Johannes Biermanski

La Santa Biblia - Tomo III


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el domingo como día santo. Entre los errores y la superstición que prevalecían, muchos de los verdaderos hijos de Dios se encontraban tan confundidos, que a la vez que observaban el Sábado se abstenían de trabajar el domingo. Mas esto no daba completa satisfacción a los jefes papales. No sólo exigieron que se santificara el domingo sino que se profanara el Sábado; y acusaban en los términos más violentos a los que se atrevían a honrarlo. Sólo huyendo del poder de Roma era posible obedecer en paz a la ley de YAHWEH.

      Los valdenses fueron entre los primeros de todos los pueblos de Europa que poseyeron una traducción de las Santas Escrituras. (Véase el Apéndice.)

      EL Apéndice: VERSIONES VALDENSES DE LA BIBLIA. - Respecto a las tempranas versiones valdenses de partes de la Biblia hechas en el idioma vulgar, véase E. Pétavel, "La Biblia en France," cap. 2, párs. 3, 4, 8-10, 13, 21 (ed. de París, 1864); Townley, "Illustrations of Biblical Literature," tom. I, cap. 10, párs. 1-13; G. H. Putnam, "The Censorship of the Church of Rome," tom. II, cap. 2.

      Centenares de años antes de la Reforma tenían ya la Biblia manuscrita en su propio idioma. Tenían pues la verdad sin adulteración y esto los hizo objeto especial del odio y de la persecución. Declaraban que la iglesia de Roma era la Babilonia apóstata del Apocalipsis, y con peligro de sus vidas se levantaron para resistir su influencia y principios corruptores. Mientras que bajo la presión de una larga persecución, algunos comprometieron su fe haciendo poco a poco concesiones en sus principios distintivos, otros conservaron la verdad con firmeza. Durante siglos de obscuridad y apostasía, hubo valdenses que negaban la supremacía de Roma, que rechazaron como idolátrico el culto a las imágenes y que guardaron el verdadero Sábado. Conservaron su fe en medio de las más violenta y tempestuosa oposición. Aunque degollados por la espada de Saboya y quemados en la hoguera romanista, defendieron con firmeza la Palabra de YAHWEH y su honor.

      Tras los elevados baluartes de sus montañas, - refugio de los perseguidos y oprimidos en todas las edades, - hallaron los valdenses seguro escondite. Allí se mantuvo encendida la luz de la verdad en medio de la obscuridad de la Edad Media. Allí los testigos de la verdad conservaron por mil años la antigua fe.

      Dios había provisto para su pueblo un santuario de terrible grandeza apropiado a las grandes verdades que se le confiaran. Para aquellos fieles desterrados las montañas fueron un emblema de la justicia inmutable de YAHWEH. Señalaban a sus hijos aquellas altas cumbres que a manera de torres se erguían en inalterable majestad y les hablaban de Aquel en el cual no hay mudanza ni sombra de variación, cuya palabra es tan firme como los collados de eterna duración. Dios había afirmado las montañas y las había ceñido de fortaleza; ningún brazo podía removerlas de su lugar, sino sólo el del Poder Infinito. De igual manera había establecido su ley, fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra. El brazo del hombre podía alcanzar a sus semejantes y quitarles la vida; pero ese brazo podía desarraigar las montañas de sus cimientos y arrojarlas al mar que modificar un precepto de la ley de YAHWEH, o borrar una de sus promesas hechas a los que hacen su voluntad. En su fidelidad a la ley los siervos de Dios tenían que ser tan firmes como las inmutables montañas.

      Los montes que circundaban sus hondos valles atestiguaban constantemente el poder creador de Dios y constituían una garantía de la seguridad que él les deparaba. Aquellos peregrinos aprendieron a cobrar cariño a aquellos símbolos mudos de la presencia de YAHWEH. No eran dados a quejarse por las privaciones que sembraban su vida; no se sentían nunca solos en medio de la soledad de los montes. Daban gracias a Dios por haberles provisto de un refugio donde librarse de la crueldad y de la ira de los hombres. Se regocijaban de poder adorarle libremente. Muchas veces, cuando eran perseguidos por sus enemigos, sus fortalezas naturales eran su segura defensa. En más de un encumbrado risco cantaron las alabanzas de Dios, y los ejércitos de Roma no podían acallar sus cantos de acción de gracias.

      Pura, sencilla y ferviente fue la piedad de estos discípulos del Mesías. Apreciaban los principios de verdad más que las casas, las tierras, los amigos y parientes, más que la vida misma. Trataban ansiosamente de inculcar estos principios en los corazones de los jóvenes. Desde su más tierna edad se instruía a la juventud en las Sagradas Escrituras y se les enseñaba a apreciar y reverenciarlas exigencias de la ley de YAHWEH. Los ejemplares de la Biblia eran raros; por eso se aprendían de memoria sus preciosas palabras. Muchos podían recitar grandes porciones del Antiguo y del Nuevo Testamento. El pensamiento en Dios venía a asociarse con las escenas sublimes de la naturaleza y con las humildes bendiciones de la vida cotidiana. Los niños aprendían a ser agradecidos a Dios como al dispensador de todos los favores y de todos los consuelos.

      Los padres tiernos y afectuosos como lo eran, amaban a sus hijos con demasiada inteligencia para acostumbrarlos a que se entregasen a sus propias pasiones. Tenían ante sí mismos una vida de pruebas y privaciones y tal vez el martirio. Desde niños se les acostumbraba a sufrir penurias, a ser sumisos y no obstante a que pensasen y obrasen por sí mismos. Desde temprano se les enseñaba a sentir sus responsabilidades, a hablar con reacto y a apreciar el valor del silencio. Una palabra indiscreta que llegara a oídos del enemigo, podía no sólo hacer peligrar la vida del que la profería, sino la de centenares de sus hermanos; porque así como los lobos acometen su presa, los enemigos de la verdad perseguían a los que se atrevían a abogar por la libertad de la fe religiosa.

      Los valdenses habían sacrificado su prosperidad mundana por causa de la verdad y trabajaban con incansable paciencia para conseguirse el pan. Se aprovechaban cuidadosamente de todo pedazo de suelo cultivable entre las montañas, y se les hacía producir a los valles y a las faldas de los cerros más áridos. La economía y la abnegación más rigurosa formaban parte de la educación que recibían los niños como único legado. Se les enseñaba que Dios había determinado que la vida fuese una disciplina y que sus necesidades sólo podían ser satisfechas mediante el trabajo personal, la previsión, el cuidado y la fe. Este procedimiento era laborioso y cansado, pero saludable. Esto es precisamente lo que necesita el hombre en su estado de decaimiento: es la escuela provista por Dios para su educación y desarrollo. Mientras que se acostumbraba a los jóvenes al trabajo y a las privaciones, no se descuidaba por eso la cultura de su inteligencia. Se les enseñaba que todas sus facultades pertenecían a Dios y que todas debían ser aprovechadas y desarrolladas para su servicio.

      Las greyes {asambleas} valdenses, en su pureza y sencillez, se asemejaban a la grey {asamblea} de los tiempos apostólicos. Rechazaban la supremacía de papas y prelados, y tenían la Biblia como única autoridad suprema e infalible. Sus pastores en oposición con el modo de ser de los orgullosos sacerdotes de Roma, siguieron el ejemplo de su Maestro que "no vino para ser servido, sino para servir." [Mateo 20:28.] Apacentaban el rebaño de YAHWEH conduciéndolo por verdes pastos y a las fuentes de agua de vida de su santa Palabra. Apartado de los monumentos, de la pompa y de la vanidad de los hombres el pueblo se reunía, no en soberbios templos ni en suntuosas catedrales, sino bajo la sombra de los montes, en los valles de los Alpes, o en tiempo de peligro en sitios peñascosos semejantes a fortalezas, para escuchar las palabras de verdad de labios de los siervos del Mesías. Los pastores no sólo predicaban el evangelio sino que visitaban a los enfermos, catequizaban a los niños, amonestaban a los que andaban extraviados y trabajaban por hacer las paces y promover la armonía y el amor fraternal. En tiempo de paz eran sostenidos por las ofrendas voluntarias del pueblo; pero a imitación de S. Pablo que hacía tiendas, todos aprendían algúna industria [oficio] o profesión, con la cual, en caso necesario, proveían a su propio sostenimiento.

      Los pastores impartían instrucción a los jóvenes. A la vez que se atendían todos los ramos de la instrucción, la Biblia era para ellos el estudio principal. Aprendían de memoria los evangelios de S. Mateo y de S. Juan y muchas de las epístolas. Se ocupaban también en copiar las Santas Escrituras. Algunos manuscritos contenían la Biblia entera y otros solamente breves trozos escogidos,