cósmico.2
No obstante, la magia de Maradona se cumplía, a los ojos de la gente, cuando el balón entraba en la red. En realidad, la magia ya había sucedido cuando el balón de cuero perdía el contacto físico con su pie. En ese momento todo ya había ocurrido, pero todavía no se había materializado el resultado.
De hecho, desde ese momento en adelante nadie hubiera podido parar los acontecimientos. Sólo asistir y, según a qué grupo de fanáticos se perteneciese, esperar.
Pero una persona, sólo una en el Universo, sabía, sentía, que el balón acabaría justo allí, donde él había decidido que tenía que acabar, en el instante que había imaginado, valorando en proyección las posiciones, las distancias, la velocidad y los movimientos del adversario, los compañeros de equipo, el portero, la posición espacial de la portería, y todas las otras variables que existían. En una combinación dinámica entre ellas.
Maradona lo sentía, a pesar de que ni siquiera él lo creía en el fondo. De hecho, se regocijaba sólo cuando el balón entraba en la red. Y se le hubiésemos preguntado cuándo había hecho todos esos complejos razonamientos que lo habían llevado a una secuencia impresionante de decisiones, realmente habría respondido que lo había hecho por instinto.
Sea de la forma que sea, cuando el balón abandona el empeine de la bota de fútbol ha comenzado el momento en el que no se puede volver atrás: la gloria o la consternación eterna, para Maradona.
Ese fragmento de tiempo, justo ese, que sea eterno o no, a muchos se lo parece. Ese momento en que todo se ha cumplido y después del cual a los acontecimientos sucesivos sólo se puede asistir, no se puede medir con ningún reloj del mundo.
***
Un gesto imprevisto, veloz y decidido. Alargo la mano, cierro los dedos empuñando con firmeza el metal y comienzo a moverlo en círculos con amplios movimientos del brazo, ayudado por el rápido giro del hombro.
Como en el tenis cuando se inicia el servicio.
El pesado objeto metálico, en efecto, comienza a coger velocidad en el mismo momento en que mi manera de moverme, como había imaginado, atrae la atención de las dos mujeres por un brevísimo e infinitesimal instante.
Percibo su atención, pero sólo pueden dedicarme una parte marginal de su mente y de sus sentidos, en la situación en que se encuentran. Separar la mirada del adversario puede ser fatal, y ninguna de las dos lo haría jamás. Por esto se habían quedado inmóviles al verme llegar.
Pero a pesar de su frialdad o de lo concentradas que puedan estar, a pesar de toda la adrenalina que puedan tener en el cuerpo, el instinto les deberá llevar, por fuerza, a dedicarme por lo menos el tiempo suficiente para comprender lo que está sucediendo. Su razón, a pesar de no quererlo, debe tener en consideración ese movimiento, ese zumbido inesperado, proveniente del ángulo más oscuro de todo el aparcamiento, que significa que me he movido.
He oído que, por término medio, los tenistas no profesionales consiguen poner la pelota a una velocidad de más de 180 km/h, en el momento de golpearla.
Yo mido, más o menos, un metro ochenta, y peso unos 78 kilos, y he jugado al tenis.
Pero sobre todo era capaz de lanzar una piedra por lo menos a una distancia un tercio más lejana que el resto de mis amigos, cuando éramos unos niños. Me defendía bastante bien. Y tenía una puntería infalible.
Son esos extraños talentos que cada uno tiene consigo. Cosas que no sirven para nada a menudo. Cosas que te son innatas y no sabes por qué.
Las dos mujeres, por lo tanto, han tenido que volver parte de su atención hacia mí. Ambas, en su mente, están estudiando ese movimiento imprevisto. Su instinto está intentando comprender qué hace con exactitud aquella sombra. A qué se debe aquel movimiento repentino que, a pesar de ello, han advertido.
En ese mismo espacio temporal necesario para plantearse la cuestión el giro del brazo llega a su fin.
Ahora mis dedos, según una orden precisa del cerebro, sueltan el frío trozo de metal, que se mueve hacia su objetivo a una velocidad impresionante, lanzado con todas mis fuerzas después de haberlo cargado de inercia.
Si quisiese hacer una estimación, el objetivo hacia el cual he lanzado la pesada mordaza de carpintero, diría que está a unos 15 o 20 metros de mí.
Ese objeto, calculando por defecto a una velocidad de 160 kilómetros por hora en el momento en que mis dedos lo han lanzado, cubrirá el recorrido en unas pocas milésimas de segundo, además de ser prácticamente invisible, debido a la débil luz del aparcamiento.
Naturalmente, he escogido el objetivo.
Rápidamente, por instinto, ya lo he dicho. Pero, entre los instintos, el instinto primario humano, la supervivencia, es más veloz que los otros, y mi objetivo consigue percibir el peligro y adoptar una actitud defensiva: apartar el pecho para alejarse, o por lo menos esta es su idea.
El movimiento no ha sido suficiente.
El trozo de hierro, inexorablemente, alcanza e impacta violentamente en el cráneo, produciendo un macabro sonido.
La mujer que ha sido golpeada se desploma de golpe, cayendo al suelo como un títere, y la otra, fuera de tiro, comienza a volverse para mirar hacia mí.
Todo ha sucedido como debía. No se puede volver atrás y las consecuencias de mi acción son desconocidas. Quizás he salvado a la persona buena y a mí de un solo golpe.
Quizás.
Si, en cambio, he escogido mal mi objetivo, he quitado de en medio a la única persona que habría podido hacer algo por salvarme la vida. La mujer más cercana a mí, la que empuña la pistola con las dos manos, después de volverse, me matará.
Cómo decidí actuar, cómo he escogido, y cuándo lo decidí, todo esto, no sabría decirlo. “Actué por instinto.”
A continuación, un sobresalto. Todo está oscuro a mí alrededor. Ningún ruido.
Intentaba concentrarme, razonar. Estaba alucinado. El corazón me latía a lo loco y los músculos no respondían.
Intentaba moverme.
Después de haber abierto con dificultad un poco los ojos me di cuenta de que era de noche. Bien entrada la noche.
Intentaba, como siempre ocurría, calmar el nerviosismo. No pasa nada, me repetía, no pasa nada. Lo conseguimos: ha sucedido otra vez.
Ha sido un sueño.
Un sueño que conocía muy bien.
Es siempre igual y terminaba todas las veces así, porque me despertaba de repente.
LA MAFIA NO EXISTE
Entre todas las cosas que habían llamado mi atención del abogado Spanna cuando lo conocí una en particular me había asombrado.
Los zapatos.
Sus zapatos.
Eran viejos, realmente viejos. Pero bien conservados. Muy trabajados, diría: negros, costura inglesa, limpios. Probablemente con las suelas cambiadas una y otra vez. Probablemente Church Burwood3. Con cada pisada emitían siempre un característico y leve crujido que convertía todavía en más austera la forma de andar de aquel hombre anciano, bien plantado y arreglado.
Sus zapatos.
Cuando me lo encontré la primera vez mi mirada fue atraída, no tanto por la figura, sino porque me evocaba un encuadre específico de la película Cadena perpetua: un primer plano de los zapatos de Brooks.
Brooks era uno de los presos condenados a cadena perpetua; ahora, ya anciano, está encargado de labores socialmente útiles. Libre, en la práctica, pero deshabituado al mundo fuera de la prisión, tanto que la echa de menos. Seco y musculoso, a pesar de la edad, bajo, con la espalda y los hombros curvos y las manos como tenazas.
El encuadre partía desde un primer plano de sus zapatos: