Chris J. Biker

El Viaje Del Destino


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había seguido con la mirada, intercambiaron una sonrisa y un ligero saludo con la cabeza.

      Los festejos continuaron hasta el alba entre cantos, bailes, risas y mucha bebida.

      Capítulo 6

      Al día siguiente, Olaf convocó en la smidhja, el taller donde se llevaban a cabo todas las actividades artesanales, al viejo Svend, su hombre de confianza.

      —Con mi partida, mi mujer necesitará ayudar para llevar la granja. Tú te encargarás de ayudarla y, sobre todo, deberás velar por la seguridad de mi familia —le dijo en tono solemne.

      —Podéis contar conmigo —respondió el viejo Svend, inclinando la cabeza en señal de devoción.

      —¡Lo sé muy bien! —declaró Olaf, abriendo la puerta que conducía a otra sala. Es por ello que te encomiendo una labor tan importante. —Los dos hombres entraron. En las paredes de la sala había escudos, arcos, lanzas y yelmos colgados, y sobre el suelo de tierra apisonada, numerosas cajas de madera—. Tendrás a tu disposición hombres y armas de sobra —le informó Olaf mientras abría una de las cajas llenas de hachas.

      —¡Padre! ¿Estáis en la sala de las armas? —preguntó Olaf, asomándose a la puerta de entrada de la smidhja.

      En el taller reinaba un gran ruido provocado por los artesanos afanados en el forjado de metales. Olaf volvió a cerrar la puerta y, junto a su amigo, alcanzó a los muchachos en el exterior.

      —Thorald y yo estamos listos, padre, cuando queráis…

      —Bien —contestó el padre, para luego dirigirse a Svend—: Puedes marcharte, yo debo ir al barco, hay que embarcar el cargamento.

      —No dudéis en llamarme para cualquier cosa —dijo Svend, inclinando ligeramente el busto hacia delante como muestra de respetuosa despedida y seguidamente se esfumó.

      Sobre el muelle del puerto de la aldea había infinidad de cajas de madera, fardos de cuero y pieles.

      —¿Todas esas cajas forman parte de nuestro cargamento? —inquirió Thorald.

      —Sí, muchachos, y todas están esperando a que las subáis a bordo —fue la respuesta de Harald, que acababa de llegar en aquel momento y desató un estruendo de risas por parte de Olaf y de todos los hombres de la tripulación.

      Los jóvenes intercambiaron una mirada de preocupación, pero debían demostrar que eran capaces de hacerlo.

      —Bien —dijo Thorald—, será mejor que empecemos de inmediato.

      —Los hombres os enseñarán cómo estibar las cajas del armamento, de la carga rentable y de los víveres… Atesorad sus consejos. Cuando acabéis, examinaremos vuestro trabajo.

      Tras dar instrucciones a los hombres, Olaf y Harald se dirigieron a casa.

      Los dos muchachos desempeñaron su trabajo con gran afán y entusiasmo, a pesar de ser agotador. Durante horas, cargaron sin parar las cajas de madera que contenían armas para todos los hombres, hachas, espadas, escudos, mallas de cota y yelmos de cuero, productos para el comercio, pieles y cueros, marfil de morsa, esteatita para construir todo tipo de utensilios y ámbar para la creación de joyas, cajas de víveres para el comercio y para el viaje que contenían pescado seco, cecina, mantequilla salada, algas secas, pan y una abundante reserva de agua potable conservada en cubetas cerradas con tapas.

      Cuando terminaron su tarea, Olaf y Harald pasaron revista del trabajo de los chicos.

      —¿Qué te parece, Olaf? —preguntó Harald en tono divertido.

      —Pues que se han ganado la cena —fue la respuesta de Olaf, que se reía bajo los bigotes.

      Los muchachos se miraron con expresión de satisfacción. Los cuatro partieron hacia la casa, donde les aguardaba un magnífico festín preparado en su honor.

      Olaf presidía la mesa en la silla más hermosa. Era grande y de madera, y sobre el respaldo había imágenes esculpidas de los dioses.

      —¿Cuánto tiempo pensáis estar lejos? —inquirió Isgred.

      —Al menos tres meses —respondió su padre—. ¿Tienes prisa por comprometerte, Isgred? —añadió en tono irónico.

      —No, no era más que una pregunta —resopló molesta y poco convencida.

      —Si yo no regresara, te quedarías soltera de por vida —la desafió el padre.

      —Entonces os impediré que partáis atándoos a la cama —replicó la joven de tirón, ojiplática, lo que provocó las risas divertidas de los allí presentes.

      —Vaya, vaya, ¡cuánto descaro! Pobre Heidrek, no me gustaría estar en su piel —se burló cariñosamente el padre.

      Isgred estaba a punto de replicar, pero se limitó a suspirar profundamente: su padre y ella podría haber continuado picándose durante horas.

      Su partida estaba prevista para la mañana siguiente.

      El knorr de Olaf era una espléndida embarcación sobre cuya proa se encontraba, magistralmente esculpida la cabeza de un dragón profusamente decorada con grifos recubiertos de oro y los ojos con incrustaciones de plata que resplandecían bajo la luz del sol; en la popa estaba tallada la cola. El mástil sostenía el vadhmal, una gran vela cuadrada a rayas negras y púrpura; en la cima del mástil habían fijado una veleta que indicaba la dirección del viento. A ambos lados de la nave estaban alineados los escudos, pintados en colores vivos y brillantes, y en el centro de cada uno había un gran tachón de metal que exaltaba su belleza.

      El knorr era, indudablemente, sinónimo de prestigio y riqueza en una fusión perfecta de elegancia y terror.

      La tripulación se dispuso a remar y el barco comenzó a moverse lentamente para salir de la muralla circular que, además de proteger la aldea, servía de rompeolas. En cuanto la cruzó, empezó a coger algo más de velocidad y se adentró en las largas y estrechas ensenadas de los imponentes fiordos noruegos. El knorr se deslizaba, ágil y ligero, sobre las aguas.

      Cruzados los fiordos, se adentraron en el mar Báltico y remaron hasta que el viento permitió que desplegaran la vela.

      Olaf estaba al mando, sobre la popa, manejando el timón. Harald, a su lado, le indicaba el camino que ya había recorrido, sosteniendo un disco de madera sobre el que estaban grabados símbolos mágicos y en cuyo centro estaba engarzada la piedra del sol.

      Los dos muchachos los alcanzaron, ansiosos por aprender todas las nociones posibles e, intrigados por esa herramienta, preguntaron de qué se trataba.

      —Esto es un vegvisir, un poderoso sello mágico. Todo buen navegante posee uno para no perder jamás el rumbo —explicó Harald, extendiendo el brazo hacia arriba para que pudieran ver bien su uso—. Este cristal mágico captura la luz del sol y permite comprobar su posición aunque esté escondido entre las nubes.

      —¿Y cuando llueve? —preguntó Thorald.

      —Un buen navegante conoce muy bien las corrientes y los vientos, el desplazamiento de los bancos de peces y el vuelo de los pájaros.

      —¿Y por la noche? —demandó Ulfr.

      —Por la noche las estrellas te indican el camino —añadió Olaf.

      El viento infló la vela y el knorr cogió velocidad; surcaron el mar Báltico, la embarcación cabalgaba las olas espumosas de manera armónica. Los dos jóvenes vikingos esperaban aquel día ansiosamente y al final había llegado. Sintieron cómo crecía en su interior el intrépido sentimiento que reina en un vikingo a bordo del knorr: el rey del mar, así se sentían todos los vikingos.

      Llegaron hasta el golfo de Finlandia, cruzaron el Neva y atravesaron el Vóljov hasta llegar al lago Ilmen y después al río Lovat, que les condujo hasta Gnezdovo. Solo quedaba atravesar el Dniéper que les llevaría hasta su meta: Kiev.

      —Este es el río peligroso del que te hablaba. Serán necesarias todas las energías