas, un animal bifronte. Comprendía perfectamente a la Argentina posterior al 2001, y entendía que con uno solo no bastaba. Para la sociedad en pie de guerra contra “la política”, Kirchner se presentaba como un outsider, el gobernador del Sur olvidado, el hombre que nunca estuvo. Un antisistema inesperado que sabía que sólo se podía gobernar Argentina siendo un cacerolero más, como si desde la misma Plaza se hubiese encaramado a la Casa Rosada. El Néstor de los baños de masas y moretón en la frente. Ese que, como decía la clase media entusiasmada de los primeros 2000, “era bueno porque se salteaba el protocolo”.
El peronismo y el resto del “poder constituido” conocieron a otro Kirchner. Un Néstor maltratador, abusivo, de rienda corta y despiadado,