de los frailes que nunca parecía saciarse. "Los monjes y sacerdotes de Roma," decían ellos, "nos están comiendo como el cáncer. Dios tiene que librarnos o el pueblo perecerá." (D'Aubigné, lib. 17, cap. 7, pág. 91.) Para disimular su avaricia estos monjes pedigüeños pretendían seguir el ejemplo del Salvador, y declaraban que Yahshua y sus discípulos habían sido sostenidos por la caridad de la gente. Esta pretensión resultó en perjuicio su causa, porque indujo a muchos a investigar la verdad por sí mismos en la Biblia, - siendo esto lo que más temía Roma. Los hombres con su inteligencia acudían directamente a la Fuente de la verdad que aquella trataba de ocultarles.
Wicleff empezó a publicar folletos contra los frailes, no tanto para provocarlos a discutir con él como para llamar la atención de la gente hacia las enseñanzas de la Biblia y hacia su Autor. Declaró que el poder de perdonar o de excomulgar no le había sido otorgado al papa en grado mayor que a los simples sacerdotes, y que nadie podía ser verdaderamente excomulgado mientras no hubiese primero atraído sobre sí la condenación de Dios. Y en realidad hay reconocer que Wicleff no hubiera podido acertardo mejor a dar en tierra con la mole aquella del dominio espiritual y temporal que el papa levantara y bajo el cual millones de hombres gemían cautivos en cuerpo y alma.
Wicleff fue nuevamente llamado a defender los derechos de la corona de Inglaterra contra las usurpaciones de Roma, y habiendo sido nombrado embajador del rey, pasó dos años en los Países Bajos conferenciando con los comisionados del papa. Allí estuvo en contacto con los eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo oportunidad de ver lo que había entre bastidores y de conocer muchas cosas que en Inglaterra no hubiera descubierto. Se enteró de muchas cosas que le sirvieron de argumento en sus trabajos posteriores. En estos representantes de la corte del papa leyó el verdadero carácter y las aspiraciones de la jerarquía. Volvió a Inglaterra para repetier sus anteriores enseñanzas con más valor y celo que nunca, declarando que la codicia, el orgullo y la impostura eran los dioses de Roma.
Hablando del papa y de sus recaudadores, decía en uno de sus folletos: "Ellos sacan de nuestra tierra el sustento de los pobres y miles de marcos al año del dinero del rey a cambio de sacramentos y artículos espirituales, lo cual es maldita herejía simoníaca, y hacen que toda la cristiandad mantenga y afirme esta herejía. Y a la verdad, si en nuestro reino hubiera un cerro enorme de oro y no lo tocara jamás hombre alguno, sino solamente este recaudador sacerdotal, orgulloso y mundano, en el curso del tiempo el cerro llegaría a gastarse todo entero, porque él se lleva cuanto dinero halla en nuestra tierra y no nos devuelve más que la maldición que Dios le manda para castigar su simonía." (Rev. Juan Lewis, "History of the Life and Sufferings of J. Wiclif," pág. 37, ed. 1820.)
Poco después de su regreso a Inglaterra, Wicleff recibió del rey el nombramiento de rector de Lutterworth. Esto le convenció de que el monarca, cuando menos, no quedaba descontento con la franqueza con que había hablado. Su influencia se dejó sentir en las determinaciones de la corte tanto como en las opiniones religiosas de la nación.
Pronto fueron lanzados contra Wicleff los rayos y las centellas papales. Tres bulas fueron enviadas a Inglaterra, - a la universidad, al rey y a los prelados, - ordenando todas que se tomaran inmediatamente medidas decisivas para obligar a guardar silencio al maestro de herejía. (Neander, "History of the Christian Religion and Church," período 6, sec. 2, parte I, pár. 8. Véase el Apéndice.)
EL Apéndice: WICLEFF. - El texto original des las bulas papales expedidas contra Wicleff, con la traducción inglesa, hállase en la obra de J. Fox, "Acts and Monuments," tom. III, págs. 4-13 (ed. de Pratt-Townsend, Londres, 1870). Véase además J. Lewis, "Life of Wiclif," págs. 49-51, 305-314 (ed. de 1820); Lechler, "Johann v. Wiclif und die Vorgeschichte der Reformation," cap. 5, ces. 2 (Léipzig, 1873); A. Neander, "Allgemeine Geschichte der christlichen Religion und Kirche," tom. VI, sec. 2, parte 1, pár. 8 (págs. 276, 277, ed. de Hamburgo, 1852).
Sin embargo, antes de que se recibieran las bulas, los obispos, inspirados por su celo, habían citado a Wicleff a que compareciera ante ellos para ser juzgado; pero dos de los más poderosos príncipes del reino le acompañaron al tribunal, y el gentío que rodeaba el edificio y que se agolpó dentro de él dejó a los jueces tan cohibidos, que se suspendió el proceso y se le permitió a Wicleff que se retirara en paz. Poco después Eduardo III, a quien ya entrado en años procuraban indisponer los prelados contra el reformador, murió, y el antiguo protector de Wicleff vino a ser el regente del reino.
Empero la llegada de las bulas pontificales traían para toda Inglaterra orden urgente de arresto y prisión del hereje. Esto equivalía a una condenación a la hoguera. Ya parecía pues Wicleff destinado a ser pronto víctima de las venganzas de Roma. Pero Aquel que había dicho a un ilustre patriarca: "No temas, ... yo soy tu escudo" (Génesis 15:1), volvió a extender su mano para proteger a su siervo, así que el que murió, no fue el reformador, sino Gregorio XI, el pontífice que había decretado su muerte, y los eclesiásticos que se habían reunido para verificar el juicio de Wicleff se dispersaron.
La providencia de Dios dirigió los acontecimientos de tal manera que ayudaron al desarrollo de la Reforma. Muerto Gregorio, eligiéronse dos papas rivales. Dos poderes en conflicto, cada cual pretendiéndose infalible, reclamaban la obediencia de los creyentes. (Véase el Apéndice.)
EL Apéndice: INFALIBILIDAD. - Réspecto a la doctrina de la infalibilidad, véase el art. Infalibilidad, en el "Diccionario de ciencias eclesiásticas" por Perujo y Angulo; Geo. Salmon, "The Infallibility of the Church"; cardenal Gibbons, "The Faith of Our Fathers," cap. 7 (ed. 49 de 1897); C. Elliott, "Delineation of Roman Catholicism," lib. 1, cap. 4.
Cada cual pedía el auxilio de los fieles para hacerle la guerra al otro, su rival, acompañando sus exigencias con terribles anatemas contra los adversarios y con promesas celestiales para sus partidarios. Esto debilitó notablemente el poder papal. Harto tenían que hacer ambos partidos rivales en pelear uno con otro, de modo que Wicleff pudo descansar por algún tiempo. Anatemas y recriminaciones volaban de un papa al otro, y ríos de sangre corrían en la contienda de tan encontrados intereses. La iglesia rebosaba de crímenes y escándalos. Entre tanto el reformador vivía tranquilo retirado en su parroquia de Lutterworth, trabajando diligentemente por hacer que los hombres apartaran la atención de los papas en guerra uno con otro, y que la fijaran en Yahshua, el Príncipe de Paz.
El cisma, con la contienda y corrupción que produjo, preparó el camino para la Reforma, pues de ese modo se dió a conocer el papado tal cual era. En un folleto que publicó Wicleff sobre "El cisma de los papas," exhortó al pueblo a que se fijara en que ambos sacerdotes no decían la verdad al condenarse uno a otro como anticristos. "Dios," decía él, "no quiso que el enemigo siguiera reinando tan sólo en uno de esos sacerdotes, sino que ... puso enemistad entre ambos, para que los hombres, en el nombre de Cristo, puedan vencer a ambos con mayor facilidad." (R. Vaughan, "Life and Opinions of John de Wycliffe," tomo 2, pág. 6, ed. 1831.)
A semejanza de su Maestro, predicaba Wicleff el evangelio a los pobres. No dándose por satisfecho con hacer que la luz brillara únicamente en aquellos humildes hogares de su propia parroquia de Lutterworth, determinó hacerla extensiva por todos los ámbitos de Inglaterra. Con este fin organizó un cuerpo de predicadores, todos ellos hombres sencillos y piadosos, que amaban la verdad y no ambicionaban otra cosa que extenderla por todas partes. Para darla a conocer enseñaban en los mercados, en las calles de las grandes ciudades y en los sitios apartados; visitaban a los ancianos, a los pobres y a los enfermos impartiéndoles las buenas nuevas de la gracia de YAHWEH.
Siendo profesor de teología en Oxford, predicaba Wicleff la Palabra de YAHWEH en las aulas de la universidad. Presentó la verdad a los estudiantes con tanta fidelidad, que mereció el título de "Doctor evangélico." Pero la obra más grande de su vida había de ser la traducción de la Biblia