habían ocurrido enfrentamientos directos pero estaba claro que Guglielmo sentía poco la presencia del padre. Con su aversión a la vida militar, a todas las formalidades que aquel universo pretendía, realmente habría incumplido las expectativas de su padre, un hombre habituado durante mucho tiempo a que no le contradijesen, jamás.
Tres
Estaban acabando los preparativos para despedir el segundo milenio: por todas partes se oía hablar de fiestas, veladas, cenas enormes, grandes bailes de disfraces, un Hallowen del fin del milenio, para ahuyentar la mala suerte y comenzar el Dos mil con la convicción de haber hecho todo lo posible para olvidar los problemas del siglo XX, comenzado con una página en blanco un nuevo capítulo, si no con la certeza de mejorar, al menos con el beneficio de la duda.
Guglielmo participaba activamente en la organización e intercalaba, con las horas frenéticas de los preparativos, momentos de estudio: estaba preparando una investigación sobre los miedos del pueblo medieval en el Año Mil. Extraño tema, había pensado, cuando el profesor de Historia Medieval se lo había asignado para la tesina pero, luego, cuando había comenzado a investigar se había dado cuenta de que podía resultar un tema interesante, también porque se había convertido en excitante por el hecho de que no había muchos textos que mencionasen el estado de ánimo que habían afectado a los ciudadanos del Año Mil.
El conserje de la biblioteca de la universidad lo veía agarrado a las escaleras defectuosas revolviendo, entre las estanterías más altas, libros polvorientos que no habían sido tocados en decenas de años. Lo veía bajarlos a la mesa, hojearlos, buscando afanosamente algo que lo ayudase a comprender mejor aquel oscuro misterio. A menudo su trabajo se demostraba vano, en muchos textos el Año Mil ni siquiera estaba documentado, sólo aparecía alguna noticia corta y poco significativa que se remontaba a un año antes o algunos años después del milenio del nacimiento del Redentor.
Guglielmo vivía ese período, sin embargo, en una doble dimensión: por una parte la más espontánea y que lo unía a los propósitos de sus coetáneos, completamente empeñados en enterrar deliberadamente todo lo que quedaba de los últimos respiros del año mil novecientos noventa y nueve, preparando bailes, música, grandes fiestas para celebrar dignamente esta muerte anunciada, a la que nadie lloraría; por otra, se encontraba separado del resto, completamente atrapado en excavar, desesperadamente, entre las ruinas de diez siglos la búsqueda de un indicio, una pista, una luz aunque fuese débil que lo guiase en el descubrimiento de lo que atemorizó al pueblo que había atravesado el primer cambio de milenio.
Mantenía encerradas dentro de él estas emociones y a menudo, en los momentos más impensables, se preguntaba porqué él y sus amigos, auténticos representantes de la especie habitantes del segundo milenio, no sentían un poco de miedo al preparase para vivir la transición del viejo al nuevo. Quizás, pensaba, ¿era la inconsciencia que aliviaba todo tipo de miedo o el demasiado conocimiento había cegado las mentes privándolas de la capacidad de discernir la proximidad de un período tan inminente?
No hablaba con nadie de estas teorías suyas, las escondía casi amorosamente, en la oscuridad de las habitaciones iluminadas sólo por tenues lámparas que convertían en todavía más sugestiva su investigación.
Tenía una novia, Gemma, que era su pareja fija desde hacía unos meses.
Antes de aquella historia no había puesto jamás a prueba su monogamia, había revoloteado de flor en flor, llegando a permitirse la compañía de cuatro chicas al mismo tiempo: lo más asombroso era que hubiese conseguido tener siempre la situación controlada sin herir a ninguna de sus chicas.
Admirable.
Ahora, sin embargo, desde que había conocido a Gemma le parecía que ella sola bastaba para cubrir el vacío de decenas de chicas: no tenía nada en común con aquellas que había conocido antes, no era un tía fácil, no le gustaban los sitios oscuros, tenía una montaña de cabello rubios rizados, revueltos de manera salvaje. Se sentaban a menudo en los bancos del parque, al frío sol de diciembre, y Guglielmo siempre se perdía en los reflejos dorados de aquella melena, como hipnotizado por el destello de una joya.
Era por la mañana temprano del último martes del año y Guglielmo se encontraba en la biblioteca. Se había levantado con la convicción de que ese sería el día en el que encontraría algo interesante. Había sacado de la última estantería llena de volúmenes aparentemente antiguos, un pequeño libro de páginas muy finas y amarillentas, distinto de todos los demás: Guglielmo abrió el libro y se sumergió entre aquellas letras, y leyó:
La imagen del Año Mil, que perdura todavía hoy, es la de un pueblo aterrorizado por la inminencia del fin del mundo […] en la consciencia colectiva los esquemas milenaristas no han perdido del todo en nuestros días su facultad de seducción […] el Medioevo, época oscura, esclava, madre de todas las supersticiones góticas […] la primera descripción de los terrores del Año Mil aparece cuando triunfa el nuevo humanismo y responde al desprecio que profesaba la joven cultura de Occidente por los siglos oscuros y burdos de los cuales salía, de los que renegaba para observar, más allá del abismo de barbarie, hacia la antigüedad, su modelo […] en el medio de las tinieblas, el Año Mil, antítesis del Renacimiento, ofrecía el espectáculo de la muerte y de la prosternación insensata.
¡Lo había encontrado!
Había encontrado un cabo de aquella madeja tan intrincada, una pequeña esperanza que, quizás, prometía llevarlo lejos, muy lejos. Apoyó la palma de ambas manos sobre las páginas abiertas de aquel libro y soltó un gran suspiro, estiró la espina dorsal sobre el respaldo de la rígida silla y echó la cabeza hacia atrás. Si ese día no hubiese encontrado una pista, incluso muy pequeña, habría pedido una entrevista con el profesor de Historia Medieval declarando su imposibilidad de seguir adelante con la elaboración de su tesina.
Volvió a su lectura, confirmando sus sospechas sobre la escasez de noticias de aquel período. En los días de terror, si es que había habido algún temor, a que llegase el fin del mundo, todos estaban demasiado ocupados en vender sus almas y otros bienes como para ocuparse de describir el estado de ánimo de la gente. Cuando, luego, el miedo pasó, quizás, a muchos les debió parecer fuera de lugar ponerse a contar cosas de un peligro que la posteridad habría entendido como imaginario. Para agravar la situación, Guglielmo sabía bien que ninguno de los literatos de esa época se habría interrogado sobre las condiciones de la vida mental del pueblo: se tomaban en consideración y se ponían de relieve sólo las cosas excepcionales, lo inusual, sólo aquello que interrumpía el curso ordenado de los hechos.
El mundo salvaje, la naturaleza casi virgen, los hombres todavía poco numerosos, provistos sólo de instrumentos rudimentarios, que luchaban con las manos desnudas contra fuerzas vegetales y poderes de la tierra, incapaces de dominarlas, arrancándoles con esfuerzo un escaso sustento, arruinados por la intemperie, flagelados periódicamente por la carestía y las enfermedades, constantemente aquejados por el hambre […] una sociedad muy jerarquizada, masas de esclavos, un pueblo campesino en la más absoluta miseria, completamente sometido al dominio de las pocas familias que se despliegan en ramas más o menos ilustres, pero que la fuerza de los vínculos de parentesco reúne en torno a un único tronco.
Hubiera querido encontrar noticias, historias, sobre esos pueblos tan angustiados por la vida ordinaria y por el miedo por el inminente fin del mundo que parecía planear sobre ellos como una sombra.
Sus oídos no habían escuchado ningún ruido pero una sombra, que había oscurecido casi completamente las páginas de aquel libro que absorbía toda su atención, lo sobresaltó mientras pensaba. Un poco molesto Guglielmo levantó la mirada prácticamente seguro de encontrarse de frente con el conserje, curioso por conocer si había encontrado algo para su investigación.
Su expresión disgustada se transformó en sorpresa cuando, en cambio, vio a Gemma, con los brazos cruzados sobre el pecho y con una media sonrisa sobre aquel rostro que, ya de por sí, era una primavera.
Quedaron mirándose durante unos segundos, inmóviles cada uno en su posición, casi como si estuviesen en el palco de un teatro.