hileras de manzanos y espino blanco, que habían germinado y que comenzaban a brotar las primeras flores blancas. Prosiguieron en silencio, entre los ruidos de la naturaleza que se había despertado y los rayos de sol que se filtraban entre los árboles. Se vislumbraban los primeros nidos hechos por los pájaros, y de algunas ramas colgaban cestas de paja en espiral, donde las abejas habían empezado a construir sus colmenas; para finales de verano, se habrían llenado de miel, con la que los vikingos producirían un hidromiel de primera.
Alcanzaron el Claro Sagrado donde la vieja Sigrún les esperaba.
Se acercaron a la mujer que, de pie al lado de un roble, estaba envuelta de la cabeza a los pies en su manto negro. De la capucha a los costados colgaban dos trenzas blancas, y sus ojos destacaban como dos aguamarinas. Dos cuervos, criaturas vinculadas al culto del dios Odín, permanecían inmóviles sobre sus hombros. La vieja extendió los brazos al cielo y los dos pájaros emprendieron el vuelo graznando sobre sus cabezas, antes de desaparecer entre la espesura de los árboles.
—Este roble lo plantaron vuestros padres cuando tenían aproximadamente vuestra edad, y ha crecido sano y fuerte como su amistad —declaró con un tono de orgullo en la voz. Después, se agachó para recoger un brote nacido de las raíces del árbol y lo elevó al cielo—. Hoy, los dioses han expresado su voluntad a través de vuestras flechas, y el árbol de Thor ha creado una nueva vida… ¡Estáis preparados para vuestro juramento! —profirió la vieja Sigrún mientras ofrecía el germen a los dos muchachos.
Los pequeños vikingos escogieron un punto, un poco lejos de aquel roble, y revolvieron un trozo de hierba sobre el que se hicieron un corte en la palma de la mano derecha. Seguidamente, estrecharon las manos, mezclaron su sangre y se juraron lealtad mutua. Con ello fertilizaron la tierra que usaron para cubrir el brote que habían plantado; sellaron así un pacto de hermandad para toda la vida...
Isgred, además de la educación reservada a los hijos de una estirpe noble, debía aprender a regentar la casa, sobre todo cuando el marido se marchara de expedición. Un día, ella también debería, al igual que hizo su madre, dirigir la granja, educar a los hijos y administrar los negocios de su marido. Un día, ella también llevaría colgado a la cintura el manojo de llaves de la casa, símbolo de la autoridad y el respeto que disfrutaba una mujer de la familia.
Capítulo 4
La infancia de los nativos transcurría serena y tranquila.
Los padres enseñaban a los hijos a construir pequeñas armas y trampas, a reconocer la madera adecuada para construir las canoas, y todas las técnicas para aprender a cazar y pescar.
Las hijas aprendían de sus madres a construir los tipis, cultivar, cocinar, arreglar las pieles y a confeccionar la ropa.
Sin embargo, la práctica en que se basaba el alma gentil y pacífica de los nativos era, sin lugar a duda, el silencio y la meditación. Como el Gran Espíritu es omnipresente, los adultos enseñaban a los pequeños la sencilla práctica de observar y escuchar, por que Él es cada cosa y ser vivo.
Al caer la noche, las familias se retiraban a sus tipis, se sentaban alrededor del fuego mientras el anciano de la familia narraba sus relatos, repletos de historias y tradiciones culturales. Los ancianos poseían las virtudes más importantes de un ser humano, eran los depositarios de la cultura y la sabiduría de su pueblo. De este modo, la enseñanza de la generosidad, la valentía, el respeto y el amor hacia todos los seres vivos se transmitía a los pequeños.
Año tras año, los pequeños nativos crecían.
Halcón Dorado también alcanzó la edad de la pubertad.
En el exterior de los tipis, todos estaban ocupados con los preparativos de la fiesta que Gran Águila había organizado para honrar a su hija.
A la edad de 14 años ya podía verse la mujer espléndida en que se convertiría. Su madre le explicó el significado del cambio que había sufrido.
—Este es un momento muy importante en la vida de una jovencita… Te estás convirtiendo en una mujer. —Con infinita ternura empezó a peinarle su largo cabello negro, examinando con la mirada el flequillo que cubría su frente. Aquel peinado simbolizaba la virginidad de las muchachas—. Podrías dejar crecer también este pelo, el flequillo no formará parte de tu peinado de mujer porque, a partir de hoy, podrán cortejarte y pedirte como esposa. —Hizo una pausa, mientras le separaba en dos el resto del pelo para seguir peinándola—. Escucha siempre a tu corazón. Te hablará y te guiará en tu camino. Algún día, te casarás y tendrás hijos, cuidarás de tu familia como yo he hecho con vosotros, y tu marido cuidará de vosotros como tu padre ha hecho con nosotros —le explicó la madre mientras le colocaba algunas plumas de halcón rojo entre los coloridos lazos que fijaban las largas trenzas. —Halcón Dorado escuchaba en silencio y custodió aquellas palabras como el más valioso de los tesoros, depositándolas en su corazón—. Este vestido tampoco formará parte de tu condición de mujer, lo donaremos a una familia más necesitada —le dijo la mujer invitándola a quitárselo.
La joven se quitó la ropa y entregó las vestiduras a su madre, quien le hizo ponerse un vestido de piel de ciervo que había cosido y decorado ricamente para ella. Las puntadas de las mangas y el borde del vestido estaban adornados con flecos que, a cada movimiento, ondeaban sinuosos. El cuello de la prenda lo había decorado con sus colores favoritos: el amarillo y el rojo, y en las polainas se apreciaba el mismo motivo.
Alguien se asomó al interior. Era la abuela, Rocío de la Mañana. Los ojos oscuros y vivaces de la abuela la examinaron de la cabeza a los pies.
—¡Estás preciosa! —admitió orgullosa—. El hombre que te tenga como esposa será muy afortunado. —Halcón dorado le dedicó una sonrisa cargada de cariño—. Creo que pronto tendremos que empezar a construir el tipi —serio la abuela mientras se disponían a salir.
Llegaron al centro del campamento, donde ardía el fuego sagrado y un pequeño altar, sobre el que había una calavera de bisonte, la pipa y un tazón con tinte rojo, se había montado para la ceremonia.
El Chamán la invitó a sentarse con las piernas cruzadas, mientras todos los miembros de la tribu, que vestían sus mejores galas, las de las grandes fiestas, se sentaron en un amplio círculo de colores a su alrededor. El hombre encendió la pipa y soltó una bocanada. Seguidamente, sopló en el hocico de la calavera de bisonte y lo envolvió en una nube de humo, mojó un dedo en el tinte y trazó una línea roja en al frente del cráneo.
Su voz se elevó con un canto sagrado y propiciatorio, y su cuerpo empezó a bailar frente a la muchacha, con movimientos que representaban a un bisonte, y cada vez que se le acercaba, la madre le metía hojas de salvia en el regazo.
Posteriormente, el chamán la invitó a sentarse como una mujer —pues en una se había convertido—, con ambas piernas hacia un lado. La madre le separó el cabello mientras el hombre, tras retirarle el flequillo, le trazó sobre la frente una línea roja que le llegaba hasta el nacimiento del pelo. Fue bendecida con el polen amarillo sagrado, y recibió así la purificación y el poder femenino para traer prosperidad y salud a su pueblo, que la festejó con alegría y devoción.
El olor de las verduras, de los caldos y de las carnes, que entretanto se habían cocinado lentamente en las brasas, se extendió por todo el campamento y anunció la fastuosidad del banquete.
Mientras tomaba asiento al lado de su mejor amiga, Luna Roja, la chica volvió a pensar en las palabras de su madre. Cerró los ojos durante unos instantes para escuchar a su corazón, y la imagen que resultó lo hizo palpitar, los volvió a abrir y… Su visión estaba justo ahí, delante de ella, y la miraba complacido. Era Viento que Sopla…
Atractivo y carismático, de estatura bastante alta y músculos esculpidos, cuyos ojos azules le conferían una mirada magnética y su largo cabello negro enmarcaban los bellos rasgos del rostro. Estaba enamorada de él desde que era pequeña. Le dedicó una tímida sonrisa que él le devolvió con un guiño.
La fiesta en honor a Halcón Dorado estaba resultando ser todo un éxito: la comida era exquisita y la atmósfera, tranquila y alegre.
—¿Crees