Nicky Persico

Spaghetti Paradiso


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      Nicky Persico

      Spaghetti Paradiso

      Traducido por María Acosta

      Nicky Persico © 2019.

      Trabajo con derechos de autor - todos los derechos reservados - cualquier divulgación o reproducción, incluso parcial, está prohibida a menos que esté expresamente autorizado

      Has descrito el infierno, aquel de las mujeres que no tienen voz, que no saben pedir ayuda.

      Porque no lo consiguen, porque no pueden, porque no quieren.

      O, en verdad, porque es esto lo que creen.

      Pero es sólo un maleficio, un hechizo mortal.

      Han comido la manzana equivocada, que parecía hermosa, en cambio estaba vacía y podrida.

      Podrida en el interior.

      NO-TIEMPO

      Oscuridad. Oscuridad absoluta. El tiempo está parado. Cierro la puerta del bufete. El último en salir, como ocurre a menudo.

      Tampoco el ascensor, tampoco esta vez. Me deslizo con decisión por una angosta y polvorienta escalera de cemento. De esas que conducen, normalmente, a los aparcamientos subterráneos, con las franjas rojas y blancas en los bordes, las colillas apagadas y el típico olor de humedad y ambiente cerrado.

      Después del último tramo de escaleras paso una puerta de hierro abierta, con la barra antipánico. La zona de aparcamiento está semivacía, despejada. Un tubo fluorescente, medio averiado, ilumina malamente algunos de sus rincones creando amplias zonas de penumbra entre las columnas y las bandas amarillas del pavimento.

      Las rampas están desportilladas y marcadas por maniobras torpes. Hay aparcados dos coches.

      Voy hacia el mío, enseguida, al doblar la esquina, descubro una figura inmóvil, a unos metros. Me quedo helado.

      Una mujer alta. Abrigo largo, oscuro y un sombrero de ala ancha. Cabellos largos y claros.

      La reconozco aunque me de casi la espalda. Nos hemos visto un poco antes, en el bufete. Luego se marchó, unos minutos antes que yo.

      Está inmóvil. Con los brazos estirados empuña, con las dos manos, una pistola cromada que apunta con firmeza, con seguridad, delante de ella.

      La observo y mientras tanto observo todo lo que hay a mi alrededor, como si sólo estuviese corriendo mi tiempo mientras que el resto es una imagen congelada.

      Doy otro paso, en silencio. Ahora veo mejor.

      El arma que la mujer estrecha con las dos manos está apuntando a alguien, todavía no visible, enfrente de ella.

      Con esfuerzo distingo su aspecto: una figura femenina con abrigo oscuro y sombrero. Cabellos largos y claros.

      ¡Son idénticas!

      También ella aferra una pistola que apunta hacia su gemela. Pero lo hace con una sola mano y tiene el cuerpo de perfil con respecto a su objetivo, como en un duelo de otra época.

      La cabeza girada, alineada con el hombro derecho y el brazo levantado. Puedo intuir que observa la mira, como hace un tirador de precisión que mira una diana en el polígono de tiro.

      Tres puntos alineados: ojo, mira, objetivo.

      Dos mujeres armadas, totalmente inmóviles.

      Realmente, es obvio, una se defiende de la otra.

      Una asesina, una víctima, y luego yo: el elemento inesperado, la variable imprevista, una complicación o una suerte inesperada. Todo depende de lo que suceda de ahora en adelante.

      De lo que podré hacer y si podré hacerlo.

      De cómo me moveré y si lo haré.

      Puedo permanecer petrificado por el miedo o inmóvil, por decisión propia. Puedo gritar, es mi instinto natural, o tirarme al suelo, o huir intentando protegerme, o dar un paso hacia ellas, o retroceder.

      Puedo hacer cualquier cosa, o no hacer nada, y puede que cambie todo: la vida, o también la muerte.

      Una cosa es segura, de todas formas. Una de aquellas mujeres no está sólo defendiendo su vida: también está defendiendo la mía.

      Si la asesina prevalece sobre su objetivo, luego me matará también: soy un testigo.

      Puedo esperar, y desear que ocurra lo contrario. O puedo actuar

      ¿Pero cómo?

      Nadie podría imaginarse tener que decidir algo tan importante en unos pocos minutos. Y en cambio, puede suceder.

      Ni siquiera yo hubiera podido imaginar hallarme en una situación parecida.

      Nunca habría pensado poder ser juez, o árbitro, o un factor determinante en la vida de otras personas. Las mismas personas que, paradójicamente, eran jueces y árbitros de la mía.

      Y tener que decidir en una situación de no-tiempo qué hacer. O no hacer, sabiendo que podría ser la diferencia entre vivir y morir.

      El tiempo no es siempre igual.

      Hay años que duran un momento, e instantes que no parecen eternos: lo son realmente. Esto es el no-tiempo.

      Al lado de mí, sobre una repisa de la pared, una forma voluminosa de metal, quizás un tornillo de banco de carpintero1, olvidado quién sabe por quién. Me había dado cuenta de su presencia por un reflejo, poco antes de pararme.

      Lo cojo mecánicamente, sin pensar. Pesa por lo menos un par de kilos. Está frío.

      El instinto es el espacio de un instante que no existe.

      No-tiempo.

      ***

      A muchas personas les ha ocurrido, por ejemplo después de un accidente, no tener ningún recuerdo consciente de lo que había sucedido. Para más tarde, en cambio, descubrir que habían conseguido girar, frenar y alargar al mismo tiempo un brazo protegiendo a alguien. A menudo movimientos eficaces, corrientes. Quizás la mejor decisión que se podía tomar dada la coyuntura.

      A pesar de que, mientras revisaban lo acaecido, no había habido interrupciones, o pausas, en la secuencia de los hechos: algo inesperado o imprevisto había ocurrido y habían actuado en consecuencia.

      ¿Pero en qué momento han decidido cómo actuar? ¿Cuándo, en qué momento han podido reflexionar sobre las acciones que después han puesto en práctica? ¿Cuándo, en qué momento han llevado a cabo el proceso de preguntarse lo mejor que podían hacer, o no hacer, entre todas las posibilidades, incluso seleccionándolas o descartando alguna por medio de los efectos colaterales que podrían producirse?

      La respuesta sería: jamás, porque no tuvieron, materialmente, tiempo.

      Y sin embargo existe una incongruencia porque, de hecho, han escogido y luego han realizado gestos calculados y razonados. Ni casuales ni confusos.

      ¿Cómo se explica, entonces?

      «He actuado por instinto» dirán.

      Pero lo que ellos llaman instinto ha ocupado la razón por un lapso de tiempo que no ha existido jamás.

      El no-tiempo.

      Que, sin embargo, ha existido, a pesar de no poder ser medido según nuestras convenciones. Quizás se pueda definir como tiempo expandido. O incluso tiempo eterno: ya que no es mensurable su valor esencial, saltan todos los parámetros que el ser humano ha fijado para medir el tiempo.

      De estas cosas ya había oído hablar. Sí. Con respecto a la velocidad de la luz. Si pudiésemos viajar a esa velocidad podríamos ver detrás de los ángulos.

      Algo había oído, en cierto sentido, también con respecto a Maradona.

      Maradona era un campeón porque era más veloz, más rápido decidiendo. Sólo unas pocas milésimas de segundo, quizás, pero suficientes para ser imprevisible: cuando los adversarios entendían lo que pasaban